– Más le valdría pedirle perdón a Dios en vez de hacer tantas cuentas -mi abuela está ahora de pie, en el quicio de la puerta que separa la cocina del portal, y todavía lleva su costura en las manos. Ha aparecido sin que ni mi abuelo ni yo nos diéramos cuenta, y estoy tan poco acostumbrado a oírla hablar sin ironía que hay algo en ella, en su seriedad, que no reconozco, igual que en el tono de su voz-. A un paso de la tumba y en lo único que sigue pensando es en los dineros. Dios lo está castigando ya.
Dios castiga sin cuchillo ni palo.
La casa de Baltasar fue la primera en todo el barrio de San Lorenzo que tuvo televisión. Era un aparato muy grande, de pantalla abombada, con una antena doble sobre la parte superior que le daba un cierto aire de satélite artificial o de escafandra de marciano, con botones y ruedas plateadas que amedrentaban de antemano por su complicación. Se encendía apretando uno de los botones y decían que era preciso esperar hasta que se calentara, y que había que apagarla de inmediato si empezaba una tormenta, porque la antena del tejado podía atraer los rayos.
Algunas familias se habían carbonizado íntegramente por no guardar esa precaución, estatuas de ceniza congregadas en torno a un televisor que había estallado por la fuerza eléctrica del rayo atraído por la antena. Se apretaba el botón y parecía que fuera a ocurrir algo, una irradiación nuclear fluyendo desde el otro lado del cristal en millares de puntos luminosos, y poco a poco esa niebla se disipaba y aparecían las imágenes, la presencia de una cara cercana que miraba hacia el interior de la habitación como si pudiera ver a quienes la miraban. Aparecía una locutora, una mujer rubia con un raro maquillaje y un peinado que la hacían muy distinta de las mujeres de la realidad, pero también de las del cine, como si perteneciese a una tercera especie con la que aún no sabíamos familiarizarnos, a medio camino entre la cotidianidad doméstica y la fantasmagoría. La locutora decía "Buenas tardes", y todos los que estaban reunidos frente al televisor le contestaban al unísono, "Buenas tardes", como si contestaran a una jaculatoria del Santo Rosario. La pantalla del televisor de Baltasar estaba cubierta en toda su anchura por un papel de gasa azulado.
– Es para que no dañe a los ojos -decía su mujer, Luisa, con cierto aire de ilustración. Era la única mujer de la plaza, quizás de todo el barrio, que se echaba cremas en la cara y llevaba anillos y pendientes dorados, y en vez de cejas verdaderas tenía unas cejas pintadas sobre la piel brillosa y tirante-. Si se mira el aparato sin ese filtro uno puede quedarse ciego.
A nosotros, los vecinos de enfrente, la mujer de Baltasar nos invitaba de vez en cuando a su casa a ver la televisión. Estaba en una sala pequeña, con una ventana que daba a la calle. Mi hermana y yo nos sentábamos en el suelo, delante del aparato, hechizados, pero los mayores nos decían que nos echáramos hacia atrás, que el brillo de la pantalla nos haría daño a los ojos, que nos quemaríamos vivos si de pronto estallaba. Mi padre, siempre reservado, prefería no unirse a nosotros. Se quedaba en casa escuchando la radio, o se iba a acostar muy pronto, porque madrugaba siempre mucho para ir al mercado. Decía que aquel invento no tenía ningún porvenir: quién iba a conformarse con aquella pantalla tan pequeña, con las imágenes confusas en blanco y negro, cuando era tan hermosa la lona tensa y blanca de los cines de verano, tan vibrantes los colores en ella, el cielo inmenso de las películas del Oeste, el mar color de esmeralda de las aventuras de piratas, los rojos de las capas y los oros de los cascos de los centuriones en las películas de romanos en tecnicolor. Pero mi madre, mi hermana, mis abuelos y yo, cruzábamos los pocos pasos que nos separaban de la casa de Baltasar como si fuéramos a asistir a una fiesta o a un espectáculo de magia, tomábamos asiento y esperábamos a que el televisor, después de encendido, "se fuera calentando".
Cuando las imágenes ya se veían bien definidas Baltasar ordenaba con su voz grave y pastosa, “¡Apagad la luz!”, y su sobrina, la contrahecha que vivía con ellos -Baltasar y su mujer no habían tenido hijos-, daba una cojetada hasta la pared y giraba el conmutador de porcelana blanca, y la habitación quedaba sumergida en una claridad azul, como teñida de los mismos tonos azulados de la pantalla, en una irrealidad acogedora y submarina.
Veíamos películas, veíamos concursos, veíamos sesiones de payasos, veíamos melodramas teatrales, veíamos noticiarios, veíamos anuncios, veíamos transmisiones de la santa misa, veíamos partidos de fútbol y corridas de toros, veíamos series de espías o de viajes espaciales o de detectives que hablaban siempre con un extraño acento que era vagamente sudamericano, pero que para nosotros era, sin más, la manera de hablar de los personajes de las películas y de las series y de los monigotes de los dibujos animados.
Pero viéramos lo que viéramos los adultos no se callaban nunca: porque no entendían un detalle de la trama y preguntaban en voz alta quién era alguien, o quién había cometido un crimen, o quién era la mujer o el padre o el marido o el hijo de un personaje; o porque se indignaban por las canalladas de un malvado, o porque le advertían a una joven inocente del peligro que representaba para ella esa suegra de aspecto benévolo o ese pretendiente atractivo y de bigotito fino que en realidad quería asesinarla o quedarse con su herencia; o porque un torero culminaba un buen pase y le aplaudían y le gritaban olé como si estuvieran en la plaza y el torero pudiera escucharlos; o porque un delantero centro metía un gol o un portero lo paraba tirándose en diagonal hacia la esquina más alejada de la red; o porque se morían de risa con las bromas más burdas de los payasos o lloraban -las mujeres- escandalosamente si al final una novia llegaba al altar con el hombre de sus sueños, logrando escapar a las maquinaciones de la suegra falsa y malévola y del individuo torvo de bigote fino, o peor aún, de perilla. Respondían a las buenas tardes de las locutoras y a las buenas noches al final de los programas, y sólo si salía el general Franco con su aire de viejecillo desvalido, su traje mal cortado de funcionario y voz de flauta se quedaban callados, muy serios, como en misa, como temiendo que si se movían desconsideradamente o no prestaban la debida atención o hacían un comentario a destiempo el Generalísimo los vería desde el otro lado de la pantalla y haría inmediatamente que cayera sobre ellos la desgracia tan sólo con un movimiento clerical de su mano temblona.
Miraban la televisión y se sentían mirados, vigilados, hechizados por ella. Si aparecía uno de aquellos conjuntos de música moderna cuyos miembros llevaban el pelo largo se dejaban llevar por la indignación y les llamaban maricones, especialmente Baltasar, que siendo el dueño del televisor y de la casa y de la voz más tronante ejercía su privilegio gritando más que nadie. Aquellos mariconazos de melenas largas y camisas de flores iban a ser la ruina de España.
Cómo se notaba que el Caudillo ya no tenía la edad ni el vigor necesarios para meterlos a todos en cintura, para raparles las cabezas como se las rapaban a las mujeres rojas después de la guerra y mandarlos a picar piedra al Valle de los Caídos. Y cuando salía una locutora guapa, de pelo rubio y liso, o una cantante con la falda muy corta, Baltasar le decía requiebros soeces con su voz grave y pastosa, "tía buena, que se te ven las bragas, ven aquí que te hurgue". Mi madre, mi abuela, mi abuelo se quedaban callados, invitados que sienten la incomodidad ante una grosería del anfitrión que no pueden reprobar en voz alta.
Su mujer, su sobrina le reñían, pero a él le daba la risa, despatarrado y rebosando el sillón de mimbre donde se sentaba para ver la televisión o para tomar el fresco por las noches, la cara y la gran papada rojiza temblando con las carcajadas, los ojos muy pequeños, entornados, brillando bajo los párpados muy carnosos que no tenían pestañas.
– Pero Baltasar, qué va a pensar la muchacha de esas cosas que le dices.
– Si no me oye, so tonta.
– Y tú qué sabes si nos oye o no nos oye.
– Cómo va a oírnos, si no está aquí.
– Tampoco estamos nosotros donde está ella y bien que nos mira y nos habla y oímos lo que dice.
– Porque tiene micrófono. ¿Tenemos nosotros un micrófono? -¿Y qué es un micrófono, tío? -Para qué hablaréis, si no sabéis nada.
Nos quedábamos hasta el final del último programa, mi hermana a veces dormida sobre mis rodillas, la mayor parte de los adultos roncando, con las bocas abiertas, salvo la sobrina coja, mi madre y yo, que no nos cansábamos de ver películas ni sabíamos apartar los ojos de la pantalla, del resplandor azul que irradiaba de ella a través del papel de gasa transparente que la cubría y llenaba la habitación de una penumbra acuática. Al final salía un cura de sotana negra rezando un padrenuestro, y después la bandera de España ondeante con un águila negra en el centro y la fotografía del general Franco, vestido de uniforme, y de pronto la pantalla se quedaba en negro, y luego aparecía como un temblor de copos de nieve o de puntos luminosos que también nos hechizaba. Nos quedaba una sensación rara, de fraude o congoja, como si no pudiéramos aceptar que el mundo en el que durante horas habíamos tenido fijados los ojos y ocupada hipnóticamente la atención ya no tuviera nada más que ofrecernos.