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Devaux se giró hacia el guardiamarina y le dio una palmadita en la espalda. Su rostro presentaba una sonrisa juvenil.

– ¡Lo hemos conseguido, muchacho! ¡Por Dios! ¡Lo hemos conseguido!

Drinkwater resbaló lentamente hasta quedar sobre la cubierta, superado por la fatiga que le hizo perder el conocimiento.

El mal que hace los hombres

Febrero-abril de 1780

La flota de Rodney estaba anclada en la bahía de Gibraltar lamiéndose las heridas con orgullo. Las pruebas de su victoria estaban a la vista de cualquiera; el pabellón británico ocultaba las insignias de los buques de guerra españoles.

La batalla había aniquilado a la escuadra de donjuán de Lángara. Cuatro buques de guerra habían caído antes de la medianoche. El almirante y su Fénix rindieron sus armas a Rodney, pero el Sandwich había seguido presionando. En torno a las dos de la madrugada del día diecisiete, había adelantado al pequeño Monarca, obligándole a arribar su pabellón con una terrible andanada. A esas alturas, la Cyclops luchaba con denuedo para seguir remolcando a la Santa Teresa, y ambas flotas estaban en aguas someras. Dos barcos de setenta cañones, el San Julián y el San Eugenio, habían embarrancado inútilmente, con pérdidas terribles de vidas humanas. Los que aún quedaban, tanto españoles como británicos, pudieron de alguna manera abrirse camino a barlovento.

En la confusion por asegurarse los botines, se escapó un navío de guerra español y la otra fragata. A excepción del Santo Domingo y los barcos huidos, la escuadra de De Lángara había caído en manos de Rodney. Era un amargo golpe contra el orgullo naval español, orgullo que ya había sufrido humillaciones cuando a finales del año previo una flota cargada con tesoros, procedente de las Antillas, había sucumbido a las patrullas británicas.

Los grandes navíos estaban ahora anclados. El Fénix estaba a punto de convertirse en el Gibraltar; y los otros barcos pasarían a servir en la Armada británica. Su presencia contribuía a levantar la moral de la fatigada guarnición del general Elliott, obligando a los asediadores a pensárselo dos veces antes de atacar. Además de la flota, el convoy había llegado sin novedad y los militares cenaban con sus colegas de la Marina. Sin embargo, los guardiamarinas, al menos los de la Cyclops, que cenaban a bordo, se tenían que conformar con galleta dura, pudín de guisantes y cerdo en salazón.

Durante su estancia en Gibraltar, la Cyclops fue un barco feliz. Había superado una acción de guerra con distinción y la experiencia había convertido a los integrantes de la tripulación en una verdadera dotación. No habían tenido demasiadas víctimas: cuatro muertos y veintiún heridos, en su mayoría a causa de las astillas o de los despojos que se precipitaban sobre cubierta. Todas las mañanas, al reunirse la dotación al completo para pasar revista, todos los ojos se dirigían hacia la Santa Teresa. La fragata española les pertenecía y era una mención de honor especial.

Los hombres trabajaron con entusiasmo en la reparación de los daños de la Cyclops. Esta tarea fascinaba a Drinkwater. Lo que ya sabía del arte de la navegación aumentó con los detalles técnicos de los mástiles y el aparejo, y cuando el teniente Devaux centró su atención en la Santa Teresa, se incrementó aún más su conocimiento. El primer teniente le había cogido cariño a Drinkwater tras su estancia en la fragata capturada. Ya recuperado de su desvanecimiento, Devaux había descubierto a un pupilo inteligente y predispuesto, siempre que su estómago estuviera lleno.

La dotación de la Cyclops no ahorró esfuerzos para enmendar la mayor parte de los daños causados por su propio cañón a la Santa Teresa, a fin de que la fragata mostrase el mejor aspecto posible a la Comisión de los Botines. Presidida por Adam Duncan, vicealmirante de Rodney, este augusto órgano celebraba una vista preliminar sobre la condición de los botines de la flota, enviando a los más adecuados de vuelta a Inglaterra. Cuando la marinería se enteró, trabajó con una feroz energía.

El incansable trabajo de la dotación de la Cyclops significaba que los guardiamarinas se ausentaban a menudo y rara vez coincidían todos ellos a bordo. Por primera vez, Drinkwater se sintió liberado de la influencia de Morris. Tan atareados estaban que no había demasiadas oportunidades para que el guardiamarina de primera hostigase a los desventurados jóvenes. La expectativa de las vastas cantidades del dinero del botín provocaba la euforia de todos ellos, e incluso el retorcido Morris sentía algo de esta euforia colectiva.

Entonces, la satisfacción de Drinkwater llegó a su fin.

La Cyclops llevaba once días anclada en la bahía de Gibraltar. Habían concluido las reparaciones y demás quehaceres en la Santa Teresa. Todos los palos estaban preparados y era ya el momento de guindar los masteleros. Devaux había llevado la dotación de la Cyclops al completo a la fragata española para facilitar las tareas. Las cuadrillas de gavieros, marineros de cubierta y del castillo de proa, infantes de marina y cañoneros estaban preparadas para enarbolar los aparejos y la arboladura.

El capitán Hope estaba en tierra con el teniente Keene y sólo un puñado de hombres bajo la autoridad del piloto de derrota gobernaba el puente. El resto, hombres que no estaban de guardia, dormía o descansaba bajo cubierta. Una perezosa atmósfera se había impuesto en la fragata, ejemplificada por el señor Blackmore y Appleby, el cirujano, que holgazaneaban en el alcázar, exhaustos tras los recientes esfuerzos.

A Drinkwater le habían enviado con la lancha a transmitir las órdenes del convoy a una docena de mercantes estacionados en la bahía exterior. El destino de estos barcos era el puerto de Mahón y la Cyclops habría de escoltarlos.

Cuando regresaba a la Cyclops, pasó al lado de la Santa Teresa. El sonido del violin de O'Malley flotaba sobre las aguas tranquilas. Había signos visibles de actividad, y se apreciaba el crujido de las poleas elevando las pesadas cargas, mientras guindaban dos palos sobre los nuevos mástiles. Drinkwater saludó con la mano al guardiamarina Beale cuando la lancha cruzó por la popa de la fragata. El amarillo y rojo de la insignia solapada casi rozaba a los remeros, pues decaía, mustia, bajo el pabellón británico. Drinkwater acercó la lancha a las cadenas principales de la Cyclops.

El señor Blackmore recibió su informe lánguidamente. Drinkwater se dirigió a la cubierta inferior. Había esperado encontrarse a Morris en el puente, pues no quería tropezarse con él en el sollado. Era tan intensa la aversión de Drinkwater hacia Morris que era capaz de regresar a cubierta, sólo por no estar en su compañía. Había algo, algo indefinible en su persona que a Nathaniel le desagradaba, pero no sabía exactamente de qué se trataba.

Entrecubiertas, la luz de la Cyclops era tenue y había un silencio casi absoluto. A Drinkwater le pasó desapercibido el crujir del casco. Varios hombres charlaban ociosos sentados a la mesa del rancho, encajada entre los cañones. Algunos estaban tumbados en sus coyes y otros observaron a Drinkwater con perezosa curiosidad. Uno de ellos, un hombre de expresión taimada llamado Humphries, señaló con la cabeza. Un gaviero enorme se dio la vuelta. Drinkwater apenas se percató de la malicia que inundó los ojos de Threddle.