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Tras dejar atrás, por fin, las molestias del mal tiempo, la Cyclops navegó durante una semana en circunstancias agradables. Una brisa entre débil y fresca y los vientos más cálidos les llevaron de marzo a abril. La fragata olía mejor entrecubiertas cuando el aire fresco renovó los habitáculos. Se dieron friegas de vinagre y Devaux ordenó a los marineros del combés y a los desocupados pintar y barnizar hasta que el agua circundante brillase carmesí, reluciesen los maderos del alcázar y refulgiesen los metales al sol primaveral.

El último domingo de marzo, en vez del servicio religioso anglicano, el capitán Hope leyó las Ordenanzas Militares. Drinkwater escuchaba erguido junto con los otros guardiamarinas la voz de Hope entonar la cruda cantinela del Almirantazgo. Sintió cómo se ruborizaba, avergonzado de su propia debilidad, cuando Hope leyó el artículo 29: «Si algún miembro de la flota cometiera el detestable y pervertido acto de sodomía con hombre o animal será castigado con la pena de muerte…».

Se mordió el labio y, con un gran esfuerzo, dominó el miedo visceral que le embargaba, pero siguió evitando los ojos que sabía que le observaban.

Tras el solemne y opresivo recuerdo del poder conferido al capitán, toda la tripulación se vio obligada a presenciar el castigo. Mientras persistió el mal tiempo, dos habían sido los infractores impenitentes. Hope no era un comandante malévolo y Devaux, que profesaba una simple fe aristocrática en ser obedecido, nunca se inclinaba hacia los castigos estrictos, siendo más pródigo en la indolencia y falta de acción. Hope se contentaba con que los ayudantes del contramaestre se asegurasen de que se cumplían las tareas debidas. Pero estos dos hombres se habían embarcado en una trifulca y ni el capitán ni el primer teniente podían hacer caso omiso.

Se oyó el redoble de un tambor y los infantes de marina dieron fuertes pisotones para llamar la atención puesto que el enjaretado se estaba atando a la jarcia principal. Se llamó a un hombre. Antes de leer la sentencia, Hope se había preocupado por descubrir el origen del problema, sin conseguirlo. La cubierta inferior tenía sus propios abogados y guardaba sus secretos. El hombre dio un paso al frente y los ayudantes del contramaestre lo agarraron y le amarraron por las muñecas al enjaretado. Le metieron un trozo de cuero en la boca para evitar que se mordiera la lengua. Era Tregembo.

Sonó el redoble de tambor y un tercer ayudante del contramaestre agitó el flexible gato de nueve colas, descargando la primera docena de latigazos. Fue relevado para la segunda docena y, de nuevo, para la tercera. Arrojaron un cubo de agua sobre el desdichado prisionero y cortaron sus amarras.

A trompicones, Tregembo regresó a su sido entre la huraña dotación. Llegó el turno del segundo hombre. La poderosa espalda de Threddle mostraba pruebas de castigos previos pero soportó los latigazos con la misma valentía que Tregembo. Cuando soltaron sus amarras, se mantuvo en pie sin ayuda y sus ojos relucían llenos de lágrimas y fiero odio. Dirigió su mirada hacia Drinkwater.

El guardiamarina se había vuelto inmune a la brutalidad de estas escenas públicas de latigazos. De alguna forma, este espectáculo le afectaba muchos menos que la entonación sonora de la Ordenanza Militar número 29.

Al igual que muchos de los oficiales y marineros, consiguió pensar en otra cosa y concentrarse en cómo la hilera de los cubos para apagar el fuego, con su elaborado diseño real pintado a mano, se bamboleaba al compás de la fragata. Encontró que le tranquilizaba y le ayudaba a controlarse tras la inquietud suscitada por aquella sentencia inexorable. Así de vulnerable se sentía cuando captó la mirada de Threddle.

Drinkwater sintió que le golpeaba la intensidad velada del desprecio, sintió casi el impacto físico. El guardiamarina estaba seguro de que, en cierta medida, estaba relacionado con la animadversión que existía entre los dos hombres, un odio que había estallado en forma de constantes y problemáticas escaramuzas. A duras penas Drinkwater consiguió no desmayarse. Uno de los marineros no lo aguantó. Era el apuesto gaviero que había sido la obsesión de Morris.

Más tarde, Drinkwater pasó al lado de Tregembo cuando este trabajaba dolorosamente en un ayuste.

– Siento que te hayan azotado, Tregembo -dijo discretamente.

El hombre levantó los ojos. Su frente estaba perlada de gotas de sudor por el esfuerzo que le suponía trabajar con la ensangrentada espalda hecha trizas.

– No se preocupe, señor -respondió. Y luego añadió:

– No debería haber llegado hasta ese extremo… -Drinkwater siguió adelante, reflexionando sobre este último e incomprensible comentario.

Esa misma noche, el viento refrescó. A las cuatro de la mañana, Drinkwater fue requerido para empezar su turno de guardia. Mientras caminaba a trompicones por la pasarela, se percató de que, una vez más, la Cyclops cabeceaba y se bamboleaba. «Pronto aferrarán velas» murmuró para sí mismo, mientras se ponía el impermeable para salir a cubierta. La noche era oscura y gélida. Un roción salpicó la cubierta y le aguijoneó el rostro. Relevó de su puesto a Beale, que le sonrió amistosamente.

A las cuatro y cuarto se dio orden de tomar dos rizos de gavia. Drinkwater subió hasta el tope. Ahora ya no le parecía gran cosa y con gran agilidad alcanzó la posición de honor en el peñol. Tras diez minutos, se arrizó la enorme vela y los hombres regresaron a las burdas, desapareciendo en la oscuridad al bajar a cubierta. Cuando se descolgaba del peñol para transferir su peso a la burda, una mano le agarró la muñeca.

– ¡Pero qué c…! -exclamó. Casi se cae. Entonces, apareció una cara en medio de la oscuridad azuzada por el viento. Era el apuesto gaviero del palo mayor cuya mirada emitía un desesperado grito de ayuda.

– ¡Señor! ¡Por Dios bendito, ayúdeme!

Drinkwater, balanceándose a cien metros sobre la cubierta de la Cyclops, no pudo evitar sentir repulsión por el contacto físico de ese hombre. Pero, incluso en la penumbra, vio las lágrimas en los ojos del marinero. Intentó liberar su mano, pero se lo impidió la precaria situación en la que se encontraba.

– No soy como ellos, señor, se lo juro. Me obligan a hacerlo… me fuerzan, señor. Si no lo hago, ellos… me pegan, señor…

Drinkwater sintió que las náuseas remitían.

– ¿Le pegan? ¿A qué se refiere? -preguntó, aunque casi no oía la voz de aquel hombre pues el viento se llevaba las confidencias a sotavento.

– Los genitales, señor… -dijo entre sollozos-. Ayúdeme, por el amor de Dios.

La presión en su muñeca disminuyó. Drinkwater se apartó de él y bajó a cubierta. Reflexionó sobre el problema durante el resto de la guardia, mientras el amanecer iluminaba el este y la luz del día se extendía sobre el mar. No alcanzaba a ver una solución. Si le contara a un oficial lo que sabía sobre Morris, ¿le creería? Era una acusación muy grave. ¿Acaso no había oído al capitán Hope leer el artículo 29 de las Ordenanzas Militares? Para el delito de la sodomía, la pena era la muerte… Era una acusación terrible y muy grave para lanzarla contra un hombre, y a Drinkwater le aterrorizaba la posibilidad de que su intervención llevase a un hombre a la horca. Morris era una mala persona, de eso estaba seguro, más allá de la perversión pues Morris estaba aliado con la intimidante presencia física del marinero Threddle, y éste no se pararía ante nada.

Drinkwater se sentía morir de miedo, por su propia persona y por su impotencia para ayudar al gaviero. Sintió que estaba fallando su primera prueba como oficial… ¿A quién podría recurrir?

Entonces recordó el comentario de Tregembo. ¿Qué había dicho? Extrajo la frase de entre los pliegues de su memoria: «No debería haber llegado a ese extremo». ¿A qué extremo? ¿Qué es lo que había dicho Tregembo antes de ese comentario?…

«No se preocupe». Eso era todo.

Significaba que él, Drinkwater, no tenía por qué preocuparse. Pero otra duda le reconcomía. Había expresado su pesar porque habían azotado al marinero por pelearse. Entonces, lo comprendió. Tregembo fue azotado por pelearse con Threddle y había dicho que el guardiamarina no tenía que preocuparse. Por lo tanto, Tregembo sabía algo de lo que había pasado. No debería haber llegado al extremo de que alguien como Drinkwater se enterase. ¿Acaso la cubierta inferior no aplicaba su propia ley dura? ¿Habría emitido ya sentencia y ejecutado a Humphries?