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Drinkwater entendía ahora que lo había sabido desde siempre. Los ojos de Threddle le había culpado de sus azotes y, en su subconsciente, Drinkwater había admitido su parte de responsabilidad por el dolor que sufrió Tregembo.

Decidió que le podría preguntar a Tregembo…

Era ya el segundo turno de guardia cuando por fin pudo llevar a Tregembo a un lado con la excusa de revisar la corredera para el señor Blackmore.

– Tregembo -comenzó con cautela-, ¿por qué te peleaste con Threddle? Tregembo no contestó durante un rato. Después, suspiró y dijo:

– Pero bueno, ¿por qué me pregunta eso, señor?

Drinkwater respiró hondo.

– Porque si fue por lo que creo que fue, entonces, les afecta tanto a los guardiamarinas como a la cubierta inferior… -Aguardó mientras la expresión desconcertada de Tregembo se suavizaba en un gesto de comprensión.

– Lo sé, señor -dijo discretamente y, mirando a Drinkwater a los ojos, añadió:

– Vi lo que le hicieron en Gibraltar, señor… -Ahora Tregembo era el avergonzado-. Se podría decir que me cayó usted en gracia, señor -dijo sonrojándose, antes de explicar con una inocente simpleza-, por eso a Humphries le pasó lo que le pasó.

Drinkwater estaba horrorizado.

– ¿Mataste a Humphries?

– Resbaló y yo le ayudé un poco -dijo Tregembo encogiéndose de hombros-. En el botalón del foque, señor. Él fue el primero -dijo para aliviar el patente horror de Drinkwater. El guardiamarina asimiló poco a poco la información. La carga que soportaba se había doblado, no dividido, como él pensaba. El respeto por la ley engendrado por su educación sufría otro asalto. La actitud despreocupada y ajena a la ley de Tregembo era un fenómeno nuevo para él. La expresión de su rostro traicionaba su gran inquietud.

– No se preocupe, señor Drinkwater. Estamos acostumbrados a los invertidos y a cómo se las gastan. Los hay en la mayoría de los barcos, pero no nos gusta cuando la gente no se ocupa de sus asuntos y no nos deja tranquilos -dijo señalando con la cabeza al apuesto marinero que adujaba un cabo en el combés. Les miró. Sus ojos reflejaban un desesperado grito de ayuda, como si supiera de qué se estaba hablando a unos sesenta pies de distancia.

– John Sharpies es un buen gaviero, pero les tiene miedo, sabe usted. No me extraña, si supiese lo que le han hecho… -Tregembo se metió la mano en el bolsillo y sacó tabaco de mascar.

– No tendrá que esperar mucho más -concluyó, pensativo.

Drinkwater miró a Tregembo con dureza.

– La cubierta inferior sabe cómo cuidar de los suyos, señor, pero el señor Morris es un problema del sollado. Los sollados tienen su propia ley, señor. -Tregembo no dijo más, pues sintió la incomodidad de Drinkwater.

– A usted no le resultaría difícil encontrar ayuda, señor, ¿no es cierto?

La corredera estaba primorosamente adujada en su cesta y Tregembo se levantó. Echó a andar hacia proa saludando, al pasar, al primer teniente. Drinkwater se quedó a popa, junto al coronamiento, mirando al mar sin llegar a verlo. No se avergonzaba de la sugerencia de que él, por sí solo, no podría con Morris, pero le entristecía pensar que Morris pudiese aterrorizarlo, y no sólo a él y a los otros guardiamarinas, sino al menos afortunado Sharpies. Había tantas cosas del mundo que no comprendía y que no casaban con lo que recordaba haber aprendido o leído… quizás… pero no, no era posible.

Giró sobre sus talones para ir a proa. Desde allí, tenía la Cyclops a sus pies. Devaux y Blackmore estaban junto al paso mesana. La cangreja y la escandalosa, sobre sus cabezas. Este barco era, en verdad, una belleza, producto de la ingenuidad humana y de su determinación conquistadora, pues la humanidad seguía adelante, en pos de un destino incierto, sin importar el coste que hubiese que pagar por ello. Y en la estela de dicha determinación, como ilustraba la propia fragata, Nathaniel trató de encontrar la fuerza de voluntad para hacer lo que creía que era justo.

El dinero del botín

Mayo de 1780

Las fragatas de Su Majestad, Meteor y Cyclops, condujeron sus presas hasta Spithead en la última semana de mayo de 1780. Acababan de recibirse noticias desde las Antillas de que el almirante Rodney había entablado una acción de guerra contra De Guichen, cerca de Martinica, el diecisiete de abril. Pero la batalla no había sido decisiva y había rumores preocupantes de que Rodney estaba formando consejo de guerra a sus capitanes por desobediencia.

Estas noticias, aunque eran de vital importancia para el avance de la guerra, no lo fueron tanto para la dotación de la Cyclops. Durante su fatigosa singladura por el Mediterráneo, la fragata había sido un hervidero de conversaciones que, durante el rancho, especulaban sobre el valor del botín.

No había un solo hombre de la dotación que no se imaginase el lujo o, incluso, los excesos que le granjearía la compra de la Santa Teresa por parte de la Armada Real. Para Henry Hope, significaba la tranquilidad en su vejez; para Devaux, la restitución de su puesto en sociedad y, con un poco de suerte, la posibilidad de contraer un matrimonio ventajoso. Los hombres como Morris, Tregembo y O'Malley imaginaban fantasías de espléndidas proporciones, mientras se preparaban para rendir pleitesía a los templos de Baco y Afrodita.

Sin embargo, la emoción inicial se desvanecía conforme las dos fragatas y el convoy vacío navegaban rumbo norte. Surgieron las disputas sobre la cantidad real de dinero que se manejaba y, lo que era más importante, cuánto le correspondería a cada hombre. Los rumores, la especulación y las conjeturas recorrieron el barco como el viento en un campo de maíz. Un comentario fortuito de un oficial, oído por un suboficial y transmitido a la cubierta inferior, provocó nuevas oleadas de debates que no se basaban en un solo hecho fehaciente sino sólo en montañas de fantasiosos deseos. El año anterior, fragatas como la Cyclops habían capturado la flota anual que regresaba de las Antillas españolas cargada de tesoros. Los capitanes se habían convertido en hombres fabulosamente acaudalados e incluso los marineros de primera habían recibido la suma de ciento ochenta y dos libras cada uno. Pero la imaginación no estaba siempre ocupada por relatos de riquezas nunca vistas. A medida que navegaban hacia el norte, fueron surgiendo otros rumores. Quizás la Santa Teresa había ido a parar de nuevo a manos españolas, que volvían a asediar Gibraltar. O había naufragado por el fuego de artillería, o le habían alcanzado los barcos de fuego…

Si los españoles no pudieran recuperar su fragata, ¿no intentarían al menos reparar su honor destruyendo parte del botín en la bahía de Gibraltar?

El pesimismo se extendió por la Cyclops y, con el pasar de los días, se habló cada vez menos del dinero del botín. Para cuando avistaron el Lizard, las conversaciones sobre ese tema eran tabú. Una extraña superstición se había apoderado de la marinería y también de los oficiales. Una sensación de que si se llegaba a mencionar el tema, la codicia despertaría la ira de aquel destino que gobernaba sus vidas con severidad arbitraria. Ningún marinero, fuera cual fuera su categoría o cometido, podría admitir la posibilidad filosófica de que Atropos, Lachesis oCloto y sus acciones estuviesen guiadas por la imparcialidad. Sus propias experiencias les daban a entender, una y otra vez, lo contrario.