Temporales, batallas, vías de agua, desarbolos, enfermedades y muerte; actos de Dios, actos de sus señorías, los comisionados del Almirantazgo, y del resto de factores que, combinados, causaban profundo malestar, y que parecían dirigir todo el peso de su maldad sobre Jack Tar [2]. Las privaciones eran parte necesaria de la existencia y, por ello, comenzó a desconfiarse de la breve aparición en escena de una dorada escala que parecía conducirles hacia el cielo de la abundancia y el desahogo.
Cuando la cadena de la Cyclops se deslizó por su escobén y la fragata detuvo su andadura al echar el ancla de proa en Spithead, nadie se atrevía a mencionar el nombre de la Santa Teresa. Pero cuando el primer teniente reclamó el esquife del capitán, se aceleró el latir de los corazones de todas las almas a bordo.
Hope se ausentó del barco tres horas.
Incluso cuando regresó al bote estacionado en King's Stairs, la tripulación del esquife nada pudo descifrar de su expresión facial. Drinkwater actuaba de contramaestre y se propuso la tarea de gobernar el bote por entre el laberinto de las pequeñas embarcaciones que se amontonaban en el puerto de Portsmouth. De hecho, él había pensado mucho menos que los demás en el dinero del botín. No tenía experiencia con el dinero. En su hogar, había disfrutado del suficiente, sin excesos, y el interés por su nueva profesión le había evitado ahondar en el tema de la pobreza, o darse cuenta de cuan poco poseía. De momento, la turbación provocada por la lascivia había sido una experiencia confusa pues los conceptos románticos impartidos por una educación rudimentaria estaban en total desacuerdo con el mundo que le rodeaba. No había aún tomado conciencia del poder del dinero para obtener placer, y su visión adolescente del sexo opuesto era de una ambivalencia absoluta. Además, aunque no contaba con otras distracciones, encontró que el cometido de un oficial de la Marina era mucho más interesante que cualquier otro pasatiempo y, desde su primera travesía en bote por las aguas de Spithead, había cambiado significativamente. Aunque poco había ganado a lo alto y a lo ancho, su cuerpo se había endurecido. No había rastro de grasa en sus fuertes músculos; sus manos, antes esbeltas, se mostraban ahora contundentes por el trabajo duro. Sus rasgos seguían siendo delicados, pero mostraban un nuevo matiz de firmeza, de autoridad en torno a su boca que había borrado el aire femenino de su rostro. Una oscura sombra le obligaba a afeitarse de vez en cuando y su antigua palidez fue reemplazada por una complexión curtida.
Permanecía, sin embargo, el ferviente entusiasmo que había llamado la atención de Devaux y que le hacía recurrir a Drinkwater cuando quería que uno de los «jóvenes caballeros» cumpliese con una dura tarea. El primer teniente había situado a Drinkwater en una posición de honor al encomendarle el gobierno del esquife del capitán. Si bien no podía presumir de que su dotación contase con brillantes galones, al menos Hope disponía de un joven y aplicado guardiamarina, con su puñal al costado, con quien caminar orgulloso por la cámara de popa.
También Blackmore consideraba al joven como el mejor de sus pupilos y, de no ser por el espectro de Némesis, en la forma de Morris, la aprobación de sus superiores le habría proporcionado a Nathaniel la mayor de las satisfacciones.
El esquife se bamboleaba sobre las aguas. Al lado de Drinkwater, Hope iba sentado en un silencio pétreo, digiriendo la información transmitida por el secretario del almirante. El Santa Teresa había sido adquirido como botín. Bajo la autoridad del contraalmirante Kempenfelt, se había reunido la comisión con el propòsito de examinar los resultados de la vista preliminar de Duncan en Gibraltar. Kempenfeit y su comisión de botines habían decidido que se trataba de una excelente fragata que pasaría a formar parte de la Armada por la suma de 15.750 libras. La parte que le correspondía al capitán Hope ascendía a 3.937 libras y 10 chelines. Tras años de trabajoso servicio, poca gloria y ninguna recompensa material más allá de una paga escasa y con retraso, el destino le sonreía. Apenas daba crédito a su buena suerte y contemplaba su situación con el cinismo típico de los marinos, y eso era lo que transmitía su gesto adusto.
Drinkwater abarloó el esquife. Hope alcanzó la cubierta y los silbatos cantaron su saludo. La cubierta superior se detuvo para observar al capitán e intentar adivinar lo sucedido con la Santa Teresa, pero todo lo que vieron fue su gesto severo.
Creyeron que sus temores se habían hecho realidad. Hope se dirigió a popa y desapareció. Los ojos de la dotación siguieron atentos el regreso del capitán. Ciento setenta y seis hombres, atareados en la cubierta superior de la Cyclops, unidos en un momento de agria, inmóvil y silenciosa decepción.
Media hora más tarde, Drinkwater salió de nuevo con el esquife. Esta vez el guardiamarina no tenía que llevar a tierra al capitán sino al señor Copping, el contador. El Sr. Copping le hizo saber que se le había encomendado la compra de provisiones especiales para la mesa del capitán y que el capitán celebraría una cena con sus oficiales. También le entregó a Drinkwater una carta con la apretada letra del capitán cuyo remite leía: «A su Excelencia Richard Kempenfelt, contraalmirante». Drinkwater debía entregarla mientras el contador atendía a las compras.
Hope había invitado a todos sus oficiales, al piloto de derrota, al cañonero y a los guardiamarinas. También estaba presente Appleby, el cirujano. Se reunieron bulliciosos a popa cuando las tres campanadas marcaron la segunda guardia; sólo faltaban el primer teniente y Wheeler, que formaban la guardia de honor para recibir al almirante.
Cuando Hope, impulsivamente, envió su apresurada invitación a Kempenfelt, se encontraba de muy buen humor. Había contenido su regocijo mientras le dictaba sus bruscas órdenes a Copping, quien se retiró con el convencimiento de que se habían hecho realidad los peores miedos de la dotación, y no le había faltado tiempo para transmitir que era inútil seguir albergando esperanza alguna.
Hope consideraba que el almirante era el verdadero responsable de su buena suerte y, en cierto modo, quería mostrarle su gratitud. Kempenfelt era un oficial de la Marina muy popular cuya inteligencia resplandecía en una época en la que los oficiales de rango superior no se destacaban por dicha cualidad. Sus innovaciones estratégicas eran admiradas por toda la flota y ocupaban un lugar preeminente en las discusiones de los hombres de ciencia sobre el manejo de las flotas a vela, mucho más que los casos de corrupción o los nombramientos. Para Hope, Kempenfelt era, quizás, mucho más que eso. Para el capitán, que le debía su rango a la facción política que detestaba, el contraalmirante era una figura destacada, y en una época dominada por un lisonjeo peripatético que disimulaba las verdaderas intenciones, Hope deseaba demostrar su sencilla y honesta admiración.
Sin embargo, al reunirse los oficiales en el puente, el capitán vacilaba. El guardiamarina Drinkwater le había entregado la aceptación del almirante, y ahora le acosaban las dudas. Le estaba gastando una traviesa broma a la dotación de su nave, aunque los capitanes podían permitírselo de vez en cuando, tratándose de su gente. Los almirantes eran otra cosa. No estaba seguro de qué pensaría al respecto Kempenfelt…
El murmullo de las conversaciones especulativas sobre cubierta se colaba por el tragaluz. Quizás los oficiales no se hubiesen enterado de la decisión de la comisión de botines; no, lo más probable era que a esas alturas lo supiesen y, sin duda, le tachaban de ser un viejo bobo. Hope se ruborizó pero recobró la compostura cuando detectó el tono resignado del murmullo. Escuchó con más atención. Oyó decir al segundo teniente, el señor Price que, con su cadencioso acento galés, sonaba vagamente ofendido:
[2] N. del T.: Jack Tar. apodo con el que se denominaba a los marineros. Tar significa «brea» y, en la época, los marineros solían llevar sombreros de loneta embreados.
[2] N. del T.: John Wesley (1703-1791), líder de la doctrina protestante denominada «metodismo» que surgió en Inglaterra en el s. XVIII, en reacción contra el ritualismo de la Iglesia anglicana.