Drinkwater miró hacia las ventanas de popa, por las que se veían los últimos rayos iluminar el horizonte. La cara de Morris se fue desvaneciendo, al tiempo que la de su madre surgía ante sí. Recordó que le había preparado el petate y bordado un mantel para que su hijo lo usase durante la travesía. Estaba a buen recaudo y aún por estrenar en el fondo de su cofre. Lucía una máxima que surgió ahora en la mente del guardiamarina y que éste emitió a voz en grito y en tono autoritario:
– ¡Perdición a los enemigos del rey! -pronunció con claridad, sin respirar. Se sentó bruscamente mientras todos los comensales manifestaban su aprobación. El primer teniente volvió a su expresión aburrida.
A lo lejos pudo escuchar el comentario de aprobación de Kempenfelt:
– ¡Por todos los demonios, capitán! ¡Qué redaños muestra el mozalbete!
El duelo
Junio-julio de 1780
Cuando se despertó a la mañana siguiente, Drinkwater recordaba vagamente como había terminado la noche anterior. No estaba seguro de a qué hora se había retirado el almirante, porque tras su brindis, el resto de la velada se había convertido en un borroso recuerdo. Los uniformes blancos y azules, los galones dorados y las caras rosadas parecían difuminadas en algo más que el humo del tabaco. El abrigo bermellón de Wheeler y su brillante gorjal habían brillado como el sol a la luz de las velas mientras bromeaban, se reían y de nuevo recuperaban la formalidad. La conversación había discurrido por diferentes derroteros; primero, temas generales; después, más específicos; luego, atrevidos, para volverse más técnica toda vez que los contertulios se concentraban, se dividían y se volvían a unir en una gran marea verbal.
La velada había sido un triunfo para Henry Hope. Como punto final, Blackmore había sugerido escuchar algo de música y se requirió la presencia de O'Malley. El diminuto cocinero irlandés entró lanzando miradas de refilón a los restos de la comida y las botellas vacías. Entonó melodías agradables y melancólicas, acordes con la época, que sumió a los comensales en un silencio apreciativo. Un aplauso cerrado puso fin a su actuación tras interpretar una última giga frenética de su tierra natal que, puesto que procedía del carácter salvaje y apasionado de su pueblo, a Drinkwater le pareció que resumía el júbilo de la batalla del cabo de Santa María, en la que habían participado los geniales irlandeses.
Al concluir la sesión, el pequeño O'Malley era dos guineas más rico, y se despidió mostrando una sobria deferencia que sugería que en el proceso de asado de los capones, cuyos despojos había observado con envidia, había disfrutado de un «pellizco».
A pesar de los vagos recuerdos de una velada agradable, Drinkwater se despertó con la desagradable sensación de que algo no iba bien. Le dolía la cabeza, no estaba acostumbrado a ingerir aquellas cantidades de vino, pero había algo más. Buceó en su memoria en busca de alguna pista para su malestar. Al principio, pensó que había cometido alguna grosería. Su estómago se encogió ante la posibilidad de una indiscreción en presencia del almirante. La silueta que se le acercaba cruzando la sombría cubierta inferior le hizo recordarlo todo.
Morris venía a recordarle su guardia en el puente. El farol emitía una luz demoníaca sobre aquel rostro. El resto de su cuerpo era invisible en la oscuridad del sollado. La espectral figura encontró a Drinkwater despierto y escupió un torrente de improperios en un susurro sibilante. Nathaniel estaba paralizado por el miedo y se sentía aún más vulnerable al estar tumbado boca abajo. Los celos y el odio ardían dentro de Morris, enfrentados al miedo que le producía lo que Drinkwater sabía de su comportamiento. El conflicto resultante era una emoción poderosísima que bullía dentro de sí como un volcán de ira terrorífica e intimidante.
– ¡Vamos, comemierda! ¡Levántate y lleva tu grasiento trasero a cubierta! ¡Maldito holgazán!
Drinkwater no respondió y se limitó a encogerse, desprotegido, bajo su manta. Morris lo observó un segundo y la malevolencia de su mirada parecía tener vida propia. Con un movimiento rápido y preciso, Morris sacó su cuchillo y la luz gris del farol se reflejó en su hoja. Durante apenas un instante, Drinkwater, inexplicablemente, se dio cuenta de que no tenía miedo. Sólo aguardó, en tensión, lo inevitable. Morris dio un tajo con su cuchillo. El cabo del coy se partió y con un áspero ruido, Drinkwater cayó sobre la cubierta. Luchó por desembarazarse de la manta y, cuando lo hizo, vio que estaba solo en la chirriante oscuridad.
En cubierta, un fuerte aguacero resbalaba sobre Spithead, acompañado por un cortante viento. Drinkwater se estremeció y se envolvió en su capote. Aún no se apreciaba el amanecer y la silueta de Morris apenas se distinguía, acurrucado al inútil abrigo del aparejo de mesana.
La silueta se movió y se dirigió hacia Drinkwater. La cara de Morris, en penumbra, estaba ahora más cerca. El guardiamarina de primera agarró el brazo del muchacho. Los salivazos insultaban la mejilla de Drinkwater.
– Escúchame bien -le dijo Morris entre dientes-, porque seas un cabrón lameculos, no te pases de la raya. Threddle no ha olvidado los azotes y ni él ni yo hemos olvidado a Humphries. Así que recuerda bien lo que te digo. Porque lo digo por algo.
La vehemencia de Morris era irrefrenable. Drinkwater se encogió por el sonido de su voz, por los salivazos y por la mano despiadada que lo aferraba con fuerza. Morris le dio un rodillazo en la ingle. El dolor le impedía respirar.
– ¿Lo entiendes, maldito comemierda? -le interrogó Morris, sin rastro de duda en su voz.
– S… sí -susurró Drinkwater, doblándose por el dolor y las náuseas, mientras la cabeza le daba vueltas. De entre la penumbra barrida por la lluvia, surgió otra silueta. Durante un angustioso momento, Drinkwater creyó que era Threddle, pero la voz de Tregembo le preguntó:
– ¿Todo bien, señor Drinkwater?
Sintió el desconcierto de Morris y luego como relajaba su mano al incorporarse. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas pero consiguió tranquilizarse lo suficiente para decir:
– Sí, gracias.
En tono cortante, Morris dio sus instrucciones para la siguiente guardia.
– Esta noche se exime a los tenientes de las guardias. Todos a cubierta cuando suenen las tres campanadas.
Uno de los suboficiales se acercó con la ampolleta de media hora en la mano. El cristal inferior estaba casi lleno.
– Ocho campanadas, señor Morris.
– Dé el aviso.
– Sí señor.
Eran las cuatro de la mañana.
Una vez se hubo ido Morris, Drinkwater se dirigió a la banda de barlovento. La lluvia humedeció e hizo escocer su rostro. Aquello le alivió. El dolor de la ingle remitió y ya no le pesaba tanto la cabeza. Entonces, le embargó una oleada de náuseas. El dolor, el vino y el asco le hicieron vomitar sobre las aguas sibilantes y oscuras de Spithead. Después se sintió mejor. Seguía mirando a barlovento, agarrándose al pasamanos. Se despreciaba. ¿Por qué no se había defendido de Morris? Aunque sólo fuera por una vez. Tenía que afrontar el hecho de que estaba asustado y de que no aplicaba sus valientes decisiones que iba descartando, una y otra vez, a la espera de una mejor oportunidad. Ahora tenía una. Morris lo había agredido. Había tratado de pasar inadvertido con la esperanza de que así Morris lo dejaría tranquilo. Pero Morris jamás haría eso…