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– ¿No considera usted que la manifestación de la lujuria es una «función básica del organismo»? -le preguntó Devaux, guiñándole un ojo a Price, quien lucía una apreciable palidez.

– El honorable John Devaux me plantea una pregunta para la cual un hombre de su erudición tiene ya la respuesta.

»La expresión de la lujuria es una manifestación natural del impulso procreador que las sagradas ordenanzas santifican en el tálamo matrimonial. La naturaleza no pretende una proliferación indiscriminada…

– Pero así sucede, doctor -interrumpió de nuevo Price, recobrándose de la impresión ahora que la charla discurría por derroteros no tan médicos.

– Sí, señor Price, y por eso la proliferación de la enfermedad está en boca de todos últimamente. Sin duda, un castigo de nuestro señor.

– ¡Bah! -exclamó Devaux, que ya no escondía su exasperación.

– ¡Nada de bah, señor mío! -continuó Appleby, sin inmutarse-. Aténgase a las pruebas. A la aparición de Cristo sobre la tierra siguió la expansión de la Iglesia, guiada por la divina buena fortuna, y a lo largo de mil años la religión cristiana fue ganando terreno al paganismo. Sólo cuando la Iglesia de Roma alcanzó un estado de corrupción tal que ofendía a Dios, el maligno se dedicó a tentar los corazones humanos con sus malas artes, dando lugar a lo que los hombres educados se complacen en denominar el «Renacimiento». Así, los hombres se lanzaron en busca del «conocimiento». ¿Y qué fue lo que Colón nos trajo de la fabulosa América? ¡La sífilis!

– ¡Bravo medico!-exclamó Devaux con una risa sardónica-. Una deducción tan sencilla no parece apropiada de un hombre de ciencia cuya profesión se origina en una pesquisa intelectual de semejante calibre, sin la cual no sería más que un desposeído, y que en tal alta estima tiene sus propias opiniones.

– No puedo huir de mi época -replicó el buen cirujano, cuya trágica entonación no se vio ennoblecida por su rechoncha apariencia.

– Suena usted como un condenado wesleyniano de pro, Appleby.

– Quizás sienta cierta simpatía por Wesley4.

– ¡Ah! Entonces, ¡que me aspen si le sirvo más café en esta mesa!… ¿Sí, señor Drinkwater? -inquirió, dirigiendo esta pregunta al guardiamarina que había aparecido en la puerta de la camareta.

– Disculpe, señor, pero se acercan varios botes -respondió. El brillo que emitían los ojos de Devaux no hacían sino refrendar con elocuencia la veracidad de las aciagas premoniciones de Appleby.

– Gracias Drinkwater. -El guardiamarina se retiraba ya cuando le dijo-: ¡Drinkwater!

– ¿Señor?

– Siéntese, muchacho y atienda a estos buenos consejos -dijo el primer teniente, señalando una silla. Drinkwater se sentó y miró a los dos tenientes con expresión desconcertada.

– El señor Appleby tiene que decirle algo, ¿no es cierto?

Appleby asintió, puso ordenó sus ideas y comenzó su asedio del guardiamarina.

– Mire, joven, el primer teniente se refiere a cierto contagio que es mejor evitar y, para ello, nada mejor que la abstinencia total…

Devaux observó la expresión horrorizada de Drinkwater y, luego, encasquetándose el sombrero de tres picos, le hizo un gesto a Price y los dos tenientes abandonaron la camareta.

– … abstinencia… total, y le suplico de todo corazón que se concentre e intente cumplir con ello lo mejor que pueda…

La llegada de las mujeres convocó en cubierta a toda la dotación. Los hombres asomaban la cabeza por encima de los coyes, se doblaban sobre las portas y trepaban por el velamen inferior para echar una lasciva mirada sobre las chalanas que cabeceaban en los costados.

Ni por un segundo los hombres se pararon a pensar en que lo que estaba a punto de suceder no era adecuado sustituto del tradicional permiso que, de todas formas, no habrían de obtener pues se temía su deserción. La preocupación más inmediata era sucumbir al desenfreno.

Entonces, las mujeres y la ginebra subieron a bordo.

Wheeler y los infantes de marina acometieron un simbólico esfuerzo por mantener el orden pero, según la vieja usanza de la Marina, se permitía subir a bordo a todo tipo de mujeres y se hacía caso omiso de cualquier ofensa cometida en estado de ebriedad o de fornicación. Por ello, era inevitable que la mayor parte de las mujeres fuesen prostitutas y que la cubierta derivase en un instantáneo caos de orgía desesperada. Había mujeres de todas las edades: rameras ordinarias de aspecto cansado y afeites excesivos, enfundadas en arrugados y ajados vestidos, cuyo vocabulario no se extendía más allá del «guapo marinerito»; y mancebas de estragada juventud, con una inexpresiva mirada que transmitía cuán desesperado resultaba aquel negocio de la supervivencia.

Algunas eran esposas auténticas. Las mayores estaban acostumbradas a sus hermanas de oficio, pero a las dos o tres más jóvenes les había impresionado y horrorizado la sórdida mugre de la cubierta. Quizás hubiese en la dotación algún pobre meritorio, forzado por la leva a ingresar en la Marina, que recibía a su esposa en aquellas inmundas condiciones, una esposa que mostraba ciertas maneras refinadas. Estas mujeres no tardaban en convertirse en el blanco de las despiadadas burlas de las demás, empeorando así la terrible realidad pues, probablemente, a sus esposos les habría resultado difícil ocultar sus refinados orígenes. Las esposas legítimas eran fáciles de reconocer en el portalón, por su actitud, ya que agitaban sus certificados y pases ante los centinelas.

Las esposas buscaban con la mirada a sus maridos y evitaban atender las propuestas lascivas y codiciosas de los marineros. Para algunas, la travesía concluía con una batalla campal. Puesto que no todos los maridos esperaban que se presentasen allí, varios hombres se habían lanzado a copular con las prostitutas. Una criatura de enorme tamaño, la desposada de un pañolero de escotas, encontró a su hombre metido en faena entre dos cañones del doce. Fustigó el agitado trasero del hombre con lo que quedaba de su sombrilla, al tiempo que emitía una retahíla de soeces improperios. Rápidamente, fue rodeada por un grupo de marineros y mujerzuelas que con sus vítores animaban al trío a continuar. La mujer dejó los azotes y le pegó unos generosos lingotazos a la botella de ginebra que alguien le había ofrecido. Mientras tanto, el hombre había terminado y, con gran alboroto, la muchacha salió arrastrándose de debajo de su cuerpo, cubriéndose apresurada. Estiró la mano reclamando su dinero, pero cambió de idea cuando vio la expresión de la esposa. Consiguió esquivarla escondiéndose bajo uno de los cañones mientras la esposa ofendida aullaba:

– ¡Venga! ¡Furcia inmunda! ¡Atrévete a tocar ese dinero! ¡Mi dinero! ¡No eres tan buena como para reclamarlo!

Al oír este comentario, el pañolero agarró el brazo de su mujer y le propinó una bofetada en la boca mientras le decía:

– ¿Y cómo demonios vas a saber tú eso, Polly?

La multitud de mirones se disolvió poco a poco ya que la escena había dejado de pertenecer al ámbito público para entrar en lo personal.

Durante todo el día tuvo lugar aquella marea carnal. El poco dinero que tenían los hombres pronto pasó a los bolsitos de las mujeres. El señor Copping, el contador, para no desmerecer a los de su estirpe, se acomodó tras una mesa donde los impacientes podían firmar una garantía por la cual cedían parte de su paga o del dinero del botín a cambio de un anticipo en efectivo. Fue así como muchos se excedieron en los dictados de la prudencia; al fin y al cabo, los favores de las mujeres eran una necesidad mucho más apremiante. Por ello los contadores eran una tribu muy odiada, aunque adinerada la mayoría de las veces.