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Lloró en su coy lágrimas de amarga soledad. Sus sueños de gloria y de servicio a un país agradecido se fundieron en un llanto desesperado y, en su desdicha, buscó refugio en imágenes del hogar. Recordó a su madre, angustiada por ver a sus hijos abrirse camino; y también su gozo cuando el rector se presentó con una carta del familiar de un amigo, un tal capitán Henry Hope, en la que aceptaba a Nathaniel como guardiamarina en la Cyclops. Cuál no fue su alegría al ver que su primogénito había logrado, al menos, la respetabilidad de los oficiales al servicio del rey.

También lloró por su hermano, el indomable y despreocupado Ned, siempre metido en problemas y a quien el propio rector había azotado por robar manzanas. El mismo Ned con quien solía adiestrarse con el sable de madera por los campos de Barnet y del que su madre solía exclamar, desesperada, que sólo la mano dura de un padre lo convertiría en un caballero. A Ned esto le había hecho gracia; se había reído y sacudido la cabeza, pero Nathaniel había captado la mirada de su madre al otro lado de la estancia, avergonzándose por la reacción de su hermano.

Nathaniel tenía sólo un vago e impreciso recuerdo de su padre, aupándolo en el aire, un ser que olía a vino y a tabaco y se reía como un loco antes de que se abriese el cráneo al caerse del caballo. Ned poseía toda la pasión temeraria y el amor por los caballos de su padre, mientras que Nathaniel había heredado la fortaleza reposada de su madre.

Pero en aquella miserable noche en que la fatiga, el hambre, las náuseas, el frío y la desesperación asediaron su alma, Nathaniel sufrió las vicisitudes del destino pues, en la oscuridad circundante, su llanto llegó a oídos de su compañero de coy, el guardiamarina de primera.

Al día siguiente, ocho o nueve de los doce guardiamarinas de la Cyclops estaban intentando cenar su budín de guisantes cuando el oficial a cargo del sollado, el señor Augustus Morris, guardiamarina, se irguió solemne a la cabecera de la cochambrosa mesa:

– Caballeros, hay un cobarde entre nosotros -anunció, con un especial brillo malicioso en sus ojos hundidos. Los guardiamarinas, de entre doce y veinticuatro años, se miraron preguntándose sobre quién iba a caer la ira del señor Morris.

Drinkwater se encogía ya porque intuía lo que se le venía encima. Mientras los ojos de Morris barrían las caras atentas, uno tras otro comenzó la observación muda de los platos de peltre y las jarras que se deslizaban por la mesa. Ninguno habría de incitar a Morris, pero tampoco interferiría en cualquiera que fuera su malicioso plan.

– Señor Drinkwater -articuló con sarcasmo-, a fe mía que os corregiré el gusto que mostráis por el lloriqueo, haciendo que supure vuestro trasero. ¡Túmbese sobre ese cofre!

Drinkwater sabía que era inútil resistirse. Al oír su nombre se había puesto de pie, tambaleándose. Miró, enmudecido, el cofre; las piernas le temblaban pero se negaban a moverse. Entonces, una cruel jugarreta del destino hizo que la Cyclops diese una sacudida, descolocándolo todo, y las fuerzas de la naturaleza arrojaron a Drinkwater sobre el cofre. Con un entusiasmo enfermizo, Morris se arrojó sobre él, apartó los faldones de su casaca azul e introduciendo los dedos en la pretina del pantalón, desnudó las posaderas de su víctima desgarrando también la tela de percal. Mucho más que los seis latigazos salvajes que le propinó Morris, el desgarrón se grabó en la memoria de Drinkwater, pues su madre se había afanado con estos pantalones, los dedos artríticos cosiendo con mimo mientras las lágrimas calaban sus ojos por tener que despedirse de su hijo mayor. El joven Drinkwater consiguió sobreponerse y sobrevivir a la travesía hasta Spithead. A pesar del dolor de sus posaderas, hubo de aprender los pormenores del gobierno de un barco de vela, pues las rachas de poniente obligaban a la fragata a virar a barlovento, una y otra vez, en una lucha implacable. Hasta la segunda semana de octubre de 1779, la Cyclops no pudo fondear en St. Helen's Roads, al abrigo de Bembridge.

Apenas había empezado a ciar la Cyclops, con la gavia amurada y el cable deslizándose por el escobén, ya estaba el teniente de tercera pidiendo el esquife del capitán. Morris hacía las veces de contramaestre y apostó a Drinkwater a proa, donde un marinero sonriente le tendió un bichero. El esquife cabeceó siguiendo el cintón del costado de la fragata, enganchado a las cadenas principales. Drinkwater podía oír por encima de su cabeza las fuertes pisadas de los infantes de marina formando en el portalón. Después oyó los sonidos de los silbatos y alzó los ojos. En el portalón aguardaba el capitán Hope, sujetándose el sombrero. Era la segunda vez que Drinkwater le veía cara a cara tras su breve encuentro. Sus ojos se encontraron: sobrecogidos, los del muchacho; indiferentes, los del capitán. Hope se dio la vuelta, se agarró al cabo y se inclinó hacia la embarcación. Descendió por el costado hasta quedar a un pie del cintón y esperó a que el bote se elevase. Luego saltó a bordo, cayendo con muy poca dignidad entre los remos, trepó por la bancada del medio, mientras los marineros se apartaban con deferencia, y se sentó.

– ¡A los remos! -gritó Morris.

– ¡Empujen a proa! -Drinkwater empujó con el bichero todo lo que pudo y al hacerlo se le enganchó en las cadenas. Intentó desengancharlo mientras la proa caía pero no pudo; el mango se le escurrió de las manos y el bichero quedó absurdamente colgado en el costado del navío. Se inclinó y consiguió agarrar el extremo del mango, empapado en sudor por el esfuerzo y la humillación, y al intentar otro fuerte tirón casi se cae por la borda.

– ¡Siéntense a proa! -rugió Morris, y Drinkwater se desplomó, desbordado por la desesperación.

– ¡Ciar, todos a una!

Los remos azotaron el agua y gruñeron en los toletes. En pocos minutos, el sudor oscurecía las espaldas de los remeros. Drinkwater lanzó una mirada a popa. Morris oteaba al frente, asido a la caña. El capitán miraba distraído a babor, hacia las lejanas orillas verdes de la Isla de Wight.

Entonces, una idea golpeó a Drinkwater. Había dejado el bichero enganchado al costado de la fragata. ¡Por todos los santos! ¿Qué iba a utilizar cuando llegaran al buque insignia? Le embargó un pánico repentino mientras buscaba por entre las escotas de proa algún otro gancho: no había ninguno.

Durante casi veinte minutos, mientras el esquife se balanceaba en el mar de espuma y la brisa del oeste hacía salpicar las olas, Drinkwater era la viva imagen de la indecisión agónica. Sabía que se dirigían al buque insignia, el buque de Su Majestad Sandwich, de noventa cañones, donde hasta los marineros contemplarían con desdén el ordinario esquife de la fragata. Cualquier irregularidad detectada en el gobierno de la embarcación sería objeto de chanza, para injuria de la Cyclops. Entonces, le golpeó un segundo pensamiento. Cualquier muestra de impericia marinera afectaría también al señor Morris, y no era probable que Drinkwater saliese indemne de semejante ofensa. La perspectiva de recibir otra paliza aterrorizaba al muchacho.

Drinkwater miró al frente. Allí estaba la costa de Hampshire y los bloques parduscos de las fortalezas de Gosport y Southsea, dorados por el sol, protegiendo la entrada del puerto de Portsmouth. Entre el esquife y la costa descansaba una larga hilera de navíos de línea anclados, con sus gigantescos cascos bajo los mástiles y las vergas alineadas. Grandes enseñas se agitaban briosas a popa y el estridente aleteo de las banderas británicas en los castillos de proa le confería un aire festivo a la escena. Aquí y allá también aleteaba en lo alto el banderín cuadrado de algún vicealmirante o contraalmirante. La luz del sol centelleaba sobre los dorados mascarones y los balcones de proa de los navíos de guerra, que se mecían tranquilos proa al viento. El mar estaba salpicado por embarcaciones pequeñas. Las naves de cabotaje navegaban a vela para evitar arrastrar a los botes, que eran de todos los tamaños imaginables. Las pequeñas lanchas y esquifes transportaban oficiales y capitanes. Las chalupas y cúteres gobernados por minúsculos guardiamarinas u orgullosos ayudantes del segundo oficial portaban pertrechos, pólvora o munición del astillero. Las gabarras y chalupas para el reparto del agua, tripuladas por civiles arrogantes bajo la protección de los trozos de leva forzosa, arremetían contra los navíos de guerra. Parecía interminable el duelo verbal de los capitanes y los ansiosos tenientes de navío que agitaban sus órdenes de aprovisionamiento. Drinkwater no había visto jamás este derroche de energía y actividad. Sobrepasaron un pequeño cúter con media docena de rameras acicaladas, pálidas por el balanceo. Dos de ellas saludaron descaradamente a la tripulación del esquife, que sintió una oleada de lujuria, pues estaban poco habituados a aquellos corpiños rebosantes.