La Meteor hacía su taciturna guardia alrededor de la Cyclops. De vez en cuando, por una porta abierta salía despedida una botella, o unos pololos de mujer, acompañados por un coro de voces y gritos. A la dotación del cúter se la llevaban los demonios y, en un momento, se acercó e hizo señas al alcázar. El ayudante del segundo oficial que gobernaba el bote estaba lívido.
– ¡Señor! -le gritó al teniente Keene-. Sus hombres no muestran respeto alguno. Ahora mismo tres de ellos se están bajando los pantalones desde las portas…
Appleby se unió al alborozado teniente que no se dignó a responder.
– ¿Está seguro de que no hizo usted lo mismo en el puerto de Mahón? -preguntó el cirujano.
No hubo respuesta alguna.
– Les he dado donde más les duele, ¿verdad teniente? -dijo Appleby, mientras el hombre miraba hacia otra parte, malhumorado.
– Si la vista del barco le ofende, señor, vaya a escoltar al resto de la flota, que de aquí poco provecho sacarán.
El ayudante del segundo oficial escupió por la borda e increpó a la dotación del bote diciendo:
– A bogar, malditos zopencos.
Durante el transcurso de la mañana, la esposa del marinero Sharpies hizo acto de presencia en el portalón. Era muy joven y, aunque pocos lo sabían, había hecho el viaje desde Chatham sólo con la esperanza de ver a su marido. El viaje, de una semana de duración, había sido una pesadilla debido a su estado de buena esperanza.
Sharpies la había visto subir a bordo y la abrazó en el portalón entre los vítores sentimentales de sus compañeros de rancho. Nadie se había fijado en la agria mirada del señor guardiamarina Morris, que en aquel momento pasaba por allí. Nadie excepto Tregembo quien, debido a otra coincidencia, estaba buscando a Morris.
Mientras Sharpies y su esposa, abrazados, caminaban sobre los activos cuerpos tumbados sobre la cubierta, ajenos a las parodias que provocaban con su presencia, Tregembo se acercó a Morris y le saludó con una breve reverencia.
– Disculpe señor Morris -dijo con exagerada deferencia-. Traigo órdenes del teniente Keene; vaya con la lancha hasta el buque insignia a recibir las órdenes pertinentes.
Morris le contestó con un gruñido y, entonces, sus ojos mostraron un brillo feroz. Llamó a un ayudante del contramaestre conocido por su «asustadizo» carácter y siguió caminando, mientras convocaba al resto de los hombres. Eran los más indeseables de la dotación de la Cyclops. Unos cuantos, muy ocupados, le respondieron con un «vete al infierno». Morris amonestó a uno o dos, el resto quedó en manos del ayudante del contramaestre.
Al extremo de proa de la cubierta de cañones, Morris atrapó a su presa en su guarida. Sharpies y su esposa yacían tendidos sobre cubierta. Ella recostaba su cabeza en el coy y mostraba una expresión de horror extremo. Su marido, el padre de su hijo, a quien idolatraba, sollozaba entre sus brazos. Le había contado la horrenda historia de Morris, pues de ninguna forma podría presentarse ante ella como hombre sin antes desahogarse. Sharpies no se había percatado de la presencia de Morris hasta que el responsable de su desgracia llevaba allí, contemplando a la pareja, todo un minuto.
– ¡Sharpies! -exclamó Morris en un tono que cortó de cuajo el monólogo de aquel infeliz-. Se reclama tu presencia.
El instinto le dijo a la muchacha quién era el intruso y, con esfuerzo, logró arrodillarse.
– ¡No, no! -protestó.
Morris sonrió.
– ¿Cuestiona mis órdenes?
La muchacha se encaró con Morris, mordiéndose los labios.
– Puedo acusarla de obstaculizar la tarea de un oficial. Se castiga con azotes. Su marido ya es culpable de desobedecer las órdenes por tener un coy desplegado… -Morris le escupió estas palabras a la cara. La amenaza emitida contra su esposa sirvió para reanimar a Sharpies que, con delicadeza, hizo a su mujer a un lado.
– ¿Cuá… cuáles son las órdenes?
– Gobierne la lancha.
El gaviero dudó. No formaba parte de la dotación del bote.
– Entendido -dijo, y luego, dirigiéndose a su mujer, le susurró:
– Volveré.
La muchacha se deshizo en sollozos sobre la cubierta y una de las mujeres de más edad, para quien los guardiamarinas no eran más que gentuza insignificante, intentó consolarla. Morris se alejó seguido por una sarta de improperios.
La lancha se demoró tres horas. Tras un rato, la muchacha, a disgusto con las escenas de la cubierta de cañones, buscó un poco de aire fresco y luz en el puente. Dio con la escala de proa y avanzó a ciegas hacia estribor. La joven asemejaba un pequeño y rutilante remiendo contra las adujas de cáñamo negro amarradas al carril.
Mientras contemplaba las transparentes aguas de Spithead, puso su mano sobre la vibrante vida que crecía dentro de ella. Su corazón a punto estaba de estallar de pena. Los horrores de la semana de viaje se le aparecieron de nuevo, cuando deberían haber quedado enterrados por su felicidad. Le invadió la vergüenza, por su marido y por ella, vergüenza por el hijo nonato y por la profunda degradación a la que un ser humano podía someter a otro. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Sus ojos se posaron, sin verlos, sobre los barcos que mecía la corriente. Aquella muchacha no era más que una pequeña e insignificante parte del precio que Gran Bretaña pagaba por su supremacía marítima.
Pasó algún tiempo antes de que el viejo Blackmore se percatase de la presencia de aquella silueta solitaria a proa. Había excusado a Keene y, con premura, envió a Drinkwater para que la mujer regresase bajo cubierta. Blackmore, formado en la marina mercante, conversaba aún sus prejuicios de oficial civil para rechazar los permisos que permitían la presencia de mujeres a bordo. Suspiró. En la marina mercante, el capitán concedía permiso para desembarcar a toda la dotación. Si querían visitar un burdel, era asunto suyo, y se podía confiar en que todos ellos habrían de regresar al barco. El miedo a la deserción de la Marina impedía conceder ciertas libertades y el resultado era la orgía de alcohol que seguía su andadura entrecubiertas. No había nada que el viejo piloto de derrota pudiera hacer para alterar la lógica desquiciada del Almirantazgo, pero, por todos los diablos, no permitiría que la presencia de una ramera afease la cubierta principal.
Drinkwater se acercó a la muchacha. Tan preocupada estaba que no lo oyó. Nathaniel tosió y al girarse, la muchacha palideció al ver el uniforme. Retrocedió hasta apoyarse en los cabos de cáñamo, imaginándose que estaba a punto de recibir los azotes con los que le había amenazado Morris.
– Disculpe, señora -comenzó Drinkwater, que no sabía muy bien qué decir. Era obvio que la mujer estaba afligida-. Con los saludos del piloto de derrota, tenga la bondad de regresar bajo cubierta…
Ella lo miró desconcertada.
– Por favor, señora -suplicó el guardiamarina-. No se permite la presencia en la cubierta de ninguna de… las señoras. -La muchacha comprendió lo que quería decir y percibió, también, el desconcierto de aquel joven. Recobró el ánimo y le respondió lo único que podía decirle.
– ¿Cree usted que soy una de esas? -le preguntó indignada. Drinkwater dio un paso atrás y la muchacha se animó algo más al percibir su turbación.
– Soy una esposa legítima; puede usted llamarme señora Sharpies, y he viajado una semana para ver a mi esposo Tom… -dudó un instante y Drinkwater intentó tranquilizarla.
– Entonces, por favor señora, por qué no va a verlo y se queda a su lado.
La muchacha se levantó furiosa y exclamó con desdén:
– Nada me complacería más, señor oficial, si usted me lo devolviera, pero está… -dijo mientras señalaba hacia el costado con la mano- en un bote, y yo estoy en estado y he viajado durante una semana sólo para descubrir que le han pegado y, y… -al llegar a este punto, no pudo decir nada más y su valor la abandonó. Dio un paso al frente y se desmayó en brazos del confuso Drinkwater. Entonces, con un fogonazo intuitivo recordó que sabía de la humillación de su marido.