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Llamó a Appleby y el cirujano se acercó resoplando por la pasarela. En un instante se apercibió del estado de la mujer y de su estado nervioso. Appleby le dio golpecitos en las muñecas y envió a Drinkwater a buscar las sales. Tras unos minutos, la muchacha recuperò la consciencia. Mientras tanto, Blackmore se había acercado y exigido una explicación. Cuando Drinkwater se dirigía a buscar el cofre del cirujano, había hecho algunas preguntas y, por eso, pudo decirle al piloto que Sharpies se había ido en la lancha con Morris.

– Pero él no forma parte de la dotación de la lancha.

– Lo sé, señor Blackmore -respondió Drinkwater.

– ¿Acaso Morris lo escogió expresamente?

– Eso parece, señor. -Drinkwater se encogió de hombros y se mordió los labios.

– ¿Sabe usted por qué? -le preguntó Blackmore, que se percataba de que la expresión del guardiamarina estaba empañada. Drinkwater dudó. Su actitud era más elocuente que las palabras.

– Venga, muchacho, si lo sabe, oigámoslo.

El guardiamarina tragó saliva. Observó la consternación de la muchacha, con sus rizos dorados a ambos lados de su bonita cara; parecía una dama en apuros. Drinkwater quemó sus naves.

– Morris ha cometido sodomía con su marido -dijo en voz baja.

– ¿Y Sharpies? -preguntó Blackmore.

– Le obligaron, señor.

Blackmore miró serio a Drinkwater. No le hacía falta seguir preguntando. La experiencia le decía lo que había pasado. Morris podría haber acosado a Drinkwater, incluso haberlo amenazado con violencia física o algo peor. El viejo piloto detestaba la brutalidad que imperaba en la Marina.

– Dejen que la dama tome el fresco -dijo Blackmore bruscamente y giró sobre sus talones para dirigirse hacia el alcázar.

Cuando la lancha regresó, Sharpies se reunió con su esposa. Había soportado tres horas de abusos y ridiculización de Morris y de la tripulación del bote.

Una vez transmitidas las órdenes del Almirante, Morris se dirigió al sollado.

También Drinkwater fue excusado y descendía a la cubierta inferior cuando se tropezó con Tregembo. El marinero sonreía. Tenía en la mano dos espadas de madera de fresno, de tres pies de longitud, con guardamano de madera de rota, cincelado con el manejable escoplo del herrero.

– Aquí tiene, señor -dijo Tregembo. Drinkwater cogió las espaditas.

Drinkwater miró a Tregembo. Era mejor que le contase lo que había pasado en la cubierta superior antes de que se supiese en las inferiores.

– El piloto de derrota sabe que Morris ha sodomizado a Sharpies. Será mejor que tengas cuidado con Threddle…

La cara del marinero se oscureció para dejar paso, luego, a una expresión alegre. Después de todo, el guardiamarina no lo había decepcionado.

– Lo derrotará sin problemas, señor. Buena suerte… -dijo Tregembo. Drinkwater se dirigió bajo cubierta. Había pronunciado las palabras que podrían llevar a un hombre a la horca, palabras que jamás se habría atrevido a decir en casa. Estaba aterido, aterrado pero decidido…

En el sollado, Morris y otros guardiamarinas daban cuenta del rancho y de las jarras de cerveza. El despensero le ofreció un plato a Drinkwater, quien lo rechazó con un gesto; se dirigió hacia su sitio y, aún de pie, aclaró su voz.

Nadie se percató de su carraspeo. Notaba los latidos apresurados en su garganta y la adrenalina incorporándose a su torrente sanguíneo. Seguía sintiendo un frío atroz.

– ¡Señor Morris! -gritó. Ahora sí le prestaban atención.

– Señor Morris, esta mañana usted me amenazó y me golpeó… -Un ayudante del segundo oficial asomó la cabeza por la puerta de lona. La escena del sollado estaba iluminada por dos faroles, incluso a las dos de la tarde. Se podía sentir la tensión. Ya eran dos los ayudantes del segundo oficial que observaban.

Lentamente, Morris se levantó. Drinkwater no vio que, en sus ojos, la aprensión se transformaba en miedo. Estaba demasiado ocupado manteniendo la calma.

– Me golpeó usted, señor -repitió. Arrojó una de las espadas de madera sobre la mesa; chocó contra una de las jarras, derramando su contenido y, durante los segundos que siguieron, el aire se llenó con el gorgoteo de la cerveza derramada por cubierta.

– Caballeros, quizás tendrían la amabilidad de hacerme sitio tras la cena para que pueda vencer al señor Morris con la espada de madera. Entretanto, despensero, por favor, sírvame la cena.

Se sentó, agradecido porque su jarra seguía aún llena. La comida transcurrió en silencio total. Los dos ayudantes del segundo oficial se evaporaron.

Cuando todo hubo pasado, todos coincidieron en que Drinkwater se había mostrado muy amable al advertir con antelación de la pelea. Un grupo bastante numeroso de hombres hizo sitio mientras Drinkwater se quitaba el abrigo y las armas. Los duelistas se quedaron en camisa, Drinkwater tomó su espada de madera y dio un par de sablazos al aire. Había escogido esta arma porque la conocía. En Barnet, era muy apreciada entre los jóvenes, pues imitaba la espada corta de los caballeros, y combinaba su refinamiento con la descarnada brutalidad del palo tradicional. El ayudante del carpintero había hecho un buen trabajo.

Drinkwater observó a Beale mientras empujaba el último cofre hacia el costado.

– Señor Beale, ¿querrá usted ser mi padrino?

– Será un honor, señor Drinkwater -respondió el joven, lanzando una mirada de refilón a Morris.

Morris miraba desesperado a su alrededor. Por fin, uno de los ayudantes del segundo oficial accedió a ser su padrino, para no echar a perder el combate.

Puesto que los duelos eran ilegales a bordo, la elección de arma de Drinkwater resultó fortuitamente oportuna. Aunque le había guiado su manejo de la espada, y por eso la había elegido, cualquier decisión que tomasen los tenientes con respeto al duelo podría ser burlada con la explicación de que se trataba de un mero enfrentamiento deportivo. Por ello, los padrinos decidieron enviar al despensero en busca de Wheeler pues, a pesar de ser un oficial por nombramiento, podían apelar a su vanidad para que presidiera dicho enfrentamiento.

Tenían que enfrentarse en un espacio muy reducido, de unos cinco pies y cuatro pulgadas de alto y quince pies por diez de largo. Los espectadores, pegados a los costados del barco, restringían aún más el área. Se oyó una apuesta y el murmullo de voces excitadas atrajo aún más la atención. En medio de este barullo, hizo su entrada reclamando silencio la resplandeciente figura del teniente Wheeler. Su entrada estuvo acompañada por el desgarrón de la lona pues se apartó el mamparo de proa, aumentado con ello el número de espectadores hasta sumar unos cuarenta. Wheeler miró en derredor:

– ¡Pero qué es este maldito jaleo! ¡Por todos los santos! Traigan más faroles, el maestro de ceremonias debe ser capaz de ver., ¿me oyen?

Los duelistas se situaron enfrentados y Wheeler declamó las instrucciones.

– Bien, caballeros. Normas de la esgrima: golpeen con la punta, sólo en el torso. Desapruebo que se enfrenten a cara descubierta pero, puesto que se trata de un enfrentamiento deportivo -dijo, marcando sus palabras-, no tendré que amonestarles. -Wheeler hizo una pausa.

– ¡En guardia!

– ¿Preparados?

Wheeler recibió las dos respuestas afirmativas con una mueca.

– Comiencen.

Drinkwater tenía las piernas flexionadas, listo para lanzar su estocada, y apoyaba su mano izquierda en la cadera, pues no había espacio para adoptar la posición de guardia. Morris había adoptado una postura parecida. Las gotas de sudor cubrían su frente.

Drinkwater golpeó la espada de Morris y ésta cedió. Lanzó otra estocada y embistió. La punta alcanzó a Morris en el esternón, pero éste golpeó de lado y le habría dado a Drinkwater en la cabeza si no hubiese esquivado la estocada, recuperando su posición.