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Drinkwater observó el barco que crujía a sus pies. Divisó al capitán Hope, no más que una figura lejana y envejecida, tan distinto al primer oficial. El honorable John Devaux era el tercer hijo de un conde, aunque venido a menos, un aristócrata hasta las cejas y, además, liberal. Hope y él eran oponentes políticos y la altiva juventud de Devaux irritaba al capitán. Henry Hope servía en la Marina desde hacía demasiado tiempo como para que se le notase, pues mejor sería no mostrase hostil con el influyente Devaux. En verdad, la valía del joven jamás se pudo en duda. A diferencia de muchos de los de su clase, se interesó por el negocio de la guerra marítima, y no sólo por mera cuestión de supervivencia. Si sus opiniones políticas hubiesen sido diferentes, o el gobierno liberal, la situación de ambos podría haber sido muy distinta. Era éste un hecho que ambos sabían reconocer, por lo que su desacuerdo no se manifestó jamás más que de forma velada.

En cuanto a la Cyclops, se había acomodado como cualquier otro navío sometido al sistema de leva. La dotación fue adiestrada por los oficiales de artillería, y se practicó el sistema de señales hasta la extenuación con el objetivo mantener el orden entre los indisciplinados mercantes. Al fin, tanto el capitán como su primer oficial coincidieron en que el sistema funcionaba aceptablemente. Hope no albergaba ilusiones de alcanzar la gloria, por lo que su carácter no mostraba fanatismo alguno. No pedía más que sus oficiales fuesen capaces y su tripulación, servicial.

Para Nathaniel Drinkwater, que dormitaba a lo alto, la Cyclops era todo su mundo. La mejora del tiempo y su juvenil capacidad de adaptación hicieron que sus dudas se fuesen evaporando. Poco a poco aprendió que, de hecho, se podía sobrevivir en un lugar como la camareta de los guardiamarinas. Aunque detestaba a Morris y odiaba a varios de los miembros de más antigüedad con los que compartía rancho, la mayoría no eran sino muchachos bastante agradables. Se llevaban bien y soportaban el acoso de Morris con entereza, compadeciéndose del odio que les producía.

Drinkwater reverenciaba al teniente Devaux y sentía un gran respeto por el viejo oficial de derrota, Blackmore, cuyas tareas incluían la instrucción de los guardiamarinas en los rudimentos de navegación, el mismo respeto que podría haber sentido por su padre, de haber seguido vivo. Lo más parecido que tuvo a una amistad fue con el gaviero Tregembo, que manejaba el cañón giratorio en la cofa del trinquete durante las acciones de guerra. Tregembo resultó ser una fuente inagotable de sabiduría e información sobre la fragata y sus pormenores. Era de Cornualles, de edad incierta, y, tiempo atrás, un guardacostas había apresado el lugre de su padre en el Lizard con un cargamento sospechoso en el pañol del pescado. Su padre ofreció resistencia armada a los oficiales y terminó en la horca. Como acto de clemencia, se le impuso a su hijo una sentencia menor (la leva forzosa) que, según afirmaron los magistrados ante el tribunal, mitigaría el dolor de la esposa del ruin contrabandista. Tregembo casi no había vuelto a pisar tierra desde entonces.

Drinkwater sonrió. Allí arriba, en su pequeño reino, exudaba juvenil satisfacción. En la cubierta sonó una campanada. Estaría de guardia en quince minutos. Se puso en pie y miró hacia arriba. Por encima de su cabeza, el mastelero se unía con las juanetes y en el tope estaba el vigía. Entonces, tuvo la ocurrencia de ascender hasta el tope y, desde allí, deslizarse por la burda hasta cubierta. El largo descenso supondría una impresionante exhibición de su habilidad como marino. Así pues, comenzó a escalar.

Alcanzó el tope y se sentó a caballo sobre la verga de la juanete. A sus pies, la Cyclops se balanceaba con suavidad. Las velas hinchadas interrumpían la vista de la cubierta, pero la jarcia le brindaba una buena perspectiva, pues cada cabo llegaba hasta su cornamusa o cáncamo correspondiente.

El vigía le hizo sitio y Drinkwater miró alrededor. El círculo azul de la mar estaba moteado por unos doscientos puntitos blancos que navegaban en dirección sur. Más allá, perdiéndose ya en el horizonte, patrullaban las fragatas más adelantadas. Tras ellas se veían los oscuros cascos de los navíos de línea ordenados en tres divisiones, con algunas tracas aún amarillas que pronto serían uniformes. En medio de la columna central navegaba el Sandwich del almirante Rodney, el responsable de toda aquella demostración de fuerza. Tras los buques de guerra, las naves auxiliares de la flota, un par de cúters y una goleta, seguían su estela como un perrillo faldero. Detrás de todos ellos se extendía el enorme convoy de mercantes y de buques de transporte de tropas y pertrechos, escoltados por cuatro fragatas y dos corbetas de guerra. La posición de la Cyclops, que navegaba siguiendo la costa, la convertía en la fragata más cercana a la retaguardia de los navíos de guerra y en la nave más avanzada de todo el convoy.

Desde su posición privilegiada, Drinkwater miró a babor. A unas ocho o nueve leguas, matizada por el tono pardusco del sol de poniente, se divisaba la costa de Portugal. Sus ojos recorrieron la línea del horizonte y cuando estaba a punto de bajar a cubierta, algo le llamó la atención. En lontananza, se adivinaba un minúsculo puntito blanco por el través. Le hizo un gesto al marinero y señaló.

– Un barco, señor -respondió el marinero como si tal cosa.

– Sí, yo daré el aviso -y luego, con el mayor aplomo del que fue capaz, gritó:

– ¡Cubierta!

Muy amortiguada por la distancia, se oyó la voz del tercer oficial, Keene:

– ¿Qué sucede?

– ¡Barco a la vista, ocho grados a babor!

Drinkwater asió la burda e inició su espectacular descenso, aunque nadie se percató de ello por el revuelo que causó el barco desconocido.

– Envían una señal, señor -le comunicaba el oficial Keene al capitán Hope cuando Drinkwater llegó a popa.

– ¿Y bien?

– Nuestro número. Perseguir.

– Responda -dijo el capitán-. Señor Keene, viento en popa.

Drinkwater ayudó a preparar la señal de respuesta mientras el oficial gritaba sus órdenes por la bocina. Los ayudantes del contramaestre apremiaban a la dotación. Se elevó el timón. La Cyclops osciló hacia el este, las brazas se deslizaron con rapidez por las poleas mientras las vergas viraban en redondo.

– A toda vela, si es tan amable, señor Keene.

– ¡Entendido señor! -La voz del oficial sonó entusiasmada y un gran alborozo recorrió el barco. Libre de toda obligación de mantener su puesto, la fragata desplegó sus alas. Se soltaron los puños de escota y los brioles de sus cornamusas y los gavieros se apresuraron por los pujámenes, desplegando las velas. Los ayudantes del segundo oficial se situaron en los brioles de cada vela e hicieron señas a cubierta, donde se dio la orden de sujetar empuñiduras. Las juanetes se hincharon, se fruncieron y se hincharon de nuevo a medida que los marineros del combés enderezaban las drizas y las vergas se elevaban desde los tamboretes. La Cyclops se escoró por el viento, la jarcia de cáñamo se estiró y el navío se estremeció suavemente al ganar velocidad. La fragata surcó el oscuro Atlántico dejando tras de sí una uve perlina que surgía bajo el espejo de popa.

En cubierta, hubo cambio de guardia y el combés se vació al regresar bajo cubierta los hombres que habían subido con el alboroto.

Drinkwater se dio cuenta de que el capitán le miraba fijamente.

– ¿Señor? -se arriesgó.

– Señor…

– Drinkwater, señor.

– ¡Ah! Señor Drinkwater, ¿cree usted que podría subir al tope del palo trinquete con un catalejo y ver si se distingue algo?

– Desde luego, señor. -Drinkwater cogió de un estante un catalejo muy abollado donado por la generosidad de una Junta Naval para el uso exclusivo de los «jóvenes caballeros» de a bordo, e inició su ascenso por la jarcia del palo trinquete.