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– Del teniente Skelton, señor.

– Bien, será mejor que contemos con Keene y, sin duda, ninguna cena en la Cyclops estaría completa sin la presencia de un orador de la talla del cirujano. Tenga la bondad de ocuparse de ello. Y ahora, señor Drinkwater, veamos las cartas…

Los hombres se inclinaron sobre la mesa mientras sus cuerpos se movían a compás de la fragata.

– Nuestro destino -comenzó el capitán- es la desembocadura del río Galuda, aquí, en Long Bay. Como pueden ver, hay una barra, pero en la propia boca del río se halla un pequeño fuerte: el fuerte Frederic. Nuestro cometido es navegar río arriba, aprovisionar a la guarnición con los suministros y la munición que precisen, y entregar cierto paquete a algún representante. Los pormenores de todo esto están en conocimiento del señor Devaux y no es preciso citarlos aquí. -Hope se detuvo y se secó la frente antes de proseguir-. Cuando nos acerquemos a la costa, enviaremos varios botes para medir la profundidad del canal hasta el fondeadero.

Devaux y Blackmore asintieron.

– Para estar prevenidos, tocaremos zafarrancho de combate en cuanto entremos en el río y pondremos un esprín en la cadena del ancla al atracar. No pretendo quedarme ni un segundo más de lo absolutamente necesario, pues temo que nuestro último adversario nos busque y esta vez con refuerzos.

Hope dio unos golpecitos a la carta con el compás.

– ¿Alguna pregunta, caballeros?

Devaux se aclaró la garganta antes de decir:

– Si lo he entendido bien, a usted le inquieta esta misión tanto como a mí.

Hope no contestó, se limitó a mirar fijamente al teniente.

– Me desagrada esta operación. Hay algo raro, yo…

– Señor Devaux -respondió Hope irritado-, no forma parte de su cometido cuestionar las órdenes; imagino que sus señorías sabrán lo que hacen.

Hope habló con una convicción que estaba lejos de sentir y sus propios recelos le confirieron a su voz un tono áspero que pecaba de severidad.

Pero Devaux no conocía las circunstancias en que Hope había recibido sus órdenes. Para él, Hope ya no era el hombre que había remolcado a la Santa Teresa desde el bajío de San Lucar. Las tediosas semanas de patrulla le habían producido hartazgo, su preocupación por el dinero del botín había conseguido agotarle y se había enterado gracias a Wheeler de cómo Hope y Blackmore se habían refugiado detrás de las bayonetas en la reciente lucha. La reacción de Devaux estaba preñada de cinismo porque también él había sufrido las mismas presiones por motivos parecidos. Pero ahora veía a Hope como a un tímido anciano, que obedecía ciegamente las órdenes dictadas por un odiado conciliábulo conservador… Conseguía dominar su impaciencia con dificultad, los acontecimientos habían jugado en su contra.

– Con el debido respeto, señor, ¿por qué hemos de llegar hasta este remoto lugar para perjudicar la economía rebelde con billetes falsos?

Blackmore levantó la mirada con un repentino interés y Drinkwater tuvo el suficiente sentido común como para no mover ni un solo músculo. Hope abrió la boca para protestar, pero Devaux continuó.

– Por qué no hacerlos llegar por Nueva York, donde los agentes del comandante Clinton tendrán una cámara de compensación. O quizás Virginia, de donde procede realmente la riqueza rebelde. Incluso Nueva Inglaterra es una mejor opción que las Carolinas…

– ¡Señor Devaux! Debo recordarle que lo que le conté fue en absoluta confianza, pero dado que carece usted de autocontrol, atributo que consideraba innato a los de su clase, voy a explicárselo, tanto para su propio beneficio como para el de estos caballeros. Debo pedirles que traten este asunto de forma confidencial. Las Carolinas están en manos de lord Cornwallis, señor Devaux. Presumo que los billetes son para él. Creo que está ampliando el campo de operaciones tierra adentro, siguiendo órdenes del mayor Ferguson, donde, supongo, se precisa el dinero. Eso es todo, caballeros.

Drinkwater dejó la cámara con una profunda inquietud. Sabía que su presencia había sido motivo de embarazo para el capitán Hope, que le habría respondido al teniente con mayor seriedad de no haber estado presente el guardiamarina. Pero no se trataba sólo del mero distanciamiento entre el capitán y el primer oficial. Achilles le había contado historias muy raras en el sollado, historias que no cuadraban con el resumen que había hecho Hope de la situación militar en las Carolinas.

Tras reflexionar sobre el asunto, Drinkwater buscó a Wheeler y le consultó al respecto. Se trataba de traicionar la confianza del capitán pero, dadas las circunstancias que parecían reinar en la costa, sintió que ese era su deber.

– Bien, mi joven muchacho, será mejor que vayas y tengas unas palabras con tu amigo, ese que afirma ser… ¿cómo has dicho?… ¿tu sirviente?

– Eso es lo que dice, dice que le salvé la vida.

– Haz que venga a la cámara de oficiales.

Descubrieron que Achilles era un hombre inteligente y que había sido esclavo en una plantación. Cuando las autoridades militares británicas ofrecieron la libertad a todos los negros que se levantaran en armas contra los rebeldes, Achilles había escapado sin demora y obtenido puntualmente su libertad. En poco tiempo, consiguió un puesto de criado de un teniente del 23 Regimiento de Infantería, pero se separó de su amo en la batalla de Camden y, por ironías del destino, fue capturado por el hijo de su antiguo dueño, para entonces capitán del batallón de la milicia que más tarde se embarcaría en La Creole.

Su posición privilegiada, su gran agudeza y su inteligente capacidad de observación le habían convertido en el favorito de los oficiales del 23 Regimiento, y por ello conocía muchas de sus conversaciones. En consecuencia, disfrutaba de una idea bastante acertada del estado militar que imperaba en Carolina del Sur. Wheeler intentó sonsacarle la máxima información posible. Poco le costó, puesto que Achilles sentía un gran respeto por los soldados con espléndidas casacas color escarlata y, además, disfrutaba cuando le prestaban atención y los entretenía, pues la descuidada imparcialidad de los soldados contrastaba con la ferocidad de su antiguo amo.

– Sí, señor, esta guerra no es buena, señor. No hay suficientes soldados profesionales en las Carolinas, señor. El tal mayor Ferguson, es un buen soldado, señor, pero las milicias conservadoras están todas desperdigadas y no se juntaron después de que el mayor Ferguson muriese en King's Mountains.

Wheeler silbó. Así que el inteligente Patrick Ferguson estaba muerto. El mejor tirador del ejército británico, el que había inventado el fusil de retrocarga, el que blandía su espada con la mano izquierda al perder el uso de la derecha en Brandywine: había muerto. El marinero negro movió los ojos dolorosamente.

– ¿Y qué hay de lord Cornwallis, Achilles?

– También es un buen soldado, señor. Le dio una buena zurra al yanqui rebelde ese, Gates, en Camden. Gates montó su caballo durante sesenta millas después de la batalla, ¡oh sí, señor! Pero el pobre Achilles, señor, me puse en el lado malo de los árboles y me tropecé con el hijo de mi antiguo amo, que está muy loco, porque me escapé corriendo de los casacas rojas…

– Sí, ya, Achilles, eso ya nos lo has dicho, pero, ¿qué hay de su señoría?

– Siguió adelante -dijo el negro, sentándose muy derecho y haciendo pequeños movimientos con sus brazos, como si estuviese caminando- y sigue luchando, pero nunca para… así que los oficiales del 23… ellos dicen que nunca gana nada.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, señor. Después de que el general Gates regresase al maldito Congreso, con el rabo entre las piernas, enviaron al general Greene y este general, también un soldado muy bueno, ganó y se hizo pasar por rebelde… porque todos los oficiales del 23 lo decían, señor -dijo Achilles poniéndose a la defensiva, como si al mostrar admiración por Greene pudiesen creer que simpatizaba con los rebeldes. Entonces, un perplejo Achilles continuó con su relato: