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– Ferguson está muerto -dijo Wheeler, en tono neutral.

Appleby arqueó las cejas implorando al cielo por la nueva interrupción.

– «Oh no, no, no, así no me gusta, Benjamin. Acércame ese mapa; veamos, ¿cuál de estos trocitos es Carolina? ¡Ah, sí! Bueno, ¿y por qué no ahí?» -Con los ojos cerrados, Appleby señaló con su dedo sobre el mantel de damasco a un mapa imaginario-. «¡Eso es, Benjamin! Ahí está bien. Ocúpate de todo, pues son ya las cinco en punto y me debo al juego, una o dos horas de relajación…». Recoge su sombrero y sale. -Appleby se reclinó por fin en su silla, sonrió con autosuficiencia y cruzó las manos sobre la tripa.

Varios oficiales aplaudieron lánguidamente. Todos ellos sonreían petulantes con el generoso desdén que los marinos reservaban para los políticos; después de todo, según parecían decir aquellas sonrisas, qué podemos esperar…

Hope tenía que disipar aquellos pensamientos de las mentes de sus hombres. Era una actitud que engendraba despreocupación.

– Encuentro su valoración muy divertida, señor Appleby, pero incorrecta. No puede decirse que sea una novedad que en una guerra naval se le ordene a una fragata como la Cyclops desempeñar una parte que a nosotros nos parece incomprensible. La propia esencia de la Marina está fundamentada en la observancia de unas órdenes sin las cuales nada puede alcanzarse.

– Señor -dijo Devaux, lenta y deliberadamente-, el teniente Wheeler ha interrogado al negro que se rindió en La Creole. Según dice, las Carolinas se encuentran en un estado de máxima confusión y que nadie sabe quién va ganando. Lord Cornwallis no dispone de los hombres necesarios para hacer nada más allá de defender algunas posiciones y perseguir a los rebeldes.

Hope ya había oído suficiente.

– Señor Devaux -dijo, casi gritando-, ¿qué espera que diga un maldito negro? Es un rebelde. ¿Cree que nos va a decir que estamos ganando?

Pero Devaux estaba igual de airado.

– ¡Por el amor de Dios! ¡Escúcheme, señor! -dijo con vehemencia-, en primer lugar, es leal al rey y tiene un certificado que así lo atestigua, y no es este un logro menor teniendo en cuenta que ha estado entre rebeldes; y en segundo lugar, es un esclavo por nosotros liberado, con pocas probabilidades de simpatizar con los rebeldes y someterse voluntariamente a la esclavitud; y en tercer lugar, ha servido como ordenanza de uno de los tenientes del 23 Regimiento de Infantería.

– Y supongo -replicó Hope con tono sarcàstico-, que considera todo ello prueba fehaciente de que dice la verdad.

Hope estaba verdadera y profundamente enfadado. Enfadado con Devaux y Appleby por hacerse eco de las dudas que albergaba su propio corazón, consigo mismo por someterse dócilmente a los halagos de Edgecumbe y a las cuatro mil libras del dinero del botín que en esa parte del océano no le servían para nada, y con el sistema en su conjunto, que había creado esta ridícula situación.

– El tiempo dirá, señor, quién de los dos está en lo cierto.

– Quizás así sea, señor, pero eso no impedirá que cumplamos con nuestro deber -exclamó el capitán, lanzando furibundas miradas a los oficiales. Sus esquivas miradas y avergonzadas expresiones consiguieron exasperarle aún más.

Se puso en pie y los oficiales se levantaron apresuradamente.

– Usted, señor Devaux, tome las medidas de precaución que crea convenientes. Buenas noches, caballeros.

El sonido de las sillas al arrastrarse y el murmullo de la retirada acompañaron la marcha de los oficiales. Las palabras de Devaux sonaban en sus oídos: «El tiempo dirá, señor, quién de los dos está en lo cierto».

El problema era que Hope ya lo sabía.

Drinkwater dejó la cena con la desagradable sensación de que había presenciado algo que no debería haber visto. Hasta el momento, había considerado que la posición de Hope era irrebatible y estaba escandalizado por el ataque directo de Devaux. Además, le habían sorprendido las risillas de algunos de los invitados, sobre todo Devaux y Wheeler, que parecían, en cierta forma, complacidos con lo que habían conseguido. Pero, quizás, lo que mejor recordaba era el rostro de Blackmore. La cabellera blanca del anciano lucía recogida con severidad y su rostro contempló al guardiamarina con una expresión imperturbable, como si estuviese contemplando el mascarón de proa. La expresión que mostró al mirar hacia Wheeler y Devaux era de un desdén absoluto.

Drinkwater siguió a Cranston bajo cubierta. Entre las sombras, un brazo le agarró el codo. Su exclamación fue silenciada por una cara que sostenía un autoritario dedo ante los casi invisibles labios. Era Sharpies.

– ¿Qué quieres? -le preguntó Drinkwater entre susurros, incapaz de liberarse de la aprensión engendrada por la reciente conversación. En cierta forma, la aparición de Sharpies, al que había ignorado durante meses, no le sorprendió.

– Disculpe, señor. Debería saber que creo que Threddle y el señor Morris están tramando algo, señor. Pensé que lo debería saber, señor. -Drinkwater sintió que se aflojaba la presión sobre su brazo y Sharpies se desvaneció en las sombras.

Drinkwater entró en el sollado.

– Así que ya has vuelto de tu cenita a la mesa del capitán, ¿eh?

La voz de Morris estaba inyectada de veneno. Al principio Drinkwater no contestó. Luego, como sabía que Cranston todavía seguía allí, decidió azuzar a su enemigo.

– Dígame, Morris. ¿Por qué me odia?

– Porque tú, lameculos, vales menos que la mierda de perro, pero no me has dado más que problemas desde que llegaste a bordo. Eres un cabroncete insufrible.

Drinkwater apretó los puños y lanzó una rápida mirada hacia Cranston. Este estaba trepando a su coy, con desinterés.

– Exigiré una satisfacción por esas palabras cuando lleguemos a Nueva York.

– Ya, pero no ahora, ¿verdad? No eres tan valiente sin tu maldito garrote, ¿eh? Andas con más cuidado desde que te agenciaste a esa zorrita en Falmouth, ¿verdad? O quizás ahora te relacionas con oficiales, ese Wheeler es bastante guapo, ¿verdad?

Drinkwater palideció cuando oyó mencionar el nombre de Elizabeth, pero contuvo su rabia. Vio a Cranston, sentado en su coy, diciendo que no con las manos. Morris se estaba internando en una espiral propia de violenta furia; de su boca manaba un torrente de improperios entre los que incluyó toda cuanta obscenidad conocía su fértil y retorcida imaginación. Drinkwater cogió su capote y subió a cubierta.

– ¿Por qué no cierras tu sucia bocaza, Morris? -preguntó Cranston desde las sombras.

Pero Morris no oyó a Cranston. El odio, una aversión ciega e irracional, quemaba su corazón con la intensidad de una fiebre. No podía haber justificación alguna para dicha amarga emoción, como tampoco la había para el amor. Lo único que sabía Morris, por sus propios errores, era que Drinkwater representaba todo cuanto frustraba su ascenso profesionaclass="underline" competencia, atractivo, afabilidad y esa manera de inspirar lealtad en los demás, todas ellas cualidades de las que carecía.

Morris era víctima de sí mismo, de sus propios celos, de su sexualidad y de todo cuanto ello implicaba. Quizás era el principio de la enfermedad lo que alteraba su equilibrio mental, o quizás los amargos frutos de una pasión retorcida y perversa; un amor frustrado que sufría ya las enrevesadas consecuencias de la tortura autoinflingida por su propia perversidad.

…y la fortuna otra

Marzo-abril de 1781