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Su voz fue ganando fuerza pero antes de que pudiera decir algo más, Sharpies gritó: -¡Fuego!

Durante, quizás, una décima de segundo, Morris dudó pero, luego, la pica de abordaje le hizo contraer los músculos involuntariamente. La pistola se disparó y la cara de Threddle se desintegró.

Nadie se movió durante, quizás, treinta segundos.

– ¡Dios mío! -pudo decir Drinkwater por fin-. ¡Qué demonios has hecho, Sharpies!

El hombre se dio la vuelta. Una pueril y breve sonrisa se le dibujada en la boca. Sus ojos parecían charcas profundas en la cercana noche, charcas de lágrimas. Cuando consiguió hablar, su voz salía entrecortada por los sollozos.

– Vino con el correo, señor Drinkwater, el correo de la Galatea, la carta que me decía que mi Kate había muerto. Dijeron que murió al dar a luz, pero yo sé que no es cierto, señor. Sé que no es cierto.

Drinkwater consiguió dominarse al fin.

– Lo siento, Sharpies, lo siento mucho… y gracias por ayudarme. Pero, ¿por qué mataste a Threddle?

– Porque no era más que un pedazo de mierda, señor -dijo simplemente.

Morris levantó los ojos. Su rostro era pálido como la nieve. Comenzó a tambalearse en dirección al campamento. Con una última ojeada a Threddle, Sharpies lo siguió y, luego, al sentir que Drinkwater se quedaba atrás, giró sobre sus talones.

– A lo hecho, pecho, señor Drinkwater…

– ¿No deberíamos enterrarlo?

Sharpies le contestó en tono despectivo:

– No.

– Pero, ¿qué le voy a decir al primer oficial?

Sharpies le arrastraba ya fuera de aquel claro ensombrecido. Se oyó el sonido de las ramas al caminar sobre ellas. Vieron acercarse a Wheeler y dos infantes de marina, con sus blancos cinturones cruzados brillando en la noche que se avecinaba, rodeando a Morris.

Sharpies soltó la pica de abordaje.

Ambos grupos se encontraron.

– ¿Qué sucede? -inquirió Wheeler mirando a Morris, que aún tenía la pistola en la mano. El impasivo rostro de Morris no movió ni un solo músculo y miró a través de Wheeler, en vez de hacia él.

Drinkwater dijo:

– Ha sido una estúpida confusión, señor Wheeler. Estaba vaciando mi vejiga cuando Morris pensó que era un rebelde. Sharpies estaba haciendo lo mismo a unas diez yardas -siguió, sonriendo a duras penas-. ¿No es eso cierto, Morris?

Morris lo miró y Drinkwater sintió que sobre su corazón se cerraban varios dedos helados. Pues lo que hizo Morris fue sonreír, una espantosa sonrisa cómplice.

– Si usted lo dice, Drinkwater…

Sólo entonces Drinkwater se percató de que al justificar sus acciones con una mentira, se había convertido en cómplice de un crimen.

A la mañana siguiente, muy temprano el campamento bullía quejumbroso. Nadie alcanzaba a comprender el propósito, supuestamente inútil, de aquella marcha, alejados de su propio entorno y en un estado de semilocura; allí se respiraba una inconfundible atmósfera de rebelión. Devaux hizo todo lo que pudo para aplacarlos, pero le fallaba la convicción pues él compartía sus sentimientos, con mayor justificación, de que aquella misión era una total pérdida de tiempo.

– Bien, Wheeler -dijo-, puede que estemos siguiendo el «camino militar» correcto, pero apenas veo que por él camine ningún correcto militar, exceptuándole a usted, desde luego. Creo que bien podríamos volver por donde hemos venido antes de que nos sigan comiendo los malditos insectos.

Al llegar a este punto, se abofeteó la cara, dejando escapar al culpable y presintiendo que los hombres habrían visto un espectáculo absurdo.

Wheeler consideró la cuestión y se alcanzó un acuerdo. Seguirían adelante hasta el mediodía y luego, si no habían encontrado nada, regresarían.

Una hora más tarde se pusieron en marcha.

En la franja del río Galuda, el guardiamarina Cranston servía galleta y agua a la dotación de la chalupa. A pesar de que estaban muy apretados y les dolían todos los huesos tras una noche en la pequeña embarcación, los marineros se mostraban alegres. La navegación cercana al litoral les permitía disfrutar de la brisa marina o costera, y apenas les molestaban los insectos. Ansiaban pasar un día agradable, casi una excursión comparado con lo que sufrían los adinerados miembros de la flota del duque de Cumberland. Todo aquello parecía no tener mucho que ver que los rigores de la vida en un buque de guerra. Con vela aurica, la chalupa navegaba exigiendo pocos esfuerzos de su dotación. Confiados en su situación, fue un duro golpe divisar las juanetes de un enorme navío cerca del litoral.

Cranston maniobró para tener el viento de popa y se dirigió al estuario. Estaba seguro de que el barco extraño era La Creole.

El sol había alcanzado casi su cénit cuando llegaron al molino. Era otro edificio de madera y mostraba signos de estar habitado, puesto que el camino que se alejaba estaba despejado y se notaban las pisadas recientes. Con todo, allí no había nadie, a pesar de que encontraron un saco de harina mediado y un montón de maíz rojo.

– Se lo han dejado con las prisas -dijo Wheeler señalando la pila de maíz.

– Muy perspicaz -dijo Devaux, molesto porque, cuando parecía que se saldría con la suya y darían media vuelta, iban a encontrar a alguien.

– ¿Cree que se fueron porque nos acercábamos?

– No sé -dijo Devaux, sin florituras.

– Será mejor parar para que los hombres puedan comer antes de seguir, no me gusta nada este sitio.

La confianza de Wheeler flaqueaba por primera vez. Devaux se percató de ello y recobró la compostura. Él estaba al mando de la brigada. Comerían primero y decidirían después qué hacer.

– Ocúpese de ello, Wheeler y que un par de hombres vayan al tejado del molino, así estaremos más tranquilos, ¿no cree?

– Sí, sí -contestó el sargento de los infantes de marina, mordiéndose el labio con disgusto por no haber previsto dicha precaución elemental.

Los hombres se dispusieron para ingerir otra comida formada por galleta seca y agua. Se habían sentado, abatidos, rascándose y gruñendo irritados. Tras asignar a los centinelas, Wheeler se apresuró a sentarse a la sombra.

Durante toda la mañana, Drinkwater había avanzado bajo el sol intentando desesperadamente olvidar los acontecimientos de la noche pasada. Pero le dolían los testículos y, de vez en cuando, le subían las náuseas a la garganta. Conseguía contenerlas valientemente y evitaba cualquier contacto con Morris. Sharpies avanzaba con los marineros con una benigna sonrisa en los labios. Drinkwater sintió una profunda sensación de alivio cuando se tendieron a la sombra del molino. Cerró los ojos y cayó en una semi inconsciencia.

Entonces, se les echaron encima los caballos rebeldes.

Los asaltantes se abalanzaron hacia el claro con un repentino ruido atronador de cascos y polvo y un relucir de sables. La mayoría de los británicos descansaban tumbados boca arriba. Sorprendidos en terreno abierto, los marineros se sintieron aterrorizados por la aparición de los caballos. Los cascos y sus resoplantes fosas nasales les resultaban extraños y consiguieron horrorizar a estos hombres que habrían dado sus vidas sin rechistar en la oscuridad claustro fòbica de una cubierta de cañones. Se defendieron como buenamente pudieron y el terror absoluto se unió a la confusión.

Wheeler y Devaux se pusieron en pie blasfemando.

– ¡A mí los infantes de marina! ¡Oh Dios! ¡A mí, sargento! ¡Maldita sea!

Los infantes comenzaron a abrirse paso hacia la puerta del molino, formando pequeños grupos para iniciar una metódica carga de mosquetes.

La confusión generalizada duró diez minutos; en este tiempo cayó un tercio de los marineros y prácticamente no quedaba nadie en toda la brigada que no hubiese recibido un corte o un rasguño.

Drinkwater reaccionó como los demás. Había traído un alfanje, que desenvainó, aunque se le hacía extraña aquella hoja desequilibrada y desgarbada. Un hombre que montaba un caballo zaino se abalanzó sobre él. Drinkwater esquivó el golpe, pero el impulso del caballo le hizo caer y rodar hacia un lado para evitar los cascos. Una bala de pistola levantó el polvo al lado de su cabeza, al tiempo que luchaba por ponerse en pie. Le superó la debilidad y no sentía más que un poderoso deseo de tumbarse. Giró sobre su espalda, entregándose, en parte, a aquel deseo. Un hombre pasó corriendo a su lado con un mosquete. Se arrodilló y disparó al jinete, girando a toda prisa para volver a abrir fuego. Era Sharpies. Disparó su mosquete otra vez y arrastró a Drinkwater hacia el molino. El jinete se desvió bruscamente y cabalgó hacia donde cuatro marineros luchaban espalda contra espalda, e iban cayendo ante las estocadas de los sables.