Drinkwater se levantó. Vio a Devaux y a Wheeler que formaban un grupo de defensa con varios hombres. Los señaló y Sharpies asintió. De pronto, se les había unido otro hombre. Era Morris. Empujó a Drinkwater que, trastabillando, consiguió apoyarse contra el molino. Sharpies dio la vuelta y colocó el cañón de su mosquete entre los dos. Morris abrió fuego y Sharpies se inclinó con un enorme agujero en el pecho. Drinkwater estaba aturdido y veía doble. No entendía nada.
Llegó otro hombre a caballo lanzando estocadas. Morris dio media vuelta y corrió hacia un extremo del molino. El jinete lo siguió. Drinkwater echó una rápida ojeada a Sharpies. Estaba muerto.
Volvió a levantar la mirada y vio como había crecido el minúsculo grupo que antes rodeaba a los dos tenientes. Con un pánico ciego, agachó la cabeza y echó a correr, esquivando los sables desenvainados y las patas de los caballos con instinto animal.
La caballería rebelde se había aprovechado del elemento sorpresa. Estaban acostumbrados a atacar granjas solitarias o a tender emboscadas a grupos de milicianos conservadores novatos y, por ello, los hombres a caballo se habían acostumbrado a obtener una rápida e indiscutible victoria. Tras luchar contra los invasores durante unos minutos, los marineros supervivientes se tranquilizaron. Devaux estaba entre ellos enseñando los dientes, en pleno ataque de furia. Comenzaron a atacar y, con sus alfanjes, alcanzaban a los caballos o los muslos de los jinetes, concentrándose en aquel rojo brillante que, en medio de la espiral de polvo, señalaba el lugar donde los infantes de marina formaban un disciplinado centro defensivo.
El oficial americano comprendió que el deseo de luchar del escuadrón se atenuaba. Con la intención de reagrupar a sus hombres, gritó:
– ¡Estrategia de Tarleton, muchachos! ¡Enseñadles a estos cabrones la estrategia de Tarleton!
Esta referencia al líder de la Legión británica, un grupo de americanos leales al rey comandados por oficiales británicos, que no dejaban escapar a rebelde alguno si podían evitarlo, tuvo el efecto esperado y consiguió que retomasen el ataque con fuerzas renovadas. Pero la resistencia de los británicos estaba ahora establecida y, gradualmente, los americanos se fueron retirando con sus veloces caballos, separándose lo justo del fuego de los mosquetes.
Poco a poco, el polvo se fue asentado y los dos grupos de adversarios se miraban, enfrentados, en aquel terreno de nadie poblado por cuerpos quebrantados y caballos cercenados. Entonces, el enemigo dio media vuelta y se desvaneció entre los árboles, tan rápida y silenciosamente como había venido.
Las noticias de la llegada de La Creole a las costas del Galuda no sorprendió a Hope. Al recibir el aviso de Cranston, el capitán ordenó a Skelton que trepara al tope del palo mayor para observar al buque corsario. Con cierto alivio, el teniente informó al caer la tarde de que La Creole se había mantenido cerca de la costa, regalándoles a los británicos un tiempo precioso. Hope no podía más que imaginar por qué lo había hecho; resultaba posible que el comandante enemigo buscase tiempo para prepararse, quizás no creía que lo estuviesen observando y deseaba atacar al día siguiente. Quizás, y Hope no se atrevió casi a creer en ello, quizás no habían detectado a la Cyclops y La Creole seguía su paciente navegar hacia el sur en su busca. En cualquier caso, el capitán era un combatiente demasiado mayor como para preocuparse porque el destino le hubiese servido una carta que no esperaba.
La aparición de La Creole le permitió tomar una decisión. Llamaría a Devaux y a la brigada de reconocimiento de inmediato. La indecisión que se había manifestado con anterioridad y que había enojado a Devaux era ya cosa del pasado, pues la había provocado no la senilidad sino la falta de fe en las órdenes. Hope ordenó la retirada de la guarnición del fuerte Frederic y que se fortaleciesen las defensas de la fragata ante un posible ataque nocturno.
En una reunión de oficiales pidió un voluntario para llevar el mensaje de retirada a Devaux. El lastimoso y reducidísimo grupo de oficiales observaba, con recelo, el silencioso bosque a través de las ventanas de popa.
– Yo iré -dijo Cranston al fin.
– Bien hecho, señor Cranston. Haré todo cuanto esté en mi mano para favorecerle por este servicio. ¿Alguien más ayudará al señor Cranston?
– No es necesario, señor. Me llevaré al negro.
– Muy bien, pídale cuanto le haga falta al contador y armas ligeras al teniente Keene. Buena suerte.
Los oficiales salieron de la reunión aliviados porque Cranston cumpliría con tan peligroso cometido. Cuando todos ellos se hubieron ido, Hope se sirvió un vaso de ron y se enjugó la frente por centésima vez ese día.
«Maldita sea, estaré más tranquilo cuando regresen Devaux y Wheeler… Le ruego al cielo que estén bien», murmuró para sí.
La brigada de reconocimiento alcanzó el campamento de la noche previa arrastrando tras ellos lo que quedaba de su expedición. Los hombres se desmoronaron a orillas del arroyo para lavar sus heridas o beber el agua ensangrentada. Los heridos graves emitían horribles gruñidos al reanudar los mosquitos su asalto, y varios de estos hombres comenzaron a delirar durante la noche.
Drinkwater apenas durmió. A pesar de que no estaba herido, más allá del golpe de un sable en un hombro y las rascaduras del camino, el calor, la fatiga y los acontecimientos de las horas previas pasaron factura. Desde el molino, había caminado aturdido; su mente derivaba constantemente hacia las imágenes de Threddle, yaciendo muerto en el ocaso y Sharpies, rígido, con su sangre reseca bajo el sol del mediodía. Entre ambos cuerpos flotaba Morris, Morris y una pistola aún humeante en las manos, Morris y una sonrisa de triunfo en sus labios y, lo que es peor, la imagen de Morris superpuesta sobre la imagen de Elizabeth.
Intentó con todas sus fuerzas retener la imagen de la muchacha, pero se desvaneció, se disolvió y, después, no podía recordarla, así que creyó que se volvería loco en esta pesadilla boscosa por la que caminaban penosamente.
Y al llegar la noche, no podía haber descanso, pues los mosquitos reactivaban el exhausto sistema nervioso, despertando una y otra vez la mente y el cuerpo, que no querían más que dormir. Justo a la medianoche, Drinkwater pensó que la muerte resultaría una dichosa bendición.
Tampoco Wheeler durmió demasiado. Patrullaba sin cesar sus puestos de avanzada, por miedo a que el enemigo lanzase de nuevo su ataque contra los hombres dormidos. Agitó la cabeza tristemente cuando un gris amanecer reveló su campamento. Los hombres estaban destrozados: piernas y brazos marcados por numerosas cicatrices y cortes de las ramas de los árboles, sangre seca que ennegrecía los vendajes improvisados y moscas que se posaban sobre las heridas abiertas.
Varios de los heridos deliraban y Devaux ordenó preparar varias parihuelas y, una hora después del amanecer, el grupo reanudó su dolorosa marcha.