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La Cyclops se dejó arrastrar un poco más y perdió su rumbo. Se dejó caer el ancla y se plegaron las velas. Al hacer virar el cable, la Cyclops recobró la compostura y se acercó a La Creole por la aleta de babor.

Durante veinte horribles minutos, los británicos lanzaron andanada tras andanada. En el barco americano, los hombres murieron con valentía. Consiguieron artillar ocho cañones, con los que infligieron ciertos daños sobre su adversario pero, al final, en medio de su propia sangre y vísceras, el barco y la dotación una mera sombra de lo que habían sido, el comandante francés ordenó arriar su insignia y así lo hizo uno de los oficiales americanos.

La pálida luz del amanecer le reveló a Hope el ajado empavesado que yacía sobre los destrozados despojos de lo que en su día fue un hermoso coronamiento tallado, y ordenó el alto el fuego.

Un poco más tarde, esa misma mañana, Drinkwater acompañó a su capitán al barco enemigo. El capitán Hope no consideró que mereciese la pena tomarlo como botín. Su propia escasa dotación apenas era suficiente para vigilar a los prisioneros y cumplir con sus tareas en la Cyclops. El barco rebelde ya era viejo cuando lo adquirieron los americanos y los daños sufridos a manos de los cañoneros de la Cyclops habían sido horrendos.

Drinkwater se quedó boquiabierto ante la desolación causada por las andanadas de la fragata. La tablazón de las cubiertas estaba destrozada, hendida por las balas y los botes de metralla, que habían levantado astillas irregulares. Parecía un campo de petrificado pasto. Varios baos pendían flácidos y los cañones se habían caído de sus cureñas. Los muñones estaban torcidos y tres de ellos habían perdido sus cascabeles, parecía que de un limpio tajo. Esparcidos, también, por aquellas cubiertas arrasadas se veían restos de la vestimenta de la tripulación: un gorro de lana con borla, un zapato, un crucifijo y las cuentas de un rosario, una navaja y un cofre, con hermosos diseños, hecho trizas…

En posturas indecorosas y en charcos de vivido color, yacían los despojos, aún más macabros, de quienes, en algún momento, fueron hombres. La sangre seca parecía oscurecer al lado de los tonos ocre de los vómitos, el descarnado blanco de los huesos humanos, el azul de la carne ensangrentada y los verdes y marrones de los intestinos. Era una visión repugnante y los huecos ojos de los supervivientes contemplaron al capitán británico, el hacedor de su suerte, con inexpresivo odio. Pero Hope, con la sencilla fe del guerrero devoto, les devolvió la mirada con desdén, pues estos hombres no eran sino piratas legalizados que navegaban en busca de su propio beneficio, destruyendo barcos mercantes por el lucro que de ello extrajesen, e imponiendo su presencia a los marineros inocentes con una cruel indiferencia por su destino.

El capitán ordenó que se desembarcasen las provisiones que pudiese aprovechar la fragata y preparó el combustible necesario para quemar el barco rebelde. Con la puesta de sol, el teniente Keene subió a La Creole para prenderla fuego. A medida que el terral comenzó a soplar en dirección al mar, la Cyclops levó su ancla, La Creole ardía con furia, una negra cortina de humo rumbo al mar, alejándose de la costa de aquella tierra ignorante.

La Cyclops estaba ya a cierta distancia de la costa cuando hizo explosión la santabárbara de La Creole. Una hora más tarde, cambió su rumbo para dirigirse hacia el cabo Hatteras y Nueva York.

Las decisiones tomadas en los cabos de Virginia

Abril-octubre de 1781

El tiempo estaba, una vez más, en su contra. En las costas del horrible cabo, se encontraron con un temporal de increíble ferocidad que martirizó a los aparejos. El mastelero de la juanete mayor se fue por la borda llevándose las gavias de mesana y del trinquete. El temporal también confinó a los heridos bajo cubierta. El sollado mostraba una escena de degradación última. El inmundo pantoque lo fue aún más a causa del agua que la impetuosa fragata absorbía en su lucha contra el mar. La suciedad se derramó por el sollado del barco, haciendo aumentar la población de roedores. Las ratas corrían casi sin freno por los cuerpos de los moribundos, que daban arcadas y se orinaban encima sin sentir mayor alivio por ello. Y, además, morían. Casi ninguno de los hombres que resultó herido, aunque fuese un mero rasguño, pudo escapar de la gangrena o de algún tipo de envenenamiento de la sangre.

Drinkwater fue uno de los pocos afortunados. Su corte superficial le desfiguraba las facciones, pero no era peligroso. Appleby se lo suturó, un Appleby que había perdido buena parte de su rotundo volumen y cuyas escasas medicinas se agotaron mientras luchaba contra las enfermedades y la septicemia con sus propias fuerzas decadentes. Al fin, exhausto por el cansancio y la exasperación, derramó lágrimas de enfado y frustración en la oscuridad de su infernal reino.

Hope enterraba los bultos en sus coyes. Seis un día, luego, otros nueve, mientras el viento seguía ululando, la fragata cabeceaba y los rociones se precipitaban a bordo en cortinas siseantes. Los enterramientos se hacían con las mínimas formalidades posibles.

A pesar del mal tiempo, la Cyclops pudo navegar hacia el norte sin ser descubierta. No estaba en condiciones de entablar combate. Además de las numerosas pérdidas de la campaña del río Galuda, la dotación tenía que subsistir con vituallas en mal estado. Al abrir los últimos toneles de comida en salazón, Copping, el contador, había descubierto que el cerdo estaba en peores condiciones de las que cabría esperar, lo que no hizo sino intensificar el sufrimiento de la Cyclops.

Al fin, transmitió las señales de identificación al buque de guardia anclado en Sandy Hook y, en compañía de los miembros del escuadrón norteamericano, echó el ancla en el río Hudson.

Durante los últimos meses de gobierno británico en cualquiera de sus trece colonias, la fragata de Su Majestad, Cyclops, permaneció amarrada. Llegó a Nueva York el último día de abril de 1781 y allí estaba, en la boca del Hudson, sin órdenes que cumplir más allá de atender al precepto general de reparar su velamen.

El almirante Arbuthnot no pareció mostrar demasiado interés por su llegada, dado que no les correspondía estar allí. Es más, pareció bastante ofendido, pues no se le había advertido previamente que aparecerían en sus dominios, y le transmitió su desagrado al capitán Hope, a quien recibió con fría cortesía.

Secretamente irritado por haber tenido que nadar entre dos aguas, Hope afirmó que su misión había sido confidencial pero, cuando se le inquirió sobre si dicha misión se había satisfecho, se vio obligado a admitir la derrota. Su explicación fue recibida con incredulidad y el almirante mantuvo con firmeza que las Carolinas estaban en manos británicas. Hope también deseaba deshacerse de la moneda continental, pero esto fue demasiado para el almirante Arbuthnot, que estudió al capitán con sus legañosos ojos.