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Drinkwater disfrutó enormemente de la privacidad de su minúscula cabina. Situada entre dos cañones del doce, se desmontaba cada vez que la fragata llamaba a zafarrancho de combate. Ya no tenía que soportar las constantes idas y venidas del sollado y podía leer con tranquilidad, en privado. Quizás la mayor ventaja que su rango provisional le confería era el derecho a tomar su rancho en la camareta de oficiales, disfrutando de la compañía de Wheeler y Devaux. Appleby, aunque en aquel momento no era, técnicamente, miembro del rancho de los oficiales por nombramiento, sí era un visitante frecuente y aún habitual. En Nueva York, Drinkwater consiguió nuevos ropajes y un tricornio sin galones, por lo que su apariencia se correspondía con su nueva dignidad, sin mediar ostentación, aunque rara vez se le veía en cubierta sin que su espada se balancease, como había dicho Devaux, «en su cadera de babor.

Su conocimiento de las variopintas tareas de un oficial de la Marina aumentaba día a día, pues había un torrente constante de embarcaciones que navegaban entre los barcos y Nueva York, aunque su vida social se limitaba a las cenas ocasionales en las camaretas de oficiales de otro navío. A diferencia de Wheeler o Devaux, evitaba los placeres de los numerosos espectáculos que preparaba la sociedad de Nueva York para el entretenimiento de las tropas y los oficiales de la Marina. En parte, se debía a su timidez y, en parte, por deferencia a Elizabeth, aunque, sobre todo, se debía a que los demás ocupantes de la camareta de oficiales disponían ahora de un subalterno lo suficientemente subordinado como para no quejarse de los abusos del rango.

El principal placer de Drinkwater por aquella época era la lectura. En las librerías de Nueva York y también en la pequeña biblioteca que el cirujano llevaba consigo descubrió las novelas de Smollett y conoció, en consecuencia, a Humphry Clinker, el comodoro Trunnion y Roderick Random.

Este último hizo que sus pensamientos derivasen a menudo hasta Elizabeth. El concepto romántico de la mujer que aguarda le obsesionaba, tanto como la incertidumbre de no conocer el paradero de Elizabeth. Estaba ya fuera de toda duda que la amaba. Su imagen le había ayudado a través de las horrendas marismas de Carolina y había llegado a pensar que Elizabeth actuaba como un talismán contra todo mal, sobre todo, Morris.

Su animadversión por Morris era algo más que un ponzoñoso desagrado. Estaba convencido de que aquel hombre ejercía una influencia maligna sobre su vida. En los últimos dos años, y a medida que los acontecimientos parecían seguir un patrón de conducta diseñado por su imaginación, esta idea había surgido en lo más profundo del cerval temor que sentía el joven e inexperto guardiamarina. Parecía intrascendente que todo ello hubiera servido para fortalecer tanto su ánimo como su carácter. ¿Acaso no había sido testigo de la depravación de Morris y del destino de Sharpies? ¿Por qué fue él y no otro quien apareció junto al peñol aquella noche, cuando el gaviero había suplicado ayuda? ¿No podría haber sido otro guardiamarina el enviado a pedirle a Kate Sharpies que abandonase la cubierta, aquel día en Spithead?

Pero ahora había una razón mucho más vivida para atribuirle una cualidad sobrenatural a la malevolencia de Morris. Drinkwater tenía un sueño recurrente, una pesadilla que comenzaba en las marismas de Carolina y que le perseguía, ocasional pero persistentemente.

La primera vez que había tenido esta pesadilla fue durante las horas de exhausto sueño que siguieron a la derrota de La Creole y, de nuevo, durante el temporal frente a la costa del cabo Hatteras. Y dos veces más desde que la Cyclops había anclado en Nueva York.

Había siempre una dama blanca que parecía alzarse sobre él, pálida como la muerte e inexorable en su avance, pues se acercaba cada vez más, aunque nunca llegaba a alcanzarlo. A veces, tenía la cara de Cranston, otras veces era Morris pero, cuando se presentaba en su forma más terrible, era el rostro de Elizabeth, una Elizabeth con una expresión parecida a la de Medusa, que siempre le aterrorizaba y le hacía hundirse en un enorme ruido metálico de cadenas, sacudiéndose rítmicamente… o de las bombas de achique de la Cyclops.

Por ello, recibió con alivio la noticia del traslado de Morris. Desde su ascenso, no había buscado la ocasión de imponer su nueva autoridad sobre Morris y, simplemente, había oído que se incorporaría a un barco de la división del contraalmirante Drake. Drinkwater sintió que se le quitaba una pesada carga del corazón.

Quizás, después de todo, sus miedos no eran más que suposiciones infundadas de un sistema nervioso extenuado…

Pero en la mañana de la partida de Morris, a Drinkwater le volvieron a asaltar las dudas.

Estaba leyendo en la privacidad de su pequeña cabina cuando la puerta se abrió de un golpe, sin ceremonias. En el umbral, estaba Morris. Estaba borracho y llevaba en la mano un trozo de papel arrugado.

– He venido a decir adiós, señor Mentecato Drinkwater -dijo arrastrando las palabras y los ojos semicerrados.- Quiero decirle que usted y yo tenemos un asunto pendiente… -consiguió articular entre dientes, con tono amargo y la saliva resbalándole por las comisuras de su boca-. En realidad, qué extraño… usted y yo podríamos haber sido amigos…

Las lágrimas se apreciaban en sus ojos y Drinkwater, poco a poco, se percató de las odiosas y terribles implicaciones de aquellas palabras. Morris respiró ruidosamente, pasándose la manga por la nariz. Entonces, comenzó a reírse de nuevo entre dientes.

– Tengo una carta de mi hermana. Conoce a uno o dos tipos en el Almirantazgo. Promete hacer cuanto pueda entre las cuatro columnas de su cama para conseguir que me nombren capitán de corbeta… Bueno, ¿qué le parece eso? ¿No le ve usted la maldita gracia? ¿No cree que es lo más gracioso que haya oído nunca…?

Morris hizo una pausa para reírse de su propia gracia y luego su sonrisa se desvaneció y, con ella, la relajación de la ebriedad. La amenaza que había venido a articular, reforzada por el ron, procedía directamente del corazón:

– Y si, en consecuencia, puedo en algún momento destruirle, a usted o a su señorita Bower, así lo haré… por Dios, que lo haré. Al oír el nombre de Elizabeth, Nathaniel sintió la terrible furia heladora con que había despachado al oficial francés del buque corsario corriendo por sus venas. Morris se cayó de espaldas repentinamente y, a trompicones, consiguió medio sentarse. Drinkwater tenía la espada medio desenvainada cuando el abyecto espectáculo de ver a su adversario temblando ante sí le devolvió el juicio. Con un portazo, cerró la frágil puerta de su cabina y de un golpe envainó de nuevo la espada. Fuera, oyó como los pies de Morris raspaban el suelo al intentar mantenerse en pie.

Drinkwater permaneció de pie, inmóvil, en el centro de la estancia, hasta que su respiración volvió a su ritmo normal. Comenzó a temblar como una hoja de álamo a merced de la brisa y se encontró mirando al pequeño cuadro de la Algonquin que Elizabeth le había regalado y que gracias a la privacidad de que disfrutaba ahora, pudo colgar.

Estiró una mano temblorosa hacia el cuadro para convencerse de que era real.

El 16 de agosto de 1781, los barcos anclados en Sandy Hook avistaron velas procedentes del sur. Sir Samuel Hood echaba humo por las orejas y estaba furioso por encontrar al almirante Graves aún en Nueva York. El contraalmirante hizo que lo llevaran a puerto para arengar a Graves, cuando descubrió que éste se encontraba cómodamente instalado en su casa de tierra firme. Aunque de rango inferior a Graves, Hood impresionó a su superior con el tamaño de la flota francesa que cabeceaba en aguas de Norteamérica. En vista de la aparente pusilanimidad de Graves, omitió los pormenores: las condiciones innavegables en que se hallaba su propio escuadrón, en el cual había un barco que estaba, de hecho, a punto de irse a pique.