Tras un apresurado almuerzo, Drinkwater regresó a la cofa del trinquete, ansioso por no perderse ni un segundo de lo que se rumoreaba que habría de ser una acción de guerra. Miró en derredor. Las fragatas ocupaban de nuevo su puesto en la división principal y el Bedford estaba estacionado por la banda de costa.
En la cofa del trinquete, los hombres habían cargado los mosquetes. Tregembo acariciaba, pensativo, el pequeño cañón giratorio. A su espalda, en el tope del mayor, se veía con claridad la casaca azul de Morris. Se inclinaba por encima de un joven marinero de Devon, cuyos finos rasgos habían provocado las mofas de sus compañeros de rancho. Drinkwater no sabía identificar el sentimiento que le provocaba ver a Morris en esa postura, aunque sí le provocaba cierto desasosiego. Seguía siendo aún muy ingenuo ante las perversiones humanas.
Detrás de Morris, el sargento Hagan estaba a cargo de la cofa de mesana y de los tiradores de primera. Los uniformes escarlata suponían una vivida explosión de color que contrastaban con la oscura jarcia de cáñamo que casi nublaba la vista. Al mirar abajo, Nathaniel podía ver el alcázar al completo pues, al estar todo listo para entrar en acción, se había aferrado la vela mayor y la mesana.
Divisó al capitán Hope y al teniente Devaux, acompañados por el viejo oficial de derrota, el suboficial de señales y los timoneles. También había un grupo de guardiamarinas y de ayudantes del segundo oficial, a la espera de transmitir mensajes y señales. Además de azul, la popa era también escarlata. Wheeler, resplandeciente en su fulgurante abrigo, fajín carmesí y brillante gorjal, como corresponde a un oficial militar, había desenvainado su sable. Se lo había colocado despreocupadamente bajo el brazo, pero el brillo de su hoja era el recuerdo terrible de la muerte. Era muy distinto de la espada de madera de fresno con la que Drinkwater había dado sus estocadas de niño. No había considerado ni la muerte ni la posibilidad de morir. Al principio, le había aterrorizado caerse desde la jarcia, pero lo había superado. Qué pasaría si los cañonazos alcanzaban un mástil, quizás el trinquete. Volvió a mirar hacia abajo, donde se desplegaba la red sobre la cubierta para evitar que cayesen astillas o partes de la jarcia sobre la sufrida brigada de cañoneros. Los cañoneros holgazaneaban aún cerca de la artillería. Nathaniel divisó apenas allá abajo, en la cubierta principal, bajo el enjaretado, al segundo y al tercer teniente deliberando en el centro de la fragata. Su porte era estudiadamente despreocupado mientras aguardaban para comandar las baterías.
Aparte del crujido del velamen, el sonido del viento y el rumor de las olas de babor, la Cyclops estaba en silencio. Más de doscientos cincuenta hombres aguardaban expectantes, al igual que todas las dotaciones de la flota.
A la una del mediodía, el Bedford disparó un cañonazo, hizo señales al Sandwich y soltó las escotas de las gavias. Los buques demasiado alejados para ver la señal consideraron que sus gavias al viento indicaban la presencia de la flota enemiga.
– Se está levantando viento -dijo Tregembo, sin dirigirse a nadie en concreto, pero rompiendo el silencio en la cofa del trinquete.
La batalla del cabo de Santa María
Enero de 1780
La batalla que se sucedió fue una de las más grandiosas que jamás entabló la Marina Real. Las aguas que vieron enfrentarse a los flotas enemigas pasarían a la historia veinticinco años más tarde, cuando Nelson venció y encontró su muerte en la batalla de Trafalgar. Pero la acción de guerra que tuvo lugar en la madrugada del dieciséis al diecisiete de enero de 1780 no sería recordada por los ingleses por su ubicación geográfica, sino como la batalla a la luz de la luna.
En una época en que los almirantes tenían que someterse, bajo pena de muerte, al concepto táctico de una línea indivisible opuesta a la del enemigo, la disposición estratégica de la flota ideada por Rodney supuso una innovación de suma importancia, y la manera en que aplicó su plan, en medio de la feroz batalla del cabo de Santa María, fue un acto de valentía no superado por ninguna escuadra tan numerosa.
Tregembo había tenido razón. Una hora después de que el Bedford avistase los once navíos de guerra españoles y las dos fragatas, el cielo se había cubierto de nubes. El viento cambió de dirección, a poniente, y comenzó a refrescar.
A la señal del Bedford, Rodney emitió la orden de iniciar la «caza general». Los capitanes intentaban sobrepasar a los demás y los navíos, con sus nuevas carenas de cobre, iban escalando posiciones. Los de doble cubierta, Defence, Resolution y Edgar, tomaron la delantera. Los inquietos oficiales comprobaban la velocidad y los capitanes, nerviosos como escolares, se aferraban a las velas. El viento sopló aún más fuerte. Los catalejos enfocaban también ansiosos a los españoles quienes, en minoría, viraron a sotavento para refugiarse en Cádiz.
Al ver el cambio de rumbo, Rodney ordenó arribar a sotavento, transmitiendo a sus capitanes la estrategia de superar al enemigo e interponerse entre los españoles y la costa para cortarles el paso.
Había empezado la carrera.
A medida que los navíos británicos arremetían viento en popa, se elevaban nubes de humo en los castillos de proa, pues los artilleros intentaban alcanzar a los españoles. Al principio, las cortinas de agua, que apenas se podían distinguir de las olas, se elevaban muy alejadas de la popa. Pero, poco a poco, cuando los minutos sumaron una hora, se fueron acercando.
En la Cyclops, Devaux se erguía en el castillo de proa, catalejo en mano, y no le quitaba ojo al enemigo, mientras los cañones de nueve libras de la fragata rugían al enemigo al arfar. Por encima, casi en línea recta, Drinkwater observaba atentamente. Sus inexperimentados ojos no alcanzaban a distinguir el alcance de los cañonazos, pero la furiosa escena lo tenía absorto. La Cyclops se estremecía por la intensidad de la persecución y O'Malley, el alocado cocinero irlandés, dio rienda suelta al sentimiento generalizado al sentarse sobre el cabrestante y empezar a tocar su violín. El insensato silbido de la música se mezclaba con el siseo y el chapoteo de la mar, y con el gualdrapazo del viento al chocar contra las jarcias de cáñamo.
El capitán Hope había superado la proa del Bedford y se dirigía hacia el navío español que estaba más al norte, una fragata de tamaño similar a la Cyclops. Al sur de su presa, las imponentes popas de los buques de guerra españoles se disponían en una línea irregular, y la segunda fragata del convoy quedaba oculta hacia el este.
Una inesperada cortina blanca se alzó cerca del agitado bauprés de la Cyclops. Drinkwater levantó los ojos. Bajo las galerías de un doble cubierta español, persistía una nube de humo blanco.
Tregembo juró y exclamó:
– ¡No está mal para ser españoles!
Sólo entonces Drinkwater se percató de que le estaban disparando.
Cuando la Cyclops dejaba atrás la popa de la doble cubierta para ir en pos de la fragata, los buques de guerra habían intentado un cañonazo de aproximación. De repente, se oyó el zumbido de una ráfaga de aire y el sonido del descorche de dos botellas. Al mirar hacia arriba, Drinkwater vio un agujero en el velacho y otro en la vela mayor. Demasiado cerca. Al cabecear las popas, los españoles hacían fuego contra los persecutores británicos, cuyas siluetas recortaba el sol poniente.