Un guardiamarina le saludó llevándose la mano al sombrero y dijo:
– Con los saludos del capitán, señor, puede hacer fuego en cuanto esté preparado. Keene asintió y observó la cubierta inferior. Acostumbrado a la penumbra, podía distinguir la larga fila de cañones, iluminados con faroles en varios puntos. Los hombres acuclillados esperaban, tensos, la orden de disparar. Los capitanes de los cañones le miraban con expectación, cada uno con su botafuego en la mano. Cada cañón disparaba proyectiles de metralla…
Un violento fogonazo parpadeó en el costado de la fragata española. El ruido de la andanada quedó amortiguado por el temporal. Varios proyectiles golpearon el casco, arrancando largas astillas de roble que, como afiladas lanzas, se precipitaron sobre las cubiertas atestadas. Se oyó un chillido; el quebrantado cuerpo de otro hombre se elevó sobre la cubierta y, ensangrentado, se estrelló contra la recámara de un cañón.
Se abrieron desgarrones en las juanetes y los ayudantes del segundo oficial, sentados a horcajadas en la verga de la juanete, perdieron sus zapatos por el impacto de una bala. Se soltaron varios cabos y la verga de la sobrejuanete mayor, con la vela aferrada, se precipitó al vacío.
Los gavieros recibieron órdenes de asegurar los aparejos sueltos.
Mientras tanto, Keene seguía observando desde las portas. No podía ver sino el mar y el cielo, en una noche colmada por el enfervorizado temporal y el silbido del mar. Entonces, apareció la popa cabeceante de la fragata española, tenebrosa y amenazadora, y escupió otra andanada por el costado. Keene se incorporó y aguardó a que la Cyclops arfase:
– ¡Fuego!
La fragata española
Enero de 1780
Las fragatas variaban en tamaño y diseño pero, por lo general, tenían una sola batería de cañones, de proa a popa. Cuando un buque se aprestaba para entrar en acción, se apartaban los mamparos que separaban las cámaras del capitán y de los oficiales. Por encima de la cubierta de cañones se situaba el alcázar, desde donde se gobernaba el barco, que llegaba casi hasta el palo mayor. Aquí había también varios cañones y armas ligeras. A proa se elevaba una cubierta parecida, el castillo, que se extendía a popa siguiendo la base del palo trinquete. El castillo de proa y el alcázar estaban conectados por las bandas por pasarelas de madera que se extendían por encima de la cubierta de cañones, un espacio denominado «combés». No obstante, el espacio abierto que quedaba entre las pasarelas se apoyaba en baos y calzas de soporte destinadas a las embarcaciones menores, por lo que la ventilación que debía prestar a la cubierta de cañones era, en el mejor de los casos, deficiente.
Cuando la batería de babor abrió fuego, ese reducido espacio se convirtió en un atronador infierno sin sentido. Los fogonazos de los cañones hacían pasar la escena del resplandor a la negrura. A pesar de estar en pleno invierno, los marineros pronto estuvieron empapados en sudor al limpiar, cebar y disparar su brutal artillería. La percusión de los cañones y el retumbar de las cureñas en su retroceso era ensordecedor. Los hombres trabajaban amontonados en torno al cañón, y los tenientes y sus ayudantes afinaban la puntería cuando pasaron de las andanadas al fuego a discreción. Moviéndose por aquel espacio cubierto de arena, los pequeños pajes de la pólvora, que no eran más que flacos pilluelos mal alimentados, salían a duras penas del lóbrego sollado para llegar hasta donde se había retirado el condestable, con sus pantuflas de fieltro, para hacerse cargo de los misterios alquímicos de la preparación de cada cartucho.
En cada escala estaba estacionado un centinela de los infantes de marina, con las bayonetas dispuestas en sus mosquetes cebados. Tenían orden de disparar contra cualquiera que no fuese un mensajero reconocido o un camillero en su camino al sollado. Resultaba muy eficaz para disuadir los accesos de pánico y cobardía. La única manera de que un hombre descendiese al interior de la fragata era que lo llevasen ante el señor cirujano, Appleby, o sus ayudantes, quienes, al igual que el condestable, mantenían su particular tribuna esotérica en el sollado de la fragata. En ella, los torsos de los guardiamarinas se convertían en las salas de cirugía del barco que, cubiertas con lona, le ofrecían a Appleby la total libertad de hacer una carnicería con los súbditos de Su Majestad. A unos pocos pies del pantoque, foco de infección infestado de ratas, los hombres de la escuadra de lord Sandwich llegaban en busca de socorro y allí también solían emitir su postrer suspiro.
La Cyclops disparó siete andanadas antes de que los dos barcos acercasen sus costados. Los españoles también disparaban, pero cada vez a intervalos más irregulares, pues la aterradora precisión de los cañones británicos destrozaba la estructura del navío.
A pesar de todo, consiguieron destrozar el palo mesana de la Cyclops por encima de las encapilladuras más elevadas. Continuó destensándose el aparejo y, de pronto, la gavia mayor, que presentaba más de una docena de agujeros, se desvaneció azotada a merced del viento, un amasijo de lona rasgada pues el temporal no hacía sino rematar la tarea iniciada por las balas de cañón.
De repente, las dos fragatas estaban de través con el negro mar bramando entre sus costados. Apareció la luna tras la sombra de una nube, resaltando pequeños detalles del enemigo que habrían de grabarse en la memoria de Drinkwater. Vio hombres en las cofas, los oficiales en el alcázar y la actividad de las brigadas de artilleros en la cubierta superior. Una bola de mosquete impactó en el mástil, por encima de su cabeza, y luego otra, y otra más.
– ¡Fuego! -gritó exageradamente a los hombres de la cofa. Tras él se soltó la cofa del mayor y, entonces, Tregembo disparó el cañón. Drinkwater vio que la dispersión del bote de metralla desgarraba las cubiertas de los españoles. Contempló, fascinado, como caía un hombre, dando sacudidas, hasta la cubierta, apenas una marioneta a la extraña luz, y como se extendía alrededor una oscura mancha. Alguien tropezó con Drinkwater y se apoyó contra el mástil. Donde antes estuviera su ojo derecho no había ahora más que un agujero negro. Drinkwater asió su mosquete y apuntó en esa dirección, hacia una figura en sombras que recargaba su arma en la cofa del mayor del enemigo. Nathaniel apretó el gatillo con tanta frialdad como si estuviese en la feria de su pueblo. Chispeó la piedra de sílex y el mosquete le golpeó el hombro. El hombre se desplomó.
Tregembo tenía a punto su cañón y la luna desapareció tras una nube al dispararlo.
Una violenta oleada de explosiones sobrecogedoras dominó a los dos navíos e hizo que, durante un instante, los combatientes permaneciesen inmóviles. Hacia el sur, seiscientos hombres habían dejado de existir. El Santo Domingo, de sesenta cañones, había volado por los aires al llegar el fuego a su pañol de la pólvora, que provocó su desintegración.
La explosión les recordó que había otros barcos luchando en esa dirección. Drinkwater aprestó de nuevo su mosquete. Ya no zumbaban a su alrededor las balas enemigas. Apuntó hacia arriba. El palo mayor de la fragata española se tambaleaba hacia delante, hasta que se soltaron los estayes y los enormes mástiles cayeron arrastrando al palo mesana tras ellos. La Cyclops sacaba ventaja.
Hope y Blackmore miraron a popa preocupados, hacia donde se bamboleaba el navío español inutilizado. Los restos colgaban por la borda y se escoraba a estribor. Si el capitán español actuaba con presteza, podría cañonear de enfilada a la Cyclops, su andanada penetraría por la amplia popa y recorrería toda la extensión de las cubiertas saturadas.