La pesadilla de todo comandante era ser enfilado, sobre todo de popa, ya que la fragilidad de las ventanas posteriores ofrecían poca resistencia a los disparos del enemigo. Los despojos que colgaban del costado estaban arrastrando a los españoles en círculo. Uno de sus cañones de babor abrió fuego y arrancó de cuajo astillas de la aleta de la Cyclops. Sin duda, no iban a dejar escapar aquella oportunidad.
Se cerró el timón de la Cyclops en un intento por ponerla en paralelo, pero la cangreja estalló al disparar los españoles, luego se desplomó el palo mesana y la Cyclops perdió el equilibrio necesario para virar su popa.
La andanada fue más irregular, comparada con la británica, pero sus efectos no fueron mucho menos letales. A pesar de que los separaba un cuarto de milla, el enemigo estragado había respondido con un acierto destructor. Mientras el capitán Hope inspeccionaba los daños con Devaux, se escuchó una voz que decía:
– ¡Cubierta! ¡Oleaje en la amura de sotavento!
Aunque la fragata británica había comenzado a virar, la pérdida de sus velas posteriores le impedía maniobrar con rapidez. En el alcázar se veían caras consternadas. Los oficiales observaron la jarcia. El palo mesana seguía en su sitio, resquebrajado a unos seis pies de su tope. Los despojos colgaban del costado de babor, arrastrando a la fragata hacia ese lado, mientras que el temporal seguía inflando las velas de proa y empujando al navío inexorablemente en la dirección del viento, hacia donde les aguardaban los bajíos de San Lucar. Las hachas ya cumplían su cometido de liberar los restos.
Hope detecto una posible solución y ordenó cerrar el timón a la banda para seguir virando a babor. Devaux miró a proa y luego al capitán.
– Ajusten la mesana, preparen otra cangreja y desplieguen el velacho -exclamó el capitán con brusquedad. El primer teniente corrió hacia proa llamando a gritos a los gavieros, a cualquiera, apartando a las brigadas de artilleros de la cubierta superior de sus cañones, arrastrando a los ayudantes del segundo oficial allá donde estuviesen.
Los hombres corrieron hacia el aparejo… desaparecieron bajo él, apresurándose azuzados por las histéricas órdenes proferidas por el primer teniente.
– ¡Wheeler! ¡Que sus muchachos halen de la verga de la mesana!
– ¡Entendido, señor!
La brigada de Wheeler se alejó con sus ruidosos pisotones para bracear de la mesana mientras los gavieros desplegaban la vela. Un ayudante del segundo oficial extendió la escota de barlovento y haló junto con otro ayudante, mientras dos o tres marineros soltaban los puños de escota y los brioles. La gran superficie de lona explosionó en un alarde blanco a la luz de la luna, azotada por el temporal; entonces, se estiró y la Cyclops comenzó a virar.
Aún en la cofa, Drinkwater ya divisaba los bajíos, una línea gris a unas cuatro o cinco millas por avante. Entonces se percató de que una voz le llamaba.
– ¡Eh, cofa del trinquete!
– ¿Sí, señor? -respondió, mientras se inclinaba para ver al primer teniente observándolo desde abajo.
– ¡Arriba y aferre esas gavias!
Drinkwater comenzó su ascenso. El velacho perdía ya su tirantez, las empuñiduras se aflojaban y los puños de escota y los brioles lo arrastraban hacia la verga. La vela azotaba con fuerza y el mástil tembloroso daba fe de que los cañonazos habían alcanzado muchos de los estayes.
Tregembo ya estaba en el aparejo cuando Drinkwater abandonó la cofa, mareado por la endemoniada excitación de la noche. Cuando terminaron de pelear con el velamen, Drinkwater se apoyó sobre la verga, agotado, hambriento y aterido. Miró a estribor. La línea blanca de los bajíos parecía estar muy cerca y la Cyclops se balanceaba al tiempo que aumentaba el oleaje en torno a los bancos de arena. Pero comenzó ya a navegar con el viento de costado y casi en paralelo a los bajíos. Seguiría desviándose a sotavento pero, al menos, no se dirigía hacia los bancos.
Hacia el sur y el oeste, las negras siluetas y los fogonazos revelaban dónde combatían las dos flotas. Más cerca, a babor, oscilaba la fragata española, azotada de través por el viento y el oleaje y balanceándose hacia los bancos de arena.
Una brigada de hombres exhaustos y ennegrecidos por la pólvora, asignados a la cubierta de cañones, se esforzaba por desplegar la cangreja sobre cubierta. La alargada culebra de resistente lona llegó cimbreando hasta cubierta desde su estante. Trece minutos más tarde, se izó la nueva vela en las perchas intactas.
La Cyclops volvía a estar bajo control. La mesana estaba aferrada y se aflojaron las escotas de las velas de proa. De nuevo, el bauprés giró hacia el bajío y Hope viró en redondo, preocupado, para navegar amurado a estribor, rumbo a la fragata española que seguía bamboleándose inútilmente.
La fragata británica cayó a barlovento. Después, el bauprés viró alejándose del bajío. El viento le dio por la aleta de estribor y, luego, por el través. Se tensaron las vergas y se afianzaron las velas de proa. El viento aulló por la amura de estribor, con más fuerza que antes pues navegaban en su contra. La Cyclops arfó y una cortina de punzante agua barrió la popa. Los cañoneros semidesnudos se apresuraron bajo cubierta para preparar los cañones.
Hope dio órdenes de reiniciar el combate y la Cyclops se echó sobre el adversario, arrastrando poco a poco a la fragata mutilada a sotavento. Los cañones de la Cyclops abrieron fuego y los españoles respondieron con otra andanada.
Devaux intentaba entenderse con Blackmore a gritos, por el rugido de los cañones.
– ¿Por qué no echa el ancla?
– ¿Y hacernos cabecear con el viento de través, tomando a la otra fragata de enfilada? -resopló el piloto de derrota.
– ¿Qué otra cosa puede hacer? Además, no podemos aguantar indefinidamente. Nos hace falta distanciarnos de la costa.
Hope lo oyó. Ahora que ya no estaba sometido a la tensión de un peligro inmediato, volvía a comandar la nave y la conversación le irritó.
– Preocúpese de luchar contra la fragata, señor Devaux, y déjeme las decisiones tácticas.
Devaux no dijo nada. Miró con resentimiento hacia el barco español y escuchó asombrado la orden de Hope:
– Eche un cabo de amarre por una porta de popa, ¡deprisa, muévase!
Al principio, Devaux no lo entendió, pero entonces la luna se dejó ver y el teniente siguió con la mirada el brazo extendido de Hope:
– ¡Mire!
La insignia de tonos rojizos y dorados de Castilla no estaba a popa. La fragata española se había rendido.
– ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego!
Los cañones de la Cyclops enmudecieron mientras continuaba con su cabeceo; los cañoneros se desplomaron extenuados por el esfuerzo. Sin embargo, Devaux, que ya había olvidado la disputa debido a las nuevas circunstancias, estaba de nuevo con ellos, apremiándolos para que se esforzasen un poco más. Devaux gritó sus órdenes, los ayudantes del contramaestre giraron sus viradores y, en un instante, la rendición de los españoles inundó el barco. La fatiga se desvaneció en un periquete, pues la fragata era una presa de guerra si podían evitar que llegase a tierra, en los bajíos de San Lucar.
Ni siquiera el aristócrata Devaux menospreciaba la avaricia de su capitán y aprovecharía la oportunidad de aumentar su exiguo patrimonio. Devaux deseaba ahora que la Cyclops no hubiese causado demasiados daños…
En el alcázar, el capitán Hope atendía a las objeciones del piloto de derrota. Siendo la única persona a bordo que podía contradecir legítimamente las decisiones del capitán, desde el punto de vista de la navegación, Blackmore se manifestaba vehementemente en contra de abatir a la Cyclops otra vez a sotavento para remolcar a una fragata separada de un peligroso banco de arena por no más de media legua.