– ¡Pues sí que se han dado prisa! -exclamó Lledó-. No hará ni tres minutos que hemos telefoneado para denunciar el crimen.
– Es que yo ya estaba en el patio de butacas, viendo el concierto -le explicó cortésmente Perdomo-. ¿Hay alguien dentro? -preguntó luego el policía, señalando la puerta.
– Sólo el cadáver.
– ¿Quién lo encontró?
– Yo -afirmó Agostini, dando un paso al frente-. Me había alejado de la zona de camerinos porque me apetecía fumarme un purito sin molestar a nadie y tras dar bastantes vueltas me di cuenta de que me había perdido. Abrí varias puertas, para ver si alguna me conducía otra vez hasta los camerinos y de repente aparecí sin querer en esta sala y vi el cuerpo sobre el piano.
– ¿Ha tocado algo?
– Sólo la puerta. Estaba cerrada cuando llegué y la volví a cerrar tras de mí cuando salí de la sala para pedir ayuda.
– ¿Es usted la única persona que ha entrado ahí desde que descubrió el cuerpo?
– Sí, que yo sepa -contestó el director.
– Cuénteme qué hizo exactamente cuando penetró en el interior de la sala y se encontró con el cadáver.
– Abrí la puerta y, como la luz estaba encendida, vi el cuerpo en el acto, tendido sobre el piano. Me acerqué y comprobé que no respiraba.
– ¿Tocó el cuerpo? -interrumpió nervioso el policía.
– No señor, pero era evidente que no respiraba: el pecho no se movía. Me di cuenta enseguida de que la habían asesinado.
– ¿Cómo sabe que ha sido asesinada? -inquirió el policía-. Puede haber muerto de forma accidental.
– Cuando entre y vea el cuerpo, lo sabrá -dijo el veterano director con un hilo de voz.
Perdomo abrió la puerta de la sala, que estaba en un lateral de la misma, y accedió al interior.
Nada más entrar, a su izquierda, vio seis hileras de sillas montadas sobre una grada, reservadas a los cantantes. En el extremo opuesto estaban las butacas para el público, y en el centro, sobre una gran tarima de madera, había un piano de cola, con la tapa bajada; junto a él, una plataforma más pequeña con un atril y una silla alta para el director del coro.
Ane Larrazábal yacía inerte sobre su espalda encima del piano, con los brazos en cruz, y con los pies en dirección al teclado.
Había perdido uno de los zapatos, que yacía junto a una de las patas de la banqueta del piano. La cara, como suele ser habitual en los estrangulados, tenía un color azulado y los ojos, abiertos de par en par, se hallaban medio salidos de sus órbitas, lo que confería al rostro de la violinista una expresión pavorosa. Los labios estaban enrojecidos y apergaminados y en el inferior, próxima a la comisura labial, podía observarse una excoriación, en la que se marcaba la impronta de dos piezas dentales.
En el pecho, del cual era visible una buena porción, gracias al amplio escote del vestido, le habían dibujado con sangre la siguiente inscripción en caracteres árabes:
A pesar de que era evidente que Larrazábal no podía ser ya reanimada, el inspector quiso cerciorarse de que la violinista estaba muerta. Como no disponía de guantes de látex y no deseaba tocar el cuerpo, sacó el programa del concierto que aún tenía en el bolsillo de la americana e hizo un cilindro con él. Colocó un extremo en el pecho de la víctima y auscultó el corazón desde el otro lado, comprobando que, efectivamente, éste había dejado de latir. Tras comprobar que estaba muerta, Perdomo extrajo un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta y lo utilizó para examinar la mano derecha de la víctima, en cuyo dedo pulgar el asesino había hecho un profundo corte, al objeto de obtener la sangre que había empleado como tinta.
La trombonista y los dos directores de orquesta habían acompañado al inspector hasta el borde mismo del piano y observaban ahora cada movimiento del policía en medio de un silencio reverente, como si fueran alumnos de primero de medicina asistiendo a una clase de anatomía. Perdomo se dio cuenta de que Elena Calderón se había llevado la mano a la boca y la mantenía en esa posición, tratando de reprimir el horror que le estaba causando aquella estremecedora visión. Rescaglio, en cambio, permanecía fuera, en el pasillo, cosa que Perdomo entendió perfectamente cuando le informaron de que era el novio de la víctima.
Además de sangre, en la mano derecha había restos de una sustancia rojiza que Perdomo identificó en el acto como polvo de resina. Gregorio le había contado en innumerables ocasiones que el arco de todo violinista debe estar siempre impregnado de este material para que las cerdas no resbalen contra las cuerdas sin producir sonido alguno.
Perdomo reparó en que en la sala no había ni rastro del valiosísimo violín de Larrazábal, y al comentar este hecho con los presentes, Elena Calderón, que estaba deseando alejarse cuanto antes de la escena del crimen, manifestó:
– Debe de estar en su camerino. ¿Quiere que vaya a comprobarlo?
– Sí, por favor -contestó Perdomo-. Y asegúrese también de que mi hijo Gregorio está bajo control.
Mientras la trombonista se alejaba, Perdomo se agachó para examinar de cerca el cuello de la víctima y permaneció en esa posición durante cerca de medio minuto. Luego se incorporó y comento con los directores:
– No hay ningún surco en el cuello, eso ya nos dice algo del modus operandi del asesino.
– ¿Surco? -preguntó Lledó extrañado.
– En los estrangulamientos con cuerda o lazo constrictor, siempre se aprecia un surco alrededor del cuello, pero aquí sólo he podido localizar un hematoma, en la parte lateral izquierda.
– O sea, que la estrangularon con las manos.
– El forense nos lo podrá decir mejor cuando haga la autopsia -le explicó Perdomo-, pero como no hay marcas de delito en cuello, ni huellas de uñas, más bien me inclino a pensar que la estrangularon con el antebrazo.
– ¿Y lo que le han dejado escrito en el pecho?, ¿sabe lo que significa? -preguntó el maestro Agostini.
– Hace un par de años le hubiera tenido que decir que no. Pero como cada vez hay más delitos cometidos por islamistas fanáticos en nuestro país, algunos agentes del Grupo de Homicidios estamos más que familiarizados con el Corán.
– Pues díganos de una vez lo que hay ahí escrito -exclamó Lledó impaciente.
– Es un nombre propio: Iblis, una de las denominaciones que los musulmanes dan al diablo.
Agostini recordó inmediatamente la inquietante conversación que había mantenido antes del concierto con Ane Larrazábal y se la resumió al inspector.
– Existen multitud de nombres para el demonio -dijo-. Baal, que es la talla que vio usted en el violín, es de origen cananeo. Los griegos utilizaron la palabra diabolos,de donde viene «diablo», los árabes emplean iblis a partir del vocablo balasa,«el desesperado». Según el Corán, cuando Alá creó a Adán, ordenó a todos los ángeles que se postrasen ante su nueva criatura. Iblis se negó, porque al estar hecho de fuego y no de arcilla, como el hombre, se creía superior a él. Entonces Alá lo expulsó de su lado, y por eso Iblis es el Desesperado, porque está alejado de Dios, y culpa al hombre de su desgracia.
– Ignoraba que el diablo de los musulmanes fuera tan similar al nuestro -dijo Agostini.
– Similar, usted lo ha dicho. Pero no igual. Iblis no es un ángel, como Lucifer, sino un yinn,un genio maligno, hecho de fuego. Y no se está consumiendo en el infierno, como nuestro Satanás, porque Alá le ha puesto a prueba y ha permitido que circule libremente entre los hombres. Iblis aprovecha la magnanimidad de Alá para tentar a los hombres con ideas pecaminosas y fantasmagóricas quimeras. Aunque los musulmanes están convencidos de que al final acabará en el infierno, claro.