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– ¿Cree que el crimen puede tener conexión con el fundamentalismo islámico? -preguntó horrorizado Agostini.

– Es aún muy pronto para emitir juicio alguno -dijo el policía.

– Pero ¿no es posible que este asesinato sea el comienzo de un cambio de estrategia? -insistió el italiano-. Hasta ahora, los terroristas islámicos han buscado matar a la mayor cantidad de gente posible. Pero como las medidas de seguridad internacionales les ponen las cosas cada vez más difíciles, quizá ahora estén tratando de llamar la atención mediante el asesinato selectivo. Ane Larrazábal es famosa en todo el mundo: de su muerte se van a hacer eco los diarios y las televisiones de todos los países.

– Le aseguro que en cuanto lleguen mis colegas del Grupo de Homicidios comentaré con ellos esta posibilidad -respondió el inspector.

– El violín siempre ha estado ligado al demonio -señaló de repente Lledó, que llevaba un buen rato en silencio-. Ya los antiguos griegos creían que cada divinidad estaba asociada a un instrumento. Los aulos, por ejemplo, que eran las flautas primitivas, estaban asociadas a Dionisio (Baco en la mitología latina) y por eso Aristóteles dijo que eran inmorales, porque eran demasiado excitantes. La lira y la cítara estaban ligadas a Apolo, el dios del sol, por eso se creía que tenían propiedades curativas.

– ¿Y el violín?

– El violín, inspector, no se inventó hasta el siglo xvi. Pero se origina a partir de un instrumento de cuerda frotada mucho más antiguo que inventaron los árabes, llamado rabalo,antepasado de nuestro rabel.

– Parece saberlo todo acerca del instrumento -dijo Perdomo con genuina admiración.

– Aunque soy director de orquesta, tengo la carrera de violín -le aclaró Lledó sacando pecho delante de su colega-. En el siglo xvi, los campesinos empezaron a servirse del violín para sus bailes, que los agentes de la Contrarreforma consideraban inmorales y obscenos; de ahí que se lo vincule con el diablo. Y ya mucho antes de Paganini empezaron a circular inquietantes historias sobre los extraños poderes de algunos violinistas.

– ¿Por ejemplo?

– Thomas Baltzar, un virtuoso alemán del siglo xvii. Se cuenta que, después de una exhibición particularmente vistosa con su instrumento, un profesor de música que se hallaba entre el público se agachó para tocarle los pies y cerciorarse de que no tenía pezuñas de carnero, como el Maligno, pues le resultaba imposible aceptar que un ser humano fuera capaz de extraer tales sonidos del instrumento.

El maestro Agostini se sintió en ese momento en la obligación de aportar algún dato al inspector y citó algunas leyendas sobre su compatriota Giuseppe Tartini:

– Fue un violinista del siglo xviii que tiene una sonata llamada El trino del diablo. La obra es tan endemoniadamente difícil que algunos sugieren que la única razón por la que Tartini podía tocarla era porque tenía seis dedos en la mano izquierda.

Fueron interrumpidos en ese momento por los agentes del Grupo de Homicidios de la UDEV (Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta), una brigada de élite de la Policía Judicial que se ocupaba de resolver los casos más complicados o aquellos que se presuponía que podían tener mayor relevancia social. Los detectives, que habían llegado prácticamente al mismo tiempo que el coche zeta de la Policía Nacional, estaban dirigidos por el inspector Manuel Salvador, que acababa de desembarcar en Homicidios, proveniente de la Brigada de Estupefacientes, y que ya había tenido algún roce con Perdomo, a causa de su estilo un tanto chulesco y de sus modales prepotentes.

Sus hombres empezaron a establecer inmediatamente un cordón policial en la zona y avisaron a la comisión judicial formada por el juez instructor, el secretario judicial y el médico forense. Salvador, que llevaba, como era habitual en él, la chaqueta colgada sobre los hombros, se acercó a Perdomo y, actuando como si los dos directores de orquesta no estuvieran presentes, le dijo:

– ¿Qué pinta esta gente aquí?

Perdomo le explicó quiénes eran los músicos y cómo su presencia en el concierto le había permitido a él llegar antes que nadie a la escena del crimen, a lo que su colega respondió:

– ¿Cómo coño permites que haya personas contaminando la escena del crimen? ¡En un caso que ni siquiera es tuyo!

– Nadie ha tocado nada, puedo asegurártelo -le aclaró Perdomo.

El inspector Salvador se dignó mirar por vez primera a los dos directores, y en un tono de voz seco y cortante, manifestó:

– Señores, debo pedirles que se marchen de aquí en el acto. Subinspector, acompáñeles fuera de la sala y tómeles los datos por si yo o Su Señoría necesitáramos hablar con ellos más tarde.

Luego, volviéndose hacia su colega de Homicidios, dijo:

– Yo estoy a cargo de la investigación, Perdomo, así que, si no tienes nada más que decirme, ¿por qué no coges la puerta, te marchas con la música a otra parte y me dejas trabajar?

Perdomo decidió no dejarse provocar por el tono zahiriente de su compañero y comenzó a caminar hacia la salida. Pero antes de abandonar la sala, se volvió hacia Salvador y le preguntó:

– ¿No quieres saber qué significa el nombre que le han escrito en el pecho?

Salvador, que a diferencia de Perdomo no estaba familiarizado con la cultura árabe, se descolgó la chaqueta de los hombros para buscar algo en uno de los bolsillos, extrajo un paquete de chicles de menta, se metió uno en la boca y lo masticó un par de veces antes de responderle:

– Sé lo que significa, Perdomo: la puta madre que parió a los moros, ¿no?

7

Cuando el inspector Perdomo llegó hasta la zona de los camerinos, se encontró con que el de Ane Larrazábal ya había sido precintado y un agente de uniforme custodiaba la puerta para que nadie pudiera acceder al interior. En uno de los otros tres camerinos reservados para los solistas, Perdomo encontró a Georgy Roskopf, el tuba, a Elena Calderón, la trombonista, y a su hijo Gregorio, que estaba llorando.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó su padre mientras dirigía una mirada inquisitiva al ruso, del que pensaba que podía ser el responsable del llanto del muchacho.

El niño intentó responder a su padre, pero su llanto era tan inconsolable que no le salían las palabras. Elena le abrazó y respondió por éclass="underline"

– Se ha enterado de que Ane ha muerto y está desolado.

– Entiendo -respondió Perdomo, que empezó a sentirse inmediatamente culpable por haber llevado a su hijo al concierto y por haberle implicado en aquella primerísima fase de la investigación.

– Lo mejor -sugirió Elena- es que nos marchemos de aquí cuanto antes. Esto está lleno de policías y Gregorio está muy afectado.

– Gregorio, ven aquí -le dijo con dulzura el inspector.

Su hijo, que tenía los ojos enrojecidos y ahora era víctima de un ataque de hipo, miró a su padre pero no se movió de donde estaba, como si le costara demasiado todavía abandonar el abrazo maternal de la trombonista.

– Lo que ha ocurrido, Gregorio, es terrible. Pero quien quiera que lo haya hecho, lo va a pagar, ¿me oyes? Un amigo mío -mintió el policía-, el inspector Salvador, está a cargo de la investigación y es uno de los mejores investigadores del Cuerpo Superior de Policía.

A Perdomo no le costaba reconocer que su colega, pese a tener un carácter difícil, era un policía competente, que se había apuntado varios tantos durante los años que había permanecido en Estupefacientes.

El niño preguntó:

– ¿Por qué, papá? ¿Por qué la han matado?

– Eso es lo que vamos a averiguar, tienes mi palabra.

Perdomo se acordó del violín y de que Elena había ido a indagar sobre éclass="underline"