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– Sólo estaba la funda y el arco -le informó la trombonista-. El violín ha desaparecido.

– Es lo que me imaginaba. ¿Alguno de ustedes sabe qué instrumento tocaba Larrazábal?

– Stradivarius -dijo Roskopf, acompañándose con un gesto con la mano que significaba «mucho dinero».

– No habrán tocado la caja del violín con las manos, ¿verdad?

– El estuche estaba abierto -dijo Elena, así que no tuve necesidad de tocar nada. Sólo pude echar un vistazo fugaz porque en ese momento llegó la policía y me sacaron al pasillo. Pero el camerino parecía un cuadro de Matisse.

– ¿Matisse? -preguntó Perdomo.

– Interior con caja de violín -respondió Elena-. Colecciono reproducciones de cuadros en los que aparecen instrumentos o referencias musicales y me he acordado de uno de Matisse, creo que está en el MOMA de Nueva York, en el que se ve una habitación desierta con una caja de violín vacía, abierta de par en par, reposando sobre una butaca que hay a la izquierda.

Un policía de uniforme se acercó a ellos y les anunció:

– Esta zona está dentro del cordón de seguridad. Voy a tener que pedirles que se marchen.

– No se preocupe, agente -dijo Perdomo-. Ya nos vamos. -Luego, volviéndose hacia Elena, preguntó-: ¿Hay algún lugar por aquí en el que podamos hablar un momento, antes de volver a casa?

Elena citó un par de cafeterías y después dijo:

– Pero deme un minuto, que tengo que ir a buscar el trombón. Ya verás qué pedazo de caja, Gregorio -le dijo al niño. Y luego, al tuba-: Georgy, ¿nos acompañas?

El ruso asintió y se marchó también en busca del estuche de su instrumento, aún más voluminoso que el de su colega.

Cuando los cuatro intentaron salir por fin a la plaza frente a la puerta del Auditorio, se encontraron con un par de agentes de uniforme que les cortaron el paso. Perdomo mostró la placa identificativa al policía, pensando que en cuanto la viera éste se haría a un lado de inmediato. En lugar de eso, el agente dijo:

– Lo siento, inspector, pero se ha producido el robo de un instrumento valiosísimo y tenemos órdenes de registrar a todo el mundo.

Perdomo levantó los brazos con expresión guasona para dejarse cachear, pero el policía hizo caso omiso de él.

– ¿Pueden abrir los estuches de sus instrumentos, por favor?

Tanto la trombonista como el tuba dejaron las fundas en el suelo y se pusieron en cuclillas para liberar los cierres de las fundas, que empezaron a cantar como si fueran grillos mecánicos: ¡click, click, click!

Al abrir las tapas de los estuches, los policías quedaron deslumbrados con el reflejo dorado de los instrumentos, refulgiendo como la armadura de un coracero a pleno sol.

– El violín no está aquí -señaló con cierta irritación Elena Calderón-. ¿Podemos marcharnos ya?

Los dos funcionarios les miraban impasibles. Parecían androides programados únicamente para el registro.

– Saquen los instrumentos -ordenó uno de ellos.

– Esto es ridículo -protestó el tuba.

Pero su queja no sirvió de nada, porque los dos músicos se vieron obligados a obedecer y los policías comenzaron a fisgar en todos y cada uno de los compartimientos, golpeando con los nudillos las paredes de los estuches para asegurarse de que no había dobles fondos. Una vez que se quedaron satisfechos, el policía que llevaba la voz cantante le dijo al ruso, que aún no había guardado la tuba:

– Menudo armatoste. ¿Hay que soplar mucho para sacarle algún sonido?

– Hazles una demostración, Georgy -dijo Elena.

Pero el ruso se limitó a emitir un gruñido de oso y a devolver la gigantesca tuba a su funda.

– Pueden continuar -dijeron los policías-. Y perdonen las molestias; sólo cumplimos con lo que nos han ordenado.

Los cuatro procuraron alejarse a buen paso de los agentes, como si temieran que les pudieran seguir importunando con nuevos controles, y se dieron cuenta de que había caído un copioso aguacero: resultaba delicioso llenarse los pulmones con el aire cargado de ozono que había traído la lluvia.

Perdomo se volvió para echar un último vistazo al lugar del crimen y vio que en el primer piso de la fachada norte del Auditorio había unos amplios ventanales protegidos con unos visillos de color blanco. Uno de ellos estaba descorrido y dejaba ver la figura un poco rechoncha de Joan Lledó, que les estaba observando impasible mientras se alejaban del edificio.

8

Mientras tanto, en París…

Tras enterarse por su amigo, el luthier Roberto Clemente, de que alguien acababa de poner fin a la vida de Ane Larrazábal, Arsène Lupot decidió encender el televisor para ver si la noticia había saltado ya a los medios de comunicación; no escuchó aún ninguna referencia en los informativos.

Se sirvió una copa de Armagnac, encendió uno de los Cohiba mini que solía fumarse a la caída de la tarde y, tras reflexionar durante unos minutos sobre la noticia que le acababan de dar sus amigos españoles, decidió volver a telefonearles. Esta vez respondió el propio Roberto:

– Hola, Arsène. Acabo de decirle a Natalia que al final no nos has contado para qué habías telefoneado.

– Es posible que dentro de unos días vaya a Madrid y quería saber…

– ¿Si puedes alojarte en casa? -interrumpió Clemente-. No tienes ni que preguntarlo, Arsène, ya sabes que aquí siempre hay sitio. ¿Cuándo llegas?

– Aún no lo sé. Mañana quiero hablar con el Círculo de Bellas Artes; me han pedido una charla y desconozco con cuanta anticipación trabajan. ¿Han dicho algo en la radio de Larrazábal?

– Sí -dijo Clemente-. En Radio Nacional, que estaba retransmitiendo el concierto, acaban de decir que ha fallecido.

– ¿Pero no han dicho de qué manera?

– No.

– ¿Cómo sabéis Natalia y tú que no ha sido un accidente y que ha sido asesinada?

– Tras el intermedio, han desalojado a todo el público y al salir nos hemos encontrado con un viola de la orquesta cliente nuestro, que ha oído en el vestuario de los músicos que la habían estrangulado.

– ¡Estrangulada! ¡Dios mío! Sólo tenía veintiséis años.

– ¿Habías tenido mucho trato con ella?

– En realidad, no. Larrazábal era una de mis clientes más recientes aunque, como le encantaba practicar su francés, en las dos ocasiones en que vino a La Muse estuvimos largo rato charlando. La primera vez que me trajo el violín fue hace un año y medio, para que le hiciera una revisión general. Le reajusté las clavijas, que estaban demasiado rígidas, rectifiqué la posición del alma y le limpié el violín por dentro. La segunda vez fue, como sabes, para tallarle la voluta en forma de diablo.

– Arsène, si se demuestra, como me temo, que la han asesinado por culpa de ese violín…

– ¿Han dicho algo del instrumento?

– Todavía no, pero ¿te cabe alguna duda de que lo han robado?

– La verdad es que no.

– ¿No crees que deberías ponerte en contacto con la policía y contarles de dónde viene ese instrumento?

Arsène Lupot dio una larga calada a su Cohiba antes de responder y luego dijo:

– Es una historia de hace sesenta años, Roberto. Y además se trata sólo de una conjetura.

– Pero ¿y si tiene algo que ver con lo de esta noche?

– No creo ni que la policía quiera escucharme. Estarán muy ocupados, y yo sólo soy un pobre viejo que se dedica a construir unos instrumentos que ya ni siquiera están de moda.

El español acababa de hacer referencia a una conversación que había mantenido con Lupot al día siguiente de que Larrazábal fuera a verle por vez primera, hacía dieciocho meses. El francés le había expresado su convencimiento de que el Stradivarius de Larrazábal era en realidad el mismo instrumento que había pertenecido a la legendaria violinista francesa Ginette Neveu, fallecida en accidente aéreo cuando contaba sólo treinta años de edad.