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Neveu estuvo considerada en su día como una de las más grandes intérpretes de su tiempo. Sus partidarios no se cansaban de recordar que en 1934, cuando tenía quince años, había ganado el Concurso Internacional Henryk Wieniawski, en el que participaban 180 violinistas, incluido el ruso David Oistrakh, que quedó en segundo lugar. Dado que Oistrakh había pasado a la historia como uno de los tres violinistas más grandes, era fácil imaginar, incluso para los no entendidos, el inconmensurable talento que debía de atesorar la francesa para haber podido derrotar al ruso.

La Neveu tenía un sonido inconfundible, cristalino y al mismo tiempo vigoroso, con el que hechizó a los auditorios de medio mundo hasta que, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, tuvo que suspender temporalmente las giras para concentrarse en las grabaciones de discos. El 20 de octubre de 1949, tras algún tiempo refugiada en Sudamérica, había decidido reanudar su carrera de concertista internacional con un recital en la parisina Sala Pleyel; un recital de nombre premonitorio: Concierto de los adioses. Ocho días después se embarcó en el aeropuerto de Orly en un vuelo transoceánico que debía llevarla hasta Nueva York.

En el avión, un Lockheed Constellation de Air France, viajaban 48 personas, entre pasaje y tripulación. Uno de los pasajeros era Jean Paul Neveu, hermano de Ginette y pianista de talento que solía acompañarla en los recitales. También se encontraba a bordo Marcel Cerdan, ex campeón del mundo de los pesos medios, que viajaba a Estados Unidos para tratar de recuperar un título que acababa de arrebatarle Jake LaMotta. Cerdan se había hecho famoso en aquella época por estar manteniendo, a pesar de estar casado y con tres hijos, un sonado romance con la cantante Edith Piaf. El avión había despegado de París a las 20.05 del 27 de octubre de 1949. Estaba previsto que realizara una pequeña escala técnica en las islas Azores. A la 01.41 de la madrugada, el Constellation comunicó a la torre de control de Vila do Porto, en la isla de Santa María, que la hora estimada de llegada eran las 02.45. En una comunicación posterior, esta hora fue modificada a las 02.55. A las 02.51 el avión informó a la torre que se encontraba a tres mil pies de altura y que había establecido contacto visual con la pista de aterrizaje. Tras recibir las pertinentes instrucciones para tomar tierra, no se volvió a saber nada del aparato.

Minutos más tarde, llegó la noticia de que el Constellation se había estrellado contra el monte Redondo, un pico de novecientos metros de altura situado en isla de San Miguel, otra de las Azores.

El accidente fue atribuido a un error humano y no hubo supervivientes.

En su día, la muerte de Cerdan -en pleno romance con Edith Piaf y a punto de recuperar el título de campeón del mundo- fue la que acaparó el interés del público y las principales portadas de los periódicos, pero lo cierto es que Ginette Neveu ya se había convertido, en el momento de su fallecimiento, y con sólo treinta años, en una de las intérpretes más importantes del siglo xx.

Pronto empezó a extenderse el rumor de que, cuando fueron hallados sus restos, la violinista aún estaba abrazada a su valioso Stradivarius, pero lo cierto es que el instrumento no fue hallado jamás.

Lupot sabía por qué el famoso violín había desaparecido del lugar del accidente, ya que había escuchado la historia de labios del mismísimo luthier de Neveu, Étienne Bernardel.

Bernardel, que vivía aún y gozaba de excelente salud, era, en realidad, bastante más que un luthier:se trataba de una figura de importancia capital en la historia de la fabricación de instrumentos, no sólo en Francia, sino en el mundo entero. Los más renombrados solistas confiaban en él, desde Anne Sophie Mutter hasta Yo-Yo Ma; ya anteriormente, Pablo Casals o Yehudi Menuhin le habían elegido también para que se ocupara de sus valiosísimas herramientas de trabajo.

Lupot solía visitarle con cierta frecuencia en su taller de la rue Portalis, donde había comenzado su padre. Nacido en 1925 en Mirencourt, «la ciudad de los violines», como solían llamarla los franceses, Bernardel estaba ya demasiado mayor para abordar trabajos de precisión, pero acudía al taller con regularidad para coordinar a un equipo de cuatro expertos, que era el que sacaba los encargos adelante.

Oír al veterano luthier relatar historias de violines y violinistas era como escuchar al venerable Homero recitar las peripecias de la guerra de Troya. «En mi pueblo, Mirencourt -solía decir Bernardel-, había seis mil habitantes, de los cuales, mil eran luthiers

Bernardel estaba convencido de que cualquier violín, por muy bueno que fuera, se tenía que adaptar a la personalidad del intérprete, y por eso, antes de manipular cualquier instrumento, iba a la sala de conciertos para escuchar a su cliente en diercto. Si eso no era posible, pedía al violinista que tocara en su taller, para establecer qué ajustes se adecuarían mejor a su manera particular de tocar.

Una de las historias más repetidas por Bernardel era la referente al violín de Ginette Neveu. Por expreso deseo de la concertista, el luthier le había construido, al parecer, en los años treinta, el mejor y más seguro estuche de violín de la época, por el que había facturado más de trece mil dólares de los de entonces. El exterior estaba revestido de material ignífugo y la caja podía soportar una presión de cientos de kilos de fuerza. El interior, forrado de seda italiana aterciopelada, era tan lujoso como la suite francesa del hotel Four Seasons-Georges V de París e incluía dos termómetros diferentes, uno con la escala Celsius y otro con la Farenheit, además de higrómetro, humidificador, e iluminación individual para cada uno de los compartimientos. Como al examinar los restos del avión en que Neveu había perdido la vida no fue posible hallar ni siquiera el estuche del violín, Bernardel estaba persuadido de que éste había sido sustraído durante las tareas de rescate.

Pero esto no era todo. Hacía unos meses, Bernardel había contado a Lupot algo todavía más sorprendente: durante un concierto de Ane Larrazábal, retransmitido por televisión desde la Sala Gaveau en París, una de las cámaras había ofrecido un plano detalle de la cabeza del Stradivarius y Bernardel había reconocido -o creído reconocer- el violín.

– Yo conocía ese instrumento mejor que nadie, y supe en cuanto lo vi que era el de Neveu -sentenció el viejo artesano.

Lupot escuchó el relato con interés, pero le pareció probable que Bernardel hubiera inventado, o redondeado al menos, para hacerla más atractiva, parte de la historia. El venerable anciano había conocido días de gloria en otros tiempos hasta el punto de llegar a ser el luthier más importante del mundo, y quizá buscaba ahora una forma de volver a ser el centro de atención, inventando anécdotas de difícil confirmación. O tal vez no era la vanidad lo que le había llevado a construir esa historia, sino que, dada su avanzada edad, estaba siendo víctima de alguna variedad de demencia senil que le llevaba a relatar hechos inciertos, salidos de su gran imaginación.

Pero ¿y si la historia de Bernardel no era inventada y el Stradivarius de Larrazábal era en verdad el de Neveu? ¿Y si otra persona, que se considerase el legítimo heredero del violín, hubiera visto también la retransmisión del concierto en la Sala Gaveau, hubiera reconocido el instrumento y se hubiese decidido a recuperarlo a cualquier precio?

Si el Stradivarius de Larrazábal era en verdad el de Neveu, tenía más sentido que la española hubiera querido cambiarle la voluta, para que fuera más difícil reconocerlo. Sin ser consciente de ello -pensó Lupot- él habría actuado como uno de esos cirujanos plásticos de dudosa reputación que se dedican a cambiar el aspecto físico de los delincuentes más buscados por la policía. Lupot recordó que, cuando Ane fue a verle para que le tallara la cabeza del diablo, le explicó que su propósito era doble: por un lado, quería alimentar -como en su día lo había hecho su admirado Paganini- la leyenda de que su electrizante manera de tocar obedecía a un pacto sobrenatural; y por otro, quería infundir -y así se lo confesó sin ambages en su atelier- una especie de pánico cerval en sus rivales, pues consideraba legítimo cualquier ardid que le permitiera sobrevivir en un mundo tan extraordinariamente competitivo como el de la sala de conciertos. Larrazábal le dijo textualmente, cuando acudió a su taller, que dado que no podía salir al escenario con pintura de guerra en la cara, como si fuera un luchador maorí, quería que aquella terrible cabeza cumpliera la función de amedrentar a sus adversarias, empezando, como es lógico, por la más temible de todas ellas, la japonesa Suntori Goto.