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– Cuando se convocó la plaza nos presentamos quince trombonistas. Yo era la única mujer. Desde hace ya muchos años, para evitar discriminación por razones de sexo, las audiciones se llevan a cabo detrás de una cortina, y todos los aspirantes tienen nombre masculino, así que yo me examiné con el nombre de señor Calderón.

– ¿Tuvo que vestirse de hombre?

Elena sonrió ante la ocurrencia y durante unos segundos pareció haber perdido el hilo del discurso. Luego comentó:

– Sólo me hubiera faltado eso: tener que tocar con una barba postiza.

– ¿Se puso nerviosa?

– Yo nunca me pongo nerviosa -afirmó, muy segura de sí misma-. No estoy pavoneándome de nada, le estoy contando las cosas como son. Muchos de mis compañeros en la orquesta se ven obligados a tomar Sumial para no descomponerse de nervios durante los solos. Yo, desde pequeñita, he tenido la rara capacidad de mantenerme serena en los momentos de mayor presión y eso hace que disfrute mucho en los conciertos.

– Esa sangre fría también la convertiría en una eficaz asesina -apuntó el policía, bromeando.

– Supongo que sí.

– ¿Qué ocurrió durante la prueba?

– La audición se dividía en tres partes. En la primera te hacen tocar una obra obligada. A mí me tocó el Concierto de Henri Tomasi.

– No lo he oído nombrar en mi vida. Claro que mi conocimiento de la música clásica se reduce a la Quinta Sinfonía de Beethoven y a lo que meten en las películas: ya sabe, Apocalypse Now…

– Eso es la «Cabalgata de las Walkirias» de Wagner.

– Excalibur…

– Carmina Burana de Cari Orff.

– Y el anuncio de la miel de la Granja San Francisco.

– El Minueto de Boccherini -dijo Elena triunfante, como si fuera una concursante de televisión que hubiera acertado todas las preguntas-. No se preocupe, aunque fuera usted un buen aficionado a la música clásica no sabría quién es Tomasi, porque sus obras no se interpretan con mucha frecuencia. Y es una pena, porque tiene música excelente. Es muy lírico, muy melódico, y mezcla muchos estilos; yo lo calificaría de música mestiza.

– ¿De dónde es?

– Era. Murió en 1971. Nacido en Marsella, pero de padres corsos. Toqué el concierto estupendamente porque me encanta; creo que es una de las mejores piezas del repertorio.

– Me da pena no haber estado allí para escucharla.

– Me hicieron tocar lo más difíciclass="underline" el primer movimiento, andante y scherzo,que empieza con una parte de mucho virtuosismo, en clave de jazz, en la que hay hasta citas de una canción de Tommy Dorsey. Ésa fue la pieza obligada. Luego tuve que tocar un repertorio orquestaclass="underline" la Tercera de Mahler, el «Tuba Mirum» del Requiem de Mozart, Till Eulenspiegel de Strauss… así hasta ocho fragmentos. Y al final, dos piezas de libre elección. Ahí me salí -dijo la trombonista estallando en una carcajada que a Perdomo le pareció encantadora-. Llevé el Konzertino de Ferdinand David y la Cavatina de Saint-Saëns. Toqué el Konzertino con tanta garra que Lledó, al otro lado de la cortina, no quiso escuchar más y dio por concluida la audición exclamando:

– ¡Ése es mi chico!

– ¿Eso dijo? ¿Ése es mi chico?

– Tal cual se lo estoy contando. Imaginará el chasco que se llevó cuando descorrieron la cortina y se dio cuenta de que su chico era yo.

– Pero tuvo que aceptarla, ¿no?

– Naturalmente, yo era la mejor trombonista de los quince candidatos; hubo unanimidad entre los cinco miembros del jurado. Pero todavía recuerdo la cara de mortificación de Lledó cuando tuvo que firmar el acta de la sesión. Se le hinchó una vena aquí en la sien y le temblaba la mano de rabia.

– Pero ¿por qué? ¿Solamente por haberse equivocado?

– Porque es un machista y un homófobo. El trombón es un instrumento tradicionalmente asociado a los hombres. Es viril, es guerrero, hace falta muchísimo fuelle para tocarlo, hasta el punto de que a los trombones antiguos los llamaban «sacabuches». Que una mujer «usurpe» un puesto tradicionalmente reservado a los varones, algunas personas no lo pueden soportar. De hecho, de la única manera que Lledó pudo aceptarlo al principio fue pensando que yo era lesbiana.

– ¿En serio? Pues lo último que pensaría yo de usted es que es lesbiana.

– Eso es porque aún no me ha oído tocar -dijo riendo Elena-. Tocar, toco como un hombre. En los demás aspectos de mi vida, tiene razón, no lo soy. Pero a él le aliviaba esa idea.

– ¿Se lo dijo directamente a la cara?

– No tiene lo que hay que tener, pero me llegaban sus comentarios por terceras personas. Pero como además de machista es homófobo, el hecho de que él pensara que había una lesbiana en su orquesta, y encima con un puesto de responsabilidad, acabó por descomponerle todavía más.

– Debo confesarle que el señor Lledó, del que había oído hablar, pero al que no tenía el placer de conocer, no me ha transmitido, como se dice coloquialmente, buenas vibraciones.

– Es un tipo de cuidado -prosiguió la trombonista-. Gané la plaza de primer trombón, y él, como llevaba muy poco tiempo en la orquesta y además estaba todavía negociando algunos flecos que habían quedado pendientes de su contrato, no dijo nada. Pero en cuanto se sintió afianzado en su posición, sobre todo desde una Quinta de Mahler que le elogió mucho la prensa -y que estuvo muy bien, no me duelen prendas en reconocerlo-, decidió ir a por mí.

– ¿Trató de despedirla?

– Fue más complicado. Durante el primer año estuve -y así lo decía mi contrato- a prueba. Si Lledó hubiera querido echare durante ese período, lo habría tenido muy fácil, ya que, por ley, lo único que necesitaba aportar eran dos informes negativos por escrito. Pero como se sentía aún inseguro en la orquesta, no dijo nada y perdió su oportunidad. Al finalizar mi año de prueba, como mi plaza era de trombón solista, la orquesta tenía que votar en pleno si yo me quedaba o no, y fui admitida. Entonces el señor Lledó decidió ir en contra del voto de la orquesta y me degradó a segundo trombón. Después de eso…

La trombonista detuvo su narración porque acababa de ver a Andrea Rescaglio, el novio de Ane, que había entrado en el bar a comprar tabaco. Llevaba colgado del hombro su voluminoso instrumento y tenía los ojos rojos, de haber llorado profusamente. Nada más ver a la pareja, se acercó a saludarles.

– Estamos todos horrorizados, Andrea -dijo Elena-. Si podemos hacer algo por ti.

– Muchas gracias -respondió el italiano-. Hay personas todavía más tocadas que yo. Me voy ahora mismo a casa de los padres de Ane. Quiero estar junto a ellos en estos momentos terribles.

– ¿Es que no van a venir?

– Mañana, seguramente. Pero quiero ir yo a Vitoria a buscarles. Tengo un amigo que me lleva.

El chelista se marchó tras comprar los cigarrillos y dejó sumidos durante un rato en un silencio dramático al policía y la trombonista. Un silencio que fue interrumpido por la voz, mitad de niño, mitad de adolescente, de Gregorio, que dijo:

– Papá, ¿cuándo nos vamos?

– Enseguida -respondió el policía, que sacó su teléfono móvil del bolsillo y se lo entregó al niño-: Toma, para que te eches un Tetris mientras tanto.

– ¿Puedo llamar a mi amigo Nacho? -preguntó el niño.

– Esta noche puedes hacer lo que quieras -dijo el padre.

Gregorio salió a la calle para charlar con su amigo más tranquilamente y Elena le dirigió una mirada de gran ternura.