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– ¿De qué obra se trata? -preguntó el inspector simulando interés, cuando lo cierto era que lo que de verdad había despertado su curiosidad eran los extraños zapatos que llevaba el italiano.

Rescaglio se dio cuenta de que el policía no podía despegar la mirada de aquellos zuecos tan peculiares y preguntó:

– ¿No los conoce? ¡Los famosos Crocs! Son americanos, y aunque se han puesto de moda en el mundo entero, donde de verdad están haciendo furor es en Japón.

– Crocs, sí, algo he leído -dijo Salvador en tono receloso-. Entre otras cosas, que no son seguros.

– Eso son bobadas, campañas de prensa alentadas por la competencia. Lo único cierto es que son tan cómodos que yo no me los quito ni para acostarme.

Tras un breve silencio, fue Rescaglio quien retomó la conversación que habían dejado abandonada.

– Me había preguntado qué obra tocaremos el sábado. Es el Concierto para chelo de Elgar. ¿Lo conoce?

– No, lo siento. No es que me disguste la música clásica, pero…

El italiano no le dejó concluir la frase, sino que se fue directo a por su instrumento y lo extrajo de un estuche muy aparatoso, amarillo y poliédrico. A Salvador, más que la funda de un chelo, aquello le pareció la maleta de viaje de un alienígena. Tras tensar con dos golpes de muñeca las crines del arco, Rescaglio se sentó con el chelo entre las piernas, miró al inspector y afirmó muy convencido:

– Es imposible que no le suene esto.

Y atacó el dramático recitativo con el que comienza uno de los conciertos más famosos de la historia. Desde la primera nota, Salvador supo que jamás había escuchado esa música sombría y llena de presagios ominosos. Algún crítico había llegado a escribir que el comienzo de Elgar dejaba tan estupefacto al oyente como si Shakespeare hubiera comenzado Hamlet directamente con el monólogo atormentado del príncipe: «Ser o no ser, he aquí el dilema», sin explicaciones ni ambientación previa de ningún tipo.

– Sí, ya me va sonando -mintió el policía para no parecer un completo zote, mientras el italiano desgranaba los sonidos lacerantes que preceden a la cadenza inicial del concierto de Elgar.

El policía distaba mucho de poseer la cualificación necesaria para establecer si Rescaglio era o no un buen intérprete, pero al menos, se dijo a sí mismo, el italiano parecía responder a la idea preconcebida que las personas no muy duchas en música suelen tener de los grandes virtuosos. Al llegar al expresivo glissando que señala la entrada de los vientos, Rescaglio dio por terminada la demostración y volvió a guardar el chelo en la funda, aunque no llegó a cerrar la tapa. En el interior del estuche -que Salvador espió con disimulo, pues resultaba evidente que aquél era un rincón privado, como la capilla de un torero- había una foto de Ane Larrazábal, pero también de otra joven pelirroja que no supo identificar. Sin embargo, se abstuvo de preguntar, ya que tenía la misma sensación que si hubiera efectuado un registro ocular sin mandato judicial. En vez de eso, le preguntó por el concierto, que parecía ser de una importancia capital para él.

– ¿Y usted actuará de solista, sin la orquesta?

Por el comentario, Rescaglio supo que el inspector no sabía una sola palabra de música, y aunque es cierto que no había estado a la defensiva en ningún momento, aquello acabó de relajarle.

– Me he explicado mal -inspector-. Cuando hablo de que soy chelo solista, me refiero a que lo soy dentro de la orquesta. Los jefes de sección tocamos a veces pequeños solos en la parte orquestal, pero nunca se nos confía todo un concierto. La persona que se enfrentará a nosotros el sábado será un virtuoso británico llamado Stephen Isserlis.

– ¿Que se «enfrentará» a ustedes? Utiliza un lenguaje casi bélico.

– Con Lledó, ésa es la mentalidad que tenemos que adoptar. Para él cualquier concierto es una especie de batalla campal, aunque sea de carácter artístico. Yo tengo una visión de la música bastante menos bélica, pero he de reconocer que, por lo menos desde el punto de vista etimológico, a Lledó no le falta razón, ya que la palabra «concierto» viene del verbo latino concertare,que quiere decir batallar.

Salvador estuvo tentado en ese momento de dejar a un lado la charla musical y dar comienzo al interrogatorio, pero años de experiencia le habían enseñado que a veces las informaciones más decisivas se obtenían por el procedimiento de relajar al interrogado, dejando que la conversación fluyese de forma natural. Así que siguió dando hilo a la cometa.

– Le confieso que no puedo imaginar en qué consiste la guerra. ¿No se limitan ustedes a ofrecer al público bonitas melodías?

– Ésa es la percepción que tiene el no iniciado, pero por debajo de las apariencias, hay un mar de fondo de proporciones inimaginables. El primer elemento de fricción es la elección del tempo, que es la velocidad a la que se toca la pieza. El concertista puede plantear un tempo que al director de la orquesta no le parezca oportuno, y entonces, ¿quién cede? Teóricamente, tanto el solista como el director tienen el mismo rango musical. Incluso aunque se pacte un tempo durante los ensayos, puede ocurrir que durante el concierto uno de los dos contendientes trate de incumplir el acuerdo, y empiece a ir más deprisa, para obligar al otro a seguirle, o viceversa.

– ¿Y cree que el sábado habrá gresca? -dijo Salvador, que ya estaba empezando a imaginar el concierto que se avecinaba como un partido de fútbol de la Copa de Europa.

– No lo creo, porque dirige Lledó, y tiene demasiado respeto a Isserlis como para ponerse en plan divo con él. Y eso que algunos miembros de la orquesta apodan Chulini a nuestro director.

– ¿Chulini? ¿Es algún juego de palabras?

– Uno de los grandes directores de orquesta de todos los tiempos, ya fallecido, se llamaba Carlo María Giulini. El mote Chulini implica que los músicos piensan que él se cree un gran director cuando en realidad no es más que un chulo de pacotilla.

– ¿Usted tiene ese concepto de él?

– Más que chulo, Lledó es un gran vanidoso, pero no es mal director. E Isserlis es un soberbio chelista, aunque nadie podrá superar nunca la versión del concierto de Elgar de la mujer que lo hizo famoso, Jacqueline du Pré. Murió también muy joven, como Ane, aunque su final fue muchísimo más terrorífico, porque fue víctima de una enfermedad lenta, humillante y dolorosa, para la que no hay cura: la esclerosis múltiple.

Rescaglio se inclinó sobre el estuche y sacó de él la foto de la mujer pelirroja que estaba junto a Ane.

– Ésta es Jackie du Pré.

Salvador hizo ademán de ir a coger la fotografía para examinarla con más detenimiento, pero el músico retiró la mano lo suficiente para darle a entender que sólo debía mirarla.

– Disculpe, es una foto que me costó mucho conseguir.

Al comprobar que el policía no se había molestado, le aproximó la foto a pocos centímetros de la cara y Salvador pudo examinar la imagen con todo detalle. Lo que más llamó su atención fue la enorme carga de sexualidad que desprendía aquella figura. Jackie du Pré estaba sentada, con el chelo colocado entre unas piernas que mantenía abiertas de par en par, como si estuviera entregándose en cuerpo y alma a un amante joven, fogoso e insaciable; y como llevaba además una minifalda floreada que evocaba la estética hippy de los años sesenta, se podía disfrutar de una visión más que generosa de sus prietos y bien torneados muslos. El fotógrafo la había sorprendido en el acto de inclinar la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y la expresión ausente, mientras sacudía al viento su tupida cabellera pelirroja, tal como suelen hacer las modelos en los anuncios de suavizante. Ese gesto reforzaba aún más la sensación de estar asistiendo a un momento absolutamente privado, a un auténtico orgasmo musical.