Salvador quiso decir algo, pero se lo impidió un gesto involuntario de su glotis al tragar saliva. Rescaglio sonrió complacido al comprobar el impacto que había causado la foto en el policía y la devolvió al estuche, colocándola junto a la de Ane, para luego comentar:
– Zubin Mehta, el gran director de orquesta, la comparó con una yegua salvaje que corre por las colinas del sur de Inglaterra. Ane tenía ahora la misma edad que Jackie cuando empezó a sentir los primeros síntomas de la enfermedad.
Apodada Smiling por sus incondicionales, y también El Ángel de la Eterna Sonrisa, Du Pré, que con sólo veintiséis años había alcanzado ya, como Ane Larrazábal, la cúspide de su carrera, empezó a sentir a esa edad los primeros síntomas de una dolencia que afecta al sistema nervioso central y que está catalogada dentro de las enfermedades autoinmunes, en las que es el propio sistema defensivo del organismo el que enloquece y arremete -por considerarlas una fuente de peligro- contra determinadas zonas del mismo. En el caso de Du Pré, la parte del cuerpo atacada por su sistema inmunológico habían sido las neuronas, que además del pensamiento hacen posible el control muscular del organismo.
Ane y Jackie eran almas gemelas, inspector -dijo Rescaglio visiblemente emocionado-. Esa actitud rebelde, carente de prejuicios a la hora de abordar no sólo la música, sino también las relaciones humanas, ese sentido del fraseo que sólo podría calificar de… -Rescaglio se detuvo un instante para buscar la palabra adecuada- innato. Innato, libre y personal. A muchos músicos, grandes intérpretes incluso, los traía locos Ane, no eran capaces de acoplarse a ella; su profunda musicalidad al margen de convencionalismos y de interpretaciones demasiado literales de la partitura los desbordaba por completo. Es cierto que, a ambas, este magma incandescente que brotaba de sus volcánicas personalidades a veces se les iba de las manos y para alcanzar lo sublime llegaban a coquetear con el ridículo. Pero, como decía sir John Barbirolli, el mítico director británico, si no eres excesivo de joven, ¿qué va a ser de ti cuando seas viejo? Nunca lo sabremos, porque desgraciadamente Ane…
Rescaglio no llegó a terminar la frase porque la evocación de su novia recién fallecida le hizo prorrumpir en sollozos. Intentó reprimir las lágrimas, pero al ver que el policía le tendía un pañuelo para que se las enjugara, decidió abandonarse durante unos momentos a su involuntario desahogo.
Una vez que hubo recuperado un poco el ánimo, Rescaglio dirigió una amarga sonrisa al hombre que acababa de ser testigo de su repentino desmoronamiento y preguntó:
– ¿Tienen ya alguna sospecha de quién pudo hacerlo? ¿Hay algún rastro del violín?
– La investigación no ha hecho más que comenzar, pero le aseguro que el culpable será puesto a disposición de la justicia y el violín de su novia, recuperado.
El policía hizo una pausa para aclararse la garganta, como para indicar a su interlocutor que, muy a su pesar, en aquel momento comenzaba la parte peliaguda de su declaración.
12
– Señor Rescaglio -comenzó el inspector Salvador, procurando dar un aire más solemne a sus palabras-, no tengo ni que explicarle lo valioso que puede ser su testimonio para el esclarecimiento de los hechos que tuvieron lugar la otra noche en el Auditorio. Usted no sólo estuvo entre las últimas personas que vieron con vida a la víctima, sino que además fue de las primeras en descubrir su cadáver. Le tengo que formular un sinfín de preguntas que…
– No se preocupe -interrumpió el italiano-. Va a tener en mí a su más firme colaborador, porque aunque es cierto que ya nada puede devolver la vida a Ane, voy a hacer lo imposible para que la persona que la asesinó se pudra en la cárcel el resto de su vida.
Salvador sonrió complacido ante la actitud del italiano y preguntó:
– ¿Dónde estaba cuando le dieron la noticia de que su novia había sido estrangulada?
– En el vestuario masculino, junto al resto de los músicos. Allí permanecí desde que terminó la primera parte hasta el fatal desenlace.
– ¿Cuántos son ustedes?
– Casi ciento veinte. Hay aproximadamente el mismo número de hombres que de mujeres.
– Sí, ahora se ha puesto de moda eso de la paridad -comentó Salvador-. Y a usted no le viene mal, pues tiene cerca de sesenta testigos que pueden confirmar su versión.
Esta acotación, que tenía por objeto tranquilizar al italiano, fue formulada por Salvador de manera tan torpe que logró en el acto el efecto contrario de poner a la defensiva a su interlocutor.
– ¿Es que soy sospechoso? -saltó Rescaglio como un resorte-. Inspector, ¿qué móvil tendría yo para acabar con la vida de la mujer con la que iba a casarme el otoño que viene?
– Perdóneme -dijo Salvador-, ni por un momento quería insinuar lo que ha entendido. Usted es testigo, no sospechoso, y mucho menos imputado. Lo que trataba de decirle es que tiene a un verdadero ejército de personas que pueden corroborar que no abandonó el vestuario en ningún momento, desde que salió del escenario hasta que le fue comunicada la muerte de su novia. No sabe la cantidad de molestias que esto le puede ahorrar durante la investigación. No solamente no tenía, como dice usted, ningún móvil para matarla, sino que, al menos que demostremos que es capaz de estar en dos lugares al mismo tiempo, ni siquiera habría podido cometer el crimen, de haber tenido un móvil.
– Me ratifico en lo que le acabo de decir y mis compañeros músicos podrán confirmárselo -afirmó muy solemne Rescaglio-. Lo que, a pesar de mi absoluta disposición de ánimo, me lleva a preguntarme: ¿en qué puede ayudar mi testimonio a la policía, si estuve todo en el tiempo en el vestuario y no vi ni escuché nada?
– Eso nunca se sabe. A veces un detalle que parece nimio es vital para la investigación. Por ejemplo, hay algo que me llama poderosamente la atención -continuó diciendo Salvador-. El forense me ha dicho que su novia no tenía marcas en el cuerpo, aparte de las del estrangulamiento. Falta por hacer la autopsia, por supuesto, pero si a simple vista no se detectan magulladuras, ni moratones, ni arañazos, ni rozaduras, es altamente probable que su novia no fuera llevada a la fuerza a la Sala del Coro, sino que acudiera allí voluntariamente. ¿Por qué acudiría a esa apartada sala motu proprio?
– No tengo la más remota idea. Quizá buscaba la cafetería y se perdió, como Agostini.
– Suena poco verosímil. Al fin y al cabo, Agostini es un director invitado que no tenía por qué conocer el Auditorio. Pero su novia había tocado ya aquí unas cuantas veces, ¿no?
– Sí, así es.
– Luego, es difícil que pudiera perderse.
– Tiene razón. ¿No la pudieron asesinar en otro lugar y luego llevar su cadáver hasta la Sala del Coro?
Salvador torció el gesto, como dando a entender que esa posibilidad no le cuadraba demasiado.
– ¿Con qué objeto? Si hizo eso, el asesino se arriesgaba a ser sorprendido durante el traslado por un conserje o por cualquier músico que anduviera deambulando por allí.
– Tal vez se aburrió de esperar en el camerino y decidió dar un paseo. O quizá se dirigió a la Sala del Coro porque sabía que allí había un piano.
– ¿No hay uno en todos los camerinos? -objetó el inspector.
– Son pianos de estudio, verticales. Suenan a plástico coreano. El de la Sala del Coro es uno de cola, un Yamaha de los buenos.
– ¿Su novia tocaba también el piano?
– No como para dar conciertos, desde luego, pero se defendía bastante bien. Tenga en cuenta que, musicalmente hablando, siempre fue una superdotada.
– ¿Para qué querría tocar el piano después del concierto?