Выбрать главу

El director de orquesta obedeció al ruego de Larrazábal y ésta se tomó unos segundos antes de responder, como si estuviera poniendo en orden sus ideas. Por fin dijo:

– Siempre he suscrito las palabras de mi admirado Ivry Gitlis: en la historia del violín, Paganini no es una simple evolución. Quiero decir que no es que primero existieran Corelli, Tartini o Locateili, después llegara Paganini, hiciera sus aportaciones, y luego continuara el proceso hasta nuestros días. Paganini es un corte, un abismo, un salto en el vacío. Es lo más importante que le ha ocurrido al violín en toda su larga historia. No es una evolución, es una revolución. De la misma forma que el mundo no volvió a ser el mismo después de Cristóbal Colón, tras Paganini todo cambió para nuestro instrumento. Los dos, por cierto, eran genoveses.

– Pero musicalmente sus conciertos no se pueden comparar a los monstruos sagrados del repertorio, como Mendelssohn o Beethoven.

– Mucha gente opina que hay más música en el rondó del Concierto de Beethoven que en los seis conciertos de Paganini. Sin embargo…

Larrazábal hizo una pausa, como si no estuviera aún decidida a compartir sus pensamientos con Agostini.

– Puede hablar con franqueza -dijo éste al verla vacilar-. Le prometo que nada de lo que me diga aquí esta noche saldrá de esta habitación.

– Debo confesarle que mi elección del Concierto de Paganini -dijo ella al fin- tiene bastante que ver con el fiasco de Suntori, el mes pasado en el Carnegie Hall.

Larrazábal acababa de hacer alusión a Suntori Goto, una violinista japonesa nacida en Osaka, un año después que ella, que estaba considerada, por su deslumbrante técnica y su cálido sonido, la gran rival de la española.

– Algo he oído. ¿Qué pasó exactamente?

– Puede leer la demoledora crítica en la página web del New York Times. Suntori tocó La Campanella hace unas semanas en el Carnegie y, ya en la cadenza del alegro inicial, dio varias notas falsas. El público se lo perdonó, porque -ignoro la razón- es incondicional de la japonesa. Pero cuando llegó el final, le pidieron una propina, y la Suntori, en vez de reconocer que no estaba en su mejor forma y escoger una pieza de nivel medio, se intentó quitar la espina de los fallos que había tenido lanzándose a interpretar el Capricho n.° 24 de Paganini, tal vez la obra más difícil que se haya compuesto jamás para violín.

– Sí que es una temeridad -dijo Agostini con semblante grave-. Sobre todo teniendo en cuenta que Suntori acaba de recuperarse de una lesión de muñeca muy importante, ¿no es así?

Larrazábal no pudo reprimir una clara mueca de desdén al oír estas palabras.

– ¿Lesión de muñeca? No haga caso de todo lo que se publica, maestro. Mis informadores me cuentan que Suntori está desarrollando un miedo al público que puede acabar con su carrera. Para ponerse delante de un auditorio hay que estar hecha de una pasta -polenta,creo que se dice en italiano- de la que, evidentemente, ella carece.

– ¿Qué ocurrió durante el Capricho?

– Según el Times, fue la debacle. Tocó las octavas paralelas de manera que parecían en realidad intervalos de séptima, los glissandi los transformó en saltos y los saltos en glissandi,las notas en pizzicato de la mano izquierda apenas eran audibles desde la primera fila y había diferencias de afinación de un cuarto de tono. Tras la novena variación, ella misma decidió interrumpir su patética exhibición y se retiró al camerino envuelta en un silencio glacial por parte del público. Nadie se atrevió a abuchearla ni a silbarla, porque allí es intocable, pero sus seguidores sufrieron una de las mayores decepciones artísticas de los últimos años.

– No sabía que había sido para tanto.

– En América, maestro, Suntori está acabada, por lo que es probable que ahora intente remontar su carrera en Europa. Pues bien, yo he decidido esta noche interpretar, como propina, el Capricho n.° 24 de Paganini. Quiero que llegue a oídos de la japonesa que si intenta robarme mercado, aquí en mi propio feudo, lo va a tener francamente difícil.

Agostini sonrió al darse cuenta de que bajo la apariencia frágil de aquella mujer encantadora se ocultaba una de las personalidades más ferozmente competitivas y ambiciosas que él hubiera encontrado a lo largo de sus ya cincuenta años de carrera.

– No tengo ninguna duda -dijo Agostini, muy satisfecho de no tener a Larrazábal en su contra- de que la Suntori quedará trastornada cuando lea las críticas a este concierto, que promete ser deslumbrante, signorina. Estos días atrás, en los ensayos había veces que a la orquesta le costaba seguirla. ¿Cómo se las arregla para ejecutar pasajes tan vertiginosos sin errar ni una sola nota?

– Ah, eso es porque, como puede ver -dijo acercando la cabeza del violín a la cara de Agostini-, yo también he hecho mi pequeño pacto a la Paganini.

Durante unos segundos, los ojos del italiano se desviaron del escote de la solista, del que resultaba difícil apartar la mirada, para ir a reparar en la llamativa voluta del violín, que remataba el clavijero del instrumento. Aquel violín era único, el maestro Agostini no había visto jamás nada parecido. La voluta, habitualmente con forma de pergamino enrollado, estaba rematada por una inquietante cabeza.

Era la efigie del diablo.

2

A menos de un kilómetro de allí, el inspector de Homicidios Raúl Perdomo, adscrito a la Brigada Provincial de la Policía Judicial de Madrid, intentaba desesperadamente encontrar un lugar para aparcar el vehículo en el que él y su hijo Gregorio, de trece años de edad, estudiante, en sus ratos libres, de cuarto año de violín en el Conservatorio Superior de Música, se dirigían al Auditorio Nacional para asistir al concierto de Larrazábal.

Juana, la madre de Gregorio y esposa de Perdomo, había fallecido hacía año y medio en un accidente de submarinismo en el mar Rojo, y aunque lo más devastador para el niño había pasado ya, el inspector había comprobado que éste procuraba evitar hablar de su madre cuando su nombre salía a relucir accidentalmente en alguna conversación, e incluso le había pedido que cambiase el papel tapiz de su ordenador, que era una fotografía en la que aparecía ella sonriendo. Era la primera vez que padre e hijo asistían juntos a un concierto y también la primera vez que Perdomo se enfrentaba al solemne y reglamentado mundo de la música clásica. La madre de Gregorio, que descendía de aquel legendario Pablo Sarasate que encandiló con su violín a los melómanos de medio mundo a mediados del siglo xix, había inculcado en su hijo el amor por este tipo de música, pero siempre habían sido la propia Juana o, en su delecto, los padres de ella, quienes habían acompañado a Gregorio al Auditorio. Tras el fallecimiento de ésta, el niño no había vuelto a expresar deseos de escuchar música en vivo, pero hacía diez días -y para Perdomo era un signo de clara mejoría en la elaboración del duelo del chico- Gregorio había pedido a su padre que le consiguiera entradas para escuchar a la diva del momento, la gran Ane Larrazábal, por quien el niño sentía verdadera debilidad. La broma le había costado al inspector doscientos euros por butaca en la reventa.

A punto ya de entrar en el Auditorio, al inspector se le veía preocupado por la posibilidad de no estar a la altura de las circunstancias durante el concierto, ya que el rígido protocolo de las veladas sinfónicas le era totalmente desconocido.