Выбрать главу

Después de degustar un desayuno en el mítico Café de Flore, por el que tuvo que desembolsar casi treinta euros, Lupot entró en una tienda de discos. A Natalia, la mujer de Roberto, le encantaba la chanson française y al luthier le pareció buena idea comprar algunos discos para llevárselos como obsequio a su anfitriona. Tras hacerse con media docena de cedés que era difícil que hubieran llegado a España, Lupot decidió curiosear, por deformación profesional, en el apartado de música clásica y no pudo evitar un sobresalto cuando vio el álbum que Ane Larrazábal acababa de sacar al mercado. Al preguntar a uno de los dependientes la fecha de su lanzamiento, éste le dijo que los primeros ejemplares le acababan de llegar esa misma mañana, por lo que aún no había dado tiempo a ponerlos en el escaparate, como la gran novedad del mes.

El título del disco era L'instrument du diable y, en la portada, sobre un fondo rojo infernal, aparecía la famosa violinista, mirando a cámara, con una expresión engañosa y turbadora. De un lado, los ojos, enormes y azules, irradiaban una bondad seráfica y la mostraban al público como una criatura encantadora y confiable; de otro, la boca, inclinada hacia un lado, en una semisonrisa cruel y desalmada, parecía desmentir lo que expresaba la mirada y confería a toda la figura el aire amenazador de un lobo disfrazado de cordero. Ane Larrazábal había querido hacer hincapié en lo diabólico, vistiendo para la foto un extraño hábito negro con capucha, que le daba el aspecto de gran sacerdotisa de las tinieblas. En las manos sostenía, o más cabría decir que hacía levitar ligeramente, su famoso Stradivarius, con la voluta que Lupot había tallado, que parecía consumirse en un pequeño infierno de lenguas de fuego. Dio la vuelta al cedé para ver qué piezas se habían incluido en el mismo y comprobó que figuraban las más célebres obras de música clásica relacionadas con el diablo. Abría el álbum la Danza macabra,de Camille Saint-Saëns, basada en un poema del poeta decimonónico francés Henri Cazalis. En esta célebre obra, la música intenta describir a la muerte, rodeada de esqueletos bailando frenéticamente hasta el amanecer al son de su violín. Lupot recordó el comienzo de la pieza, en la que se podía escuchar el inquietante «Intervalo del diablo», un acorde de dos notas que estuvo prohibido en la Edad Media por la Iglesia porque se decía que tenía el poder de convocar al Maligno. Cuando se estrenó la Danza macabra, en 1875, el público francés no acogió de manera muy entusiasta los inquietantes e innovadores sonidos concebidos por Saint-Saëns para el xilofón, evocando el castañeteo de los huesos de los muertos.

En la selección llevada a cabo por Larrazábal no podía faltar la más célebre pieza de Paganini asociada con Satanás, Las brujas,una serie de variaciones para violín y piano basadas en un ballet del siglo xix en el que se describía la llegada de unas brujas a un bosque encantado. La obra estaba tan erizada de dificultades técnicas y sus melodías eran a veces tan ominosas que, cuando Paganini la estrenó en Viena, un espectador se mostró dispuesto a jurar que había visto al diablo en el escenario, junto al genovés, moviendo su brazo y guiando su arco. En algún momento de su carrera, al violinista le debió de parecer contraproducente esta obsesiva asociación de su figura con Lucifer y decidió hacer pública una emotiva carta, que le había escrito su madre desde Praga, llena de alusiones a Dios, como el mejor sistema para desmentir los rumores de que él era hijo de Satanás. Esta estratagema no le dio resultado alguno, sobre todo a raíz de que, debido a una terrible infección, al italiano le tuvieron que arrancar todos los dientes de la boca, lo que confirió a su ya torva expresión una apariencia aún más escalofriante.

Lupot comprobó que Larrazábal rendía homenaje en el disco a dos compositores españoles con connotaciones mefistofélicas. Uno, el gran Pablo Sarasate, que había llegado a ser considerado, junto a Paganini, el mayor virtuoso de violín de la historia y que era autor de una Sinfonía Fausto para violín y orquesta. El otro, Manuel de Falla, había compuesto para el ballet El amor brujo una «Danza del terror», que, por más que la hubiera escuchado en incontables ocasiones, al francés le seguía produciendo un profundo impacto.

Ahora Ane Larrazábal estaba muerta. Pero el instrumento con el que había sido grabada toda aquella música -quizá el violín más excepcional que Lupot hubiera tenido nunca entre sus manos- había sobrevivido a la violinista y estaba en poder le su asesino. Si su amigo Clemente estaba en lo cierto y aquél era un objeto portador de mala suerte, por nada del mundo le habría gustado estar en los zapatos del sujeto que lo había sustraído.

14

Madrid, 48 horas después del crimen

Manuel Salvador recogió su coche del taller -un BMW coupé de color titanio- a las nueve y media de la mañana, tras haber recibido por parte del dueño del establecimiento una farragosa explicación acerca de su retraso en la entrega del vehículo: había tenido mucho trabajo y, además, el mecánico que iba a encargarse de su coche se puso repentinamente enfermo, por lo que había tenido que recurrir a otro.

Salvador se puso furioso cuando comprobó que el sustituto no había empleado los habituales plásticos protectores para no manchar de grasa el interior del habitáculo y que el volante estaba cochambroso. El policía observó también con enorme fastidio que el cierre del cinturón de seguridad no funcionaba correctamente y que el depósito de gasolina estaba a la mitad; aunque cuando el encargado del taller se ofreció a subsanar las deficiencias, Salvador le contestó que ya había esperado demasiado y que pasaría a abonar la factura una vez que hubiera comprobado que sus hombres no habían perpetrado en su vehículo ningún otro desaguisado.

El siguiente testigo al que quería entrevistar el inspector era la mano derecha de Ane Larrazábal, la, en apariencia, todopoderosa Carmen Garralde, con quien había quedado citado a mediodía en su piso de Las Vistillas. Salvador se dijo que disponía de tiempo para su visita semanal a la Fundación Síndrome de West, una asociación privada creada por los padres de los niños que padecían esta terrible enfermedad. Manuel Salvador se había convertido hacía pocos meses en uno de esos padres. En su quinto mes de vida, el segundo hijo de Salvador, el pequeño Nicolás, había empezado a manifestar los síntomas dramáticos de este proceso degenerativo que afecta a uno de cada seis mil niños. El bebé había ido perdiendo paulatinamente la sonrisa, abandonado la prensión de los objetos y el seguimiento ocular, había comenzado a llorar sin motivo y a volverse irritable. La enfermedad fue diagnosticada al pequeño en un tiempo récord, que fue también el que tardó el inspector en enterarse de que el síndrome de West lleva apareadas secuelas neurológicas y psicomotrices irreversibles y severas. El mazazo para él y su mujer había resultado devastador, pero por fortuna, la ayuda y el apoyo emocional que les estaban dispensando desde la Fundación les estaba posibilitando, a él y a su esposa, sobreponerse poco a poco a aquel cruel zarpazo del destino.