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– No -dijo Natalia con preocupación, como si se estuviera sintiendo culpable por no haber ejercido una labor de vigilancia que podría haber evitado la consumación del delito-. Y lo que resulta aún más sospechoso es que, cuando regresamos a nuestras localidades para escuchar la segunda parte del concierto, Suntori ya no estaba.

Los tres amigos habían dado buena cuenta ya de la carne y de las patatas que les habían servido como guarnición y en aquel momento, a instancias del camarero, se debatían sobre si procedía tomar postre y, en tal caso, cuál pedir. Natalia decidió compartir unos profiteroles al oporto con Arsène, y Roberto, al que hubo que frenar para que no pidiese otro plato de carne como postre, prefirió conformarse con un café solo.

Terminados los postres, el camarero se acercó a recoger los platos y les ofreció un licor de hierbas, que los tres aceptaron de buen grado. Cuando Natalia advirtió que pretendía retirar una botellita de aceite que había estado en la mesa desde el principio, le rogó que no se la llevara.

– Luego os contaré para qué la necesito -les dijo con aire misterioso a sus amigos.

– Estamos ya en la sobremesa -dijo Roberto dirigiéndose al francés- y todavía no hemos decidido si vamos a acudir a la policía para contarle lo que sabemos.

Lupot apuró el vaso de licor y emitió un ligero chasquido de satisfacción con los labios antes de hablar.

– ¿Ir a la policía? Yo al menos, lo tengo que pensar. No quiero hacer el ridículo, ni que me tomen por un loco. Porque, ¿qué podría contarles?

– Hechos, Arsène, hechos -exclamó Roberto-. En primer lugar, que sospechamos que el violín de Ane es robado, porque tu amigo Bernardel lo reconoció por televisión y dijo que era el violín de Neveu. En segundo lugar, que Ane te encargó modificar el aspecto del violín con esa talla, tal vez porque se había enterado de que el instrumento había sido localizado. Y Natalia y yo, que por supuesto iremos contigo, informaremos a la policía de que la más directa rival de Ane, Suntori Goto, estaba entre el público. A lo mejor no sirve para nada, pero ¿no dicen siempre eso de que el detalle más nimio puede ser decisivo en una investigación?

– ¡Vengo a dar una conferencia y acabo complicado en una investigación criminal! -exclamó Lupot-. ¿Ir a la policía? ¿Y cómo se hace eso? Yo no tengo ni idea. Me figuro que si nos presentamos en la comisaría diciendo: «Tenemos información sobre un crimen», hay tantas posibilidades de que nos hagan caso como de que nos manden a paseo.

– No podemos correr ese riesgo -afirmó Roberto-. Tengo un amigo que es periodista en El País y mañana me puedo enterrar, con una sola llamada, de quién es el inspector de homicidios que está llevando las investigaciones, para que nos atienda personalmente.

Lupot levantó un brazo para llamar la atención del camarero y dibujó una pequeña firma en el aire para que le trajera la cuenta.

– No vas a pagar la cena -puntualizó Roberto con una sonrisa traviesa.

– ¿Y quién me lo va a impedir? -replicó desafiante Lupot-. Lleváis invitándome a todo desde hace diez años; esto, más que hospitalidad, empieza a ser un insulto.

– Quiero decir que no vas a pagar la cena todavía -aclaró su amigo-. Te recuerdo que Natalia nos ha prometido que nos iba a explicar no sé qué con el aceite. ¿De qué se trata?

– Mientras hablábamos de Suntori y de cómo estuvo espiando a Ane, me he acordado de que Adile, nuestra asistenta turca, me contó que existe un método infalible para averiguar si alguien está padeciendo mal de ojo. Hay que echar dos gotitas de aceite en un vaso de agua. Si las dos gotas permanecen sobre la superficie sin llegar a juntarse, estamos a salvo. Pero si se funden para formar una sola gota, habrá que ir pensando en un conjuro que nos libre del hechizo.

– Prefiero que no lo hagas -dijo Lupot.

– Creí que no eras supersticioso -dijo burlona Natalia.

– Pero vosotros sí lo sois y yo he estado en contacto con ese violín. Imagínate que se juntan las dos gotas. Vamos a estar angustiados durante mi estancia, y todo por una estupidez.

– Creo que por una vez Arsène tiene razón -dijo Roberto-. Lo mejor es no tentar a la suerte.

– Como queráis -dijo Natalia dejando la botellita de aceite de oliva otra vez sobre la mesa.

El francés pagó la cena y los tres amigos se encontraron, nada más salir a la calle, con que, a pesar de la época del año, la temperatura había descendido notablemente, hasta el punto de que el aliento que salía de sus bocas se empezó a condensar en vaho a los pocos segundos.

– Tenemos el coche en el aparcamiento de Gran Vía -dijo Roberto-. Podemos volver a casa inmediatamente o buscar un sitio para tomar la última copa.

– Yo voto por tomar algo -dijo Natalia.

– ¿No estás fatigado del viaje, Arsène?

– En absoluto. Todo lo que pido es que el lugar no sea demasiado ruidoso. Lo único que no me gusta de España es esa costumbre que tiene la gente de reunirse para charlar en lugares en los que es físicamente imposible oírse unos a otros.

– Muy bien -dijo Roberto-, pues entonces dirijámonos hacia la calle Reina. Es un pequeño paseo, pero hay allí dos lugares de copas en los que, además de que la música no está demasiado alta, el barman prepara unos combinados que tumban de espaldas.

El trío de amigos inició la subida hacia la plaza del Callao, y cuando estaban a medio camino, Natalia dijo:

– ¡Maldita sea! Me he dejado la bolsita con los discos de Arsène en el restaurante.

– Pues corre a por ellos, mujer -dijo Roberto-. Te esperamos en esa esquina.

– No, hace mucho frío para que estéis parados como dos pasmarotes. Id hacia Reina y yo os alcanzo en un par de minutos.

Natalia se dio una carrerita hasta el restaurante y fue abordada por un camarero, que le entregó la bolsa con los discos nada más verla entrar por la puerta.

– Iba a salir yo a buscarla en este momento -dijo el empleado.

La mujer oteó por encima del hombro del camarero y se percató de que estaban empezando a recoger la mesa en la que habían cenado, así que le dijo:

– ¿Le importa que eche un vistazo, a ver si me he olvidado algo más?

– Está usted en su casa -dijo su interlocutor, haciéndose a un lado para franquearle el paso.

Natalia se acercó a la mesa y le dijo al camarero:

– Disculpe, no voy a tardar más de treinta segundos.

El hombre se alejó y Natalia, tras simular que inspeccionaba los asientos, se sentó a la mesa, destapó la botellita de aceite y vertió dos gotas en el único vaso de agua que aún estaba medio lleno.

Las dos gotas no sólo se fusionaron al instante en una sola, sino que ésta adoptó la forma de un inquietante ojo verdoso-amarillento al que le hubieran extirpado la pupila.

Era el vaso de Arsène Lupot.

17

A esa misma hora, y a no mucha distancia de allí, el inspector Perdomo consultaba los principales diarios digitales en el ordenador de su despacho para comprobar si se había filtrado ya a la prensa algún dato importante de la investigación. Para su asombro, la prensa estaba ya al tanto de todos los detalles:

TERRORISTAS ISLÁMICOS PODRÍAN ESTAR

DETRÁS DEL ASESINATO DE ANE LARRAZÁBAL

decían la mayoría de los titulares; y también figuraba ya su incorporación a la UDEV central, que había ocurrido sólo hacía unas horas, y un breve perfil profesional con una elogiosa alusión final al caso El Boalo.

«Por lo menos esta vez no han publicado mentiras», se dijo mientras buscaba ansiosamente la otra noticia que le interesaba del día, que era la investigación del asesinato de Manuel Salvador.