La habitación estaba en penumbra y la única fuente de luz era la pantalla del ordenador, pero a pesar de ello, Perdomo se dio cuenta de repente de una presencia a su espalda que le sobresaltó. Era su hijo Gregorio, que había entrado en el despacho sigilosamente y ahora le espiaba desde atrás, medio oculto entre las cortinas de la ventana.
– ¡Gregorio! ¡Vaya susto me has dado! ¿Cuánto tiempo llevas ahí? ¿Por qué no me has dicho nada?
– Quería saber cuánto podía acercarme a ti sin que te dieras cuenta -le respondió su hijo, muy satisfecho de haber sorprendido a su padre.
Perdomo le pidió que se acercara y le abrazó cariñosamente.
– ¿Te diviertes tocando? Últimamente te escucho practicar poco.
– La verdad es que a veces echo de menos tocar con otra persona.
– ¿Y no hay ningún compañero con el que puedas hacerlo? Invítalo un día a casa y hacéis un dueto.
– A veces toco con Nacho, pero me aburro un poco, porque toca peor que yo.
– Necesitas a alguien que te estimule, ¿no? Como cuando quieres progresar al tenis y te buscas a una persona que juegue mejor, aunque te haga morder el polvo en todas las partidas.
– Eso es.
– ¿Y tu profe? ¿No puedes hacer dúos con él?
– Sí, claro, pero él toca también el violín, y siempre se pide la parte difícil, que es la que quiero tocar yo.
– ¿Y qué te gustaría tocar a dúo?
– ¿Has visto la película Master and Commander?
– No. ¿De qué va?
– Es de un barco de la Armada británica que persigue a un corsario francés en la época de Napoleón. El capitán del buque, que es Russell Crowe, toca el violín, y como el médico de a bordo es amigo suyo y es chelista, se divierten juntos tocando un quinteto de Boccherini.
– ¿Un quinteto entre dos? ¿Y eso cómo puede ser?
– No lo sé, pero eso es lo que me gustaría tocar: el Quintettino de Boccherini de Master and Commander.
Perdomo se quedó pensativo y tras dudar de la idea que le rondaba la cabeza se lanzó por fin a expresarla:
– Tu padre va a encargarse de atrapar a la persona que mató a Ane.
– ¡Bien! -dijo el muchacho como si le hubieran anunciado que su equipo favorito acababa de fichar al futbolista del momento.
– Eso significa que voy a tener que hablar con muchos músicos, así que les puedo preguntar quién podría acompañarle en tu «quinteto a dos».
– Pero antes tienes que ver una cosa, papá. Y prométeme que no te vas a enfadar.
El rostro grave de Gregorio semejaba ahora el de un adulto. A Perdomo le pareció el de un director de un banco a punto de anunciar a su cliente que no le va a conceder el crédito.
– No te puedo prometer nada. Excepto que sea lo que sea lo que me vas a enseñar, me enfadaré mucho menos de lo que lo haces tú conmigo cuando no te quiero comprar tu último antojo.
Gregorio condujo a su padre hasta su dormitorio y, tras extraer el violín de su estuche, le mostró cómo el mango del instrumento se había desencolado del cuerpo debido a un formidable golpe, cuyo impacto se apreciaba perfectamente en el clavijero.
Perdomo se quedó unos instantes con la boca abierta, sin poder articular palabra.
– Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Has utilizado el violín como un martillo olímpico? ¡Con razón no te oía practicar estos días!
– Entonces ¿no te enfadas porque se me haya caído al suelo?
– Le puede ocurrir a cualquiera. Además, me imagino que tendrá arreglo, ¿no?
– Sí, claro -dijo el chaval poco convencido-. Pero te aseguro, papá, que no va a ser barato.
– Por eso no te preocupes.
Al ver que el chico se guardaba algo que no quería o no se animaba a decir, Perdomo dijo:
– Oye, no será esto un truco para que te compre un violín nuevo, ¿no?
– No, papá.
– Entonces ¿por qué tengo la extraña sensación de que no me estás contando todo acerca de esta rotura?
– Fue en el metro.
– Ya te he dicho que no tengo inconveniente en que vayas en metro, siempre que no lo hagas solo. ¿Con quién ibas?
– No me entiendes, papá. No viajaba. Estuve tocando en el metro.
Perdomo tardó varios segundos en reaccionar, porque dudaba de que hubiera escuchado bien la frase, así que se la hizo repetir.
– A ver, a ver: ¿mi hijo de trece años ejerce la mendicidad en el metro de Madrid? Pero ¿cuándo ha sido eso?
– No fue para sacar dinero, fue por una apuesta. ¿Te acuerdas de cuando Joshua Bell…
– ¿Quién?
– Un virtuoso estadounidense. Tiene un Stradivarius. Y se puso a tocar en el metro de Washington para comprobar a cuánta gente era capaz de parar. Acababa de llenar tres días un auditorio de Boston a pesar de que las entradas estaban a cien euros. Pues en el metro no se paró casi nadie.
– ¿Y cuál era la apuesta? ¿Con quién la hiciste?
– Con dos amigos del cole. Yo les dije que la razón por la que la gente no se paraba no es porque a la gente no le guste el violín. No se paraban porque Joshua Bell eligió una pieza de Bach que no tiene ni ritmo ni melodía: la Chacona. Si hubiera tocado la Meditación de Thais o cualquier otra pieza más conocida, se hubiera formado un corro como el mío.
– ¡No lo puedo creer! ¿Tú triunfaste donde fracasó un virtuoso del violín? ¿Y en España, donde la música más clásica que hemos oído es «Paquito el chocolatero»?
– Si no te lo crees, mira la foto que me sacó Dani con mi móvil.
Gregorio extrajo el teléfono del bolsillo y le mostró una instantánea en la que se veía a un niño rodeado de no menos de treinta personas.
– Espera un momento. ¿Tu móvil? ¿Desde cuándo tienes tú móvil?
– Es que el primer día conseguimos reunir 67 euros. Y volvimos otra vez, que es cuando se me cayó el violín.
Perdomo estaba a punto de estallar en una carcajada, pero en vez de eso adoptó un semblante muy serio, para poder tomar el pelo a su hijo.
– Yo todo lo que veo aquí es un niño, pero está muy lejos. ¿Cómo sé que eres tú?
A Gregorio se le veía ahora desesperado por el hecho de que su padre no le creyese capaz de la hazaña que había logrado.
– ¡Papá, mira la ropa! ¡Esa cazadora blanca y roja me la has visto cien veces!
La reacción del niño, que era la esperada por el padre, hizo que éste pudiera ya dar rienda suelta a su hilaridad.
– Y dime: ¿qué pieza elegiste tú para superar a ese violinista?
– Recordé que tú siempre dices que los Beatles fueron los Shubert del siglo xx. Y como en el salón tienes todos sus discos, los estuve oyendo para encontrar una melodía pegadiza.
– ¡Sólo por haber elegido a los Beatles ya mereces una recompensa!
– Toqué una canción muy marchosilla llamada «Eight Days a Week».
Por toda reacción, Perdomo empezó a tararear el tema al ritmo de sus propias palmas: Ain't got nothin' but love, babe, eight days a weck.
Gregorio sintió un poco de vergüenza ajena por el poco garbo que mostraba su padre al moverse y le paró en seco:
– Es suficiente, papá. No te «motives».
Perdomo aseguró a su hijo que esa misma semana solucionarían lo de su violín, pero antes le hizo prometer que no volvería a desplegar sus habilidades musicales en el metro.
– Hace unos meses un grupo neonazi asesinó a un chico en Legazpi. Y se producen robos y agresiones todos los días.
– Pero cada vez hay más cámaras, papá -le replicó su hijo-. Y hace poco han empezado a funcionar hasta patrullas con perros. Yo creo que estoy más seguro en el metro que en la calle.
– Tienes trece años, Gregorio. Un chico de trece años, hoy en día, no está seguro en ninguna parte. Y menos con un violín como el que quizá tenga que comprarte.