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– Un momento. ¿Qué demonios hay en esta lista?

El inspector había extraído de la carpeta un folio escrito a máquina, en el que figuraban más de una docena de nombres, el último de los cuales era el de una mujer y no estaba mecanografiado como los otros.

– Son las personas que han intervenido en el caso hasta ahora. Están desde el juez instructor hasta el forense y sus ayudantes, pasando por los hombres de mi grupo.

– Querrás decir el de Salvador. ¿O es que ya te ves como su sucesor in péctore?

– Perdomo, joder, vamos a tener la fiesta en paz, que nos quedan por delante muchas horas de estar juntos.

– Eso ya lo veremos. ¿Quién es esa mujer que figura al final? Sólo habéis puesto el teléfono, pero no viene a qué departamento pertenece.

– Milagros Ordóñez es una vidente -respondió Villanueva, atusándose una corbata verde pistacho que habría llamado la atención hasta en la selva amazónica.

– ¿Me estás tomando el pelo? ¿Salvador utilizaba médiums para sus investigaciones?

– Para que veas que juego limpio contigo. No tenía por qué habértelo dicho, porque no lo sabe ni Galdón.

Perdomo sacudió la cabeza con incredulidad, mientras contemplaba aquel nombre escrito a mano.

– ¡Es lo que nos faltaba! Estos frikis,no contentos con infestar los medios de comunicación como una plaga, ahora se nos cuelan en la policía.

– Ordóñez no es ninguna friki -puntualizó Villanueva-. No siempre es capaz de proporcionarnos la información que necesitamos, pero las veces en que nos ha asegurado que tenía datos, siempre ha resultado fidedigna.

– ¡No me tomes el pelo, Villanueva, que tengo los cojones negros del humo de cien batallas!

– No la tomes conmigo. Era Salvador en persona el que la consultaba siempre que se quedaba atascado en un caso.

– ¿Quieres decir que esa señora ha estado implicada en más investigaciones criminales? ¿En qué casos?

– No te puedo decir en cuántos; Salvador llevaba muy discretamente sus relaciones con ella. Jamás dejó que nadie de la UDEV estuviera presente en las entrevistas que mantenía con esa señora.

– ¿Y cómo sabes entonces que recurrió a ella en el caso Larrazábal?

– Porque hace tres días se le averió su coche y me pidió que le llevara yo en el mío hasta la casa de la médium. No me dejó ni verla. Me hizo esperar fuera todo el rato, y eso que estuvo con ella cerca de una hora.

– ¿No tendría un lío?

– No lo creo. A Salvador le gustaba acicalarse cuando salía de conquista, y a esta entrevista fue sin afeitar y con una camisa que daba pena verla.

Perdomo rebuscó en la carpeta que le había entregado Villanueva y extrajo otro documento: una partitura, rota en dos pedazos y vuelta a unir con papel celo, metida en una bolsa de plástico para guardar pruebas. En ella estaban escritas a mano las siguientes notas:

– Y esto ¿qué es?

– Estaba en el camerino de la violinista cuando llegamos nosotros.

– ¿Dónde?

– En la papelera.

– ¿Lo ha examinado la Policía Científica?

– Sí. No hay más huellas que las de la víctima, la tinta es de un bolígrafo BIC y el papel es corriente.

– ¿Y las notas? ¿A qué obra pertenecen?

– ¿Y cómo quieres que lo sepa? Nadie me lo ha dicho a mí tampoco. ¿Me puedo marchar ya?

– No. ¿Qué habéis averiguado de la muerte de Salvador?

– De momento no hay un sospechoso claro, aunque la cosa parece evidente: si a la violinista se la carga una célula islamista y el tío que le pone la bomba a Salvador en el taller es un moro, resulta obvio que se lo han cepillado para que no siga investigando.

– Los dos asesinatos no están relacionados. Vengo de hablar con la Policía Científica y me ha dicho que la pista islámica que seguimos en el caso Larrazábal es una pista falsa. Tampoco tenía por qué habértelo dicho.

– Gracias por la información, estamos en paz. ¿Puedo irme ya?

– Sí, pero me preocupa la médium. Normalmente las charlatanas estas piden a la policía que les proporcione algún objeto de la víctima. Si Salvador la consultó en el caso Larrazábal, me da miedo que se haya quedado con alguna prueba.

– Hay un medio muy simple para salir de dudas. ¿Por qué no la llamas?

20

Un minuto después de que el subinspector Villanueva hubiera salido de su despacho, Perdomo marcó el número de la parapsicóloga. Saltó un contestador y Perdomo dejó un breve mensaje con su nombre, empleo y número de teléfono. Media hora después, la parapsicóloga le devolvió la llamada y quedaron en verse en su casa al cabo de dos horas.

Milagros Ordóñez vivía en un chalet en Pozuelo de Alarcón, donde tenía la consulta. Cuando le abrió la puerta, no se encontró con el tipo de mujer que esperaba, quizá por estar condicionado por las echadoras de cartas del tarot que salen habitualmente en televisión: ni labios pintarrajeados, ni pendientes de gitana, ni chal de colorines por encima del vestido. Era una mujer pequeña, que acababa de entrar en la cincuentena, con el pelo corto y canoso: un corte redondo con las puntas desfiladas y pegadas al rostro, que resaltaba la dulzura de sus facciones. Las patillas, casi de adolescente, le encuadraban la mirada y le afinaban la barbilla. Tenía los ojos de color miel y se había puesto el maquillaje justo para que realzaran su mirada. Perdomo la clasificó inmediatamente dentro del grupo «maduritas atractivas».

– Buenas tardes, inspector -le dijo con una tenue sonrisa que ya no se le fue de los labios en ningún momento de la conversación-. Si me da la gabardina, se la cuelgo aquí en el recibidor y así no nos incordia.

Perdomo se quitó la prenda y la mujer, al ver que el policía miraba en todas direcciones para tratar de averiguar en qué tipo de casa estaba, dijo:

– Si está mirando dónde tengo la ouija,pierde el tiempo.

Hablaba con una voz muy suave, pero al mismo tiempo muy firme, lo que a Perdomo le desconcertaba por completo.

– Lo cierto es que no tiene el aspecto de una parapsicóloga al uso -reconoció el policía.

– Soy psicóloga clínica, especializada en niños. Sólo ocasionalmente, y a petición de la policía, he intentado aplicar mis limitados poderes extrasensoriales a la investigación criminal. Siempre desinteresadamente, porque lo cierto es que yo me gano la vida interpretando el inconsciente a niños con problemas.

– ¿Qué tipo de niños? -quiso saber el inspector-. ¿Como el de El sexto sentido?

Milagros Ordóñez pareció encajar bien el chiste del inspector y respondió:

– Y aún más raritos. Pase a mi consulta; en el salón no podemos hablar porque está mi madre viendo el culebrón de después de comer. ¿Quiere un café?

– Sí, gracias. Solo y con azúcar. Y poco café.

– Un ristretto, entonces -puntualizó Ordóñez.

La psicóloga le hizo pasar a su consulta, en la que había muy pocos objetos: una mesa grande y barnizada que parecía un mueble antiguo reciclado a escritorio de oficina, un flexo, un sillón de orejas, un diván de psicoanálisis, algunos juguetes en el suelo y una fotografía enmarcada en la pared, de mediano tamaño, en la que Perdomo creyó reconocer inmediatamente a la gran novelista Agatha Christie.

– Es Melanie Klein -le corrigió la psicóloga-. Fundó la Escuela Inglesa de Psicoanálisis y es una de las pioneras de la terapia con niños.

La mujer desapareció para prepararle el café y Perdomo se sentó a esperarla en el diván del psicoanalista. Como la puerta había quedado abierta, el policía pudo escuchar, aunque débilmente, algunos diálogos del culebrón que se estaba emitiendo en la televisión pública. Se le quedó grabado uno particularmente inverosímiclass="underline" «Soy una mujer y he luchado por ti como una mujer». Perdomo sintió una mezcla de vergüenza e indignación por el hecho de que se estuviera emitiendo semejante bazofia con el dinero de sus impuestos.