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Al cabo de unos minutos, entró Ordóñez con una pequeña bandeja de café, en la que solamente había una taza.

– Yo no tomo. Bastante nerviosa me ponen ya los niños para encima meterme cafeína en el cuerpo.

– ¿Para qué son todos esos juguetes? -preguntó Perdomo señalando al suelo, donde había piezas de Lego, trenes, pelotas y otros objetos que no supo reconocer.

La psicóloga se sentó en el sillón de analista, como si fuera a dar comienzo una sesión, y se lo explicó:

– A los niños no se les puede tumbar en ese diván en el que está usted ahora. La técnica, en la que Melanie Klein fue pionera, es interpretarles mientras juegan.

– Entiendo. Pero entonces ¿para qué tiene el diván?

– De vez en cuando, malgré moi,me ocupo de algún adulto. Pero no me gusta, no se me dan bien los adultos; lo hago sólo por razones alimenticias, cuando escasea el trabajo con niños.

Mientras Perdomo daba el primer sorbo a su taza de café, notó que Ordóñez le estaba escrutando con la mirada, como si estuviera haciendo de él una evaluación psicológica completa, y eso le hizo sentirse violento. La psicóloga comentó:

– Si estuviéramos en sesión, no tendría más remedio que interpretarle el hecho de que se ha sentado espontáneamente en el diván del paciente.

– ¿Prefiere que me siente en otro lado? -respondió Perdomo, que a veces era de una candidez rayana en la estulticia.

– No, quédese donde está. Sólo trataba de hacerle ver que, al sentarse en el diván, ha hecho sin querer una elección inconsciente.

Perdomo tardó aún un par de segundos en procesar las palabras de la psicóloga, y cuando por fin se le hizo la luz, dijo preocupado:

– ¿Cree que necesito terapia y que ésta es mi forma no verbal de manifestarlo?

– No estaba hablando en serio. Lo cierto es que estos lapsus inconscientes, si no es en el contexto psicoanalítico de transferencia y contratransferencia, no son interpretables. ¿Está bien de azúcar el café?

– Está perfecto, gracias.

– Tengo un paciente dentro de media hora; es mejor que vayamos al grano -le indicó la psicóloga.

Aunque le estaba apremiando, sus modales no resultaron descorteses ni se le avinagró el gesto. Antes por el contrario, dijo la frase en un tono de voz que el subtexto de la misma parecía ser más bien: «Tengo muchas ganas de hablar con usted y quiero aprovechar hasta el último minuto del que dispongo».

A Ordóñez le quedaba bien el traje sastre oscuro a rayas que solía ponerse para causar una buena impresión a los padres de los niños que analizaba. Los primeros no estaban presentes durante las sesiones, pero solían intercambiar alguna palabra con ella cuando los llevaban a la consulta o volvían luego a recogerlos.

Perdomo se sorprendió a sí mismo preguntándose si Ordóñez era viuda, como él, o si, simplemente, no había llegado a casarse o estaba divorciada, pero se vio forzado a apartar esos y otros pensamientos de su mente para concentrarse en la cuestión que había ido a tratar.

– Como ya le he comentado por teléfono, me he hecho cargo de la investigación del homicidio de Ane Larrazábal, a causa del fallecimiento de mi compañero, el inspector Manuel Salvador.

Como los buenos jugadores de ajedrez, la psicóloga parecía ir varias jugadas por delante, porque dijo:

– Y desea saber hasta qué punto estoy, como se dice coloquialmente, metida en el ajo, ¿no?

– Voy a ser muy sincero, señora Ordóñez. Respeto los métodos de todos mis colegas mientras no se vulnere la legalidad, claro, pero yo no tengo intención de seguir contando con sus servicios, ni en la presente investigación ni en ninguna otra.

– Lo entiendo perfectamente, inspector. Pero entonces ¿a qué debo el placer de su visita?

«¿El placer de su visita?» Perdomo no lograba establecer si la mujer estaba hablando irónicamente, y eso le desconcertaba profundamente.

– Necesito que me diga si dispone de información confidencial acerca de este caso, o si, como me temo, mis compañeros le han facilitado alguna prueba relacionada con el homicidio, al objeto de que pueda analizarla cómodamente en la tranquilidad de su domicilio. He oído que algunos videntes necesitan tener entre las manos objetos relacionados con el caso, para que se ponga en marcha eso que ustedes llaman percepción extrasensorial.

– ¿Y si así fuera?

El tono de la psicóloga seguía sin ser desafiante. La mujer lograba, a través de sus gestos y de su inflexión de voz, que el diálogo no desembocara en un enfrentamiento. Se había dado cuenta de que el policía había llegado muy tenso a la reunión y no tenía intención de echar más leña al fuego. Perdomo respondió con la expresión más severa de su repertorio:

– Sería gravísimo. Estaríamos ante una prueba contaminada que no podríamos utilizar en el juicio.

Ordóñez observó que el policía había terminado ya de beberse el café y le pidió la taza para dejarla sobre la mesa del escritorio. Luego comenzó a explicarle:

– Le voy a contar, para que se quede tranquilo, cómo he llegado yo a colaborar con la policía y mi grado de implicación en esta investigación en concreto. Vaya por delante que no dispongo en este momento de pruebas físicas relacionadas con el homicidio, ni las he tenido entre manos con anterioridad.

Perdomo, que no se había permitido ni un solo gesto de relax hasta ese momento, sonrió aliviado.

– Eso son buenas noticias.

– Hasta ahora, sólo he intervenido en media docena de casos, y únicamente he colaborado con el inspector Salvador, siempre a petición de él mismo.

– ¿Cómo entró él en contacto con usted?

– Nos conocimos porque un hijo de su hermana tenía problemas, y yo le analicé durante un tiempo. En la entrevista inicial que tengo siempre con los padres, antes de empezar la terapia con el niño, adiviné un par de detalles que ni yo misma sé si son atribuibles a la PES, percepción extrasensorial.

– ¿Puedo saber en qué consistieron sus adivinaciones?-interrumpió el inspector.

– Eso no me está permitido. Debo respetar la confidencialidad del paciente.

– Pero su paciente era el niño, no los padres.

– En ambos casos, lo que vi estaba relacionado con el crío, y se trataba de información muy, muy sensible.

– Me hago cargo. Continúe, por favor.

– La madre de Tomás, que así se llama el niño, debió de hablar al inspector Salvador de mí, y éste vino a verme un día para pedirme ayuda en la solución de un caso aparentemente irresoluble.

– ¿Recuerda de qué se trataba?

– Lo recuerdo perfectamente, pero insisto en que debo respetar el sigilo profesional.

Perdomo la miró un poco confuso y protestó:

– ¿Sigilo profesional? ¿Pero no me acaba de decir que no se gana la vida como parapsicóloga? Esto no forma parte de su profesión.

– El hecho de que yo no haya facturado nunca por mis servicios no significa que no aplique mi código deontológico también en estas consultas, vamos a llamarlas… extraordinarias.

– ¿Puede decirme al menos si usted resultó decisiva en la investigación?

– Ni decisiva ni accesoria: le confieso que en el primer caso que me confió el inspector Salvador no pude aportar ni un solo dato. Fui un fiasco absoluto.

Parecía que iba a rematar su relato con una carcajada, pero ésta se quedó en sonrisa.

– ¿A qué lo atribuye usted?

– Quizá la información preliminar que me aportó la policía fue insuficiente o errónea por completo, o tal vez mis facultades tengan altibajos, en función de los ciclos menstruales o lunares, vaya usted a saber. Ya sabe lo raras que podemos ser a veces las mujeres.