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Ten piedad de mí, Señor.

Cuando concluyó el aria, el público permaneció en un silencio contenido, mientras que el padre de Ane se tuvo que retirar a la sacristía porque la emoción le desbordó por completo. Perdomo reconoció en una de la personas que acompañaron a don Íñigo a la parte trasera del altar al novio de la violinista, Andrea Rescaglio, al que había visto muy afligido la noche del crimen y a quien deseaba interrogar de nuevo, pese a que ya había testificado ante Salvador. Al mirar hacia atrás para comprobar si los asistentes estaban ya desalojando la Almudena, por ser la pieza de Bach el último acto previsto en la ceremonia, el policía se percató de que en los últimos bancos del ala izquierda había varios músicos de rock y de pop cuya presencia le había pasado inadvertida hasta ese momento. Perdomo, que no era ningún experto en música, se enteró al día siguiente, por la prensa, de que un tipo de melena rubia y barbilla huidiza, ataviado con chaleco y un sombrero blanco que no se había retirado de la cabeza por respeto a la difunta, era Beck, un músico californiano autor de una canción llamada «The Devil's Haircut», «El corte de pelo del diablo», de la que se había hecho incluso un videoclip; era evidente, dirían los periódicos al día siguiente, que la conexión entre la violinista y el rockero era la evidente simpatía que ambos parecían mostrar por el diablo. Perdomo buscó también en vano, con la mirada, para ver si había rastro alguno de Mick Jagger o alguno de los Stones, ya que suya era la canción satánica más conocida: «Sympathy For the Devil». Estaba considerada una de las quinientas canciones más influyentes de la historia y, por si fuera poco, el año anterior, en 1967, los Stones habían sacado a la venta A petición de sus Satánicas Majestades. Las raíces satánicas del rock se remontaban a los años sesenta, y habían salpicado incluso a los Beatles, a pesar de que éstos, gracias al gran trabajo de imagen de su mánager Brian Epstein, que los había uniformado y peinado como si fueran colegiales, ofrecían un aspecto de inocencia y de formalidad que distaba mucho de la realidad.

Al salir de la iglesia, Perdomo divisó a lo lejos a Elena Calderón, la atractiva trombonista que había despertado su interés desde que le había acompañado hasta el lugar del crimen, aquella fatídica noche en el Auditorio. Iba acompañada por el tuba ruso, Georgy Roskopf, y otros dos individuos con aspecto de músicos de jazz, que se montaron con ella en un taxi y se perdieron en la noche. El policía recordó su intención de telefonear a la mujer con el pretexto de pedirle asesoría sobre el nuevo violín de Gregorio, pero al verla tan bien acompañada, decidió posponer su llamada. En cambio, se dijo, no iba a retrasar más tiempo la entrevista con la asistente personal de la víctima, la todopoderosa Carmen Garralde, la mujer que, según Andrea Rescaglio, estaba secretamente enamorada de Ane Larrazábal.

22

El ático que había comprado Ane Larrazábal en Madrid estaba situado en la calle de la Morería y Perdomo pensó que aquel nombre era casi un augurio funesto, pues la violinista había sido encontrada con una inscripción en árabe en el pecho y «moro» era precisamente la palabra que se había empleado históricamente en España para designar a las personas de origen magrebí.

Perdomo había quedado citado con Carmen Garralde, la asistente personal y agente artística de la víctima, a la caída de la tarde en el ático de Larrazábal de la calle Morería. Como hacía buen tiempo, las cercanas terrazas de Las Vistillas ya estaban abarrotadas de gente que acudía a la zona, tanto para asistir a las espectaculares puestas de sol que se disfrutaban desde aquel altozano como para gozar de la deliciosa brisa que solía soplar por allí y que invitaba a la charla y al esparcimiento. El policía recordó las incontables ocasiones en las que él y su mujer se habían tomado en Las Vistillas la copa previa a la cena en cualquiera de los restaurantes mexicanos que abundan en el barrio y a los que tan aficionados eran ambos, y casi pudo oler la fragancia, mezcla de cítricos y flores frescas de Cristalle, el perfume de Chanel que solía emplear su esposa. Se dio cuenta, sin embargo, de que era la primera vez que la evocación siempre triste de Juana no iba acompañada de cierto sentimiento de rabia hacia ella por haberlos abandonado a él y a Gregorio, por no haber cuidado de sí misma como hubiera debido. En esta ocasión, el recuerdo se mezcló con la idea reconfortante de que cada vez que él pensaba en ella y podía sentirla con tanta fuerza dentro de sí, le estaba devolviendo en cierta forma la vida.

Carmen Garralde le había advertido de que el portero automático estaba roto y que debía llamarla al móvil cuando estuviera frente al portal para que ella supiera que tenía que bajar a abrirle.

– Hágame una perdida -le había recomendado la mujer.

Pero Perdomo no quiso correr riegos y siguió llamando al teléfono hasta que se lo cogieron.

– Inspector Perdomo -dijo lacónicamente cuando oyó la voz aguardentosa de Garralde.

– Mire, padezco artritis reumatoide desde hace años y me cuesta un montón bajar y subir escaleras. Es que el ascensor se quedó fuera de combate el mismo día que el portero automático y… ¡y ya va para tres semanas! ¿Le importa que le tire las llaves desde la terraza?

Perdomo se situó en el punto en que le explicó la mujer y aguardó allí a que le lanzara las llaves durante un tiempo que le pareció interminable. Se entretuvo estudiando a la gente que tomaba copas en una terraza cercana y no pudo evitar pensaren cuánto había cambiado Madrid en los últimos años: la expresión un poco manida de «somos un crisol de culturas», que tanto les gustaba emplear a los políticos locales en sus discursos, era hoy más cierta que nunca, pues en aquella terraza se mezclaban los latinoamericanos con los subsaharianos, los eslavos con los estadounidenses y, cómo no, también con los magrebíes, que Perdomo pudo identificar con facilidad porque eran los únicos en cuya mesa no había consumiciones alcohólicas. Luego reparó en la cantidad de ruidos distintos que había en el ambiente, y cerró los ojos para individualizarlos. Además de voces humanas, hablando varios decibelios por encima de lo necesario -España, recordó, era el segundo país más ruidoso del mundo después de Japón-, se escuchaban perros ladrando, pájaros piando, motos a escape libre, una flauta dulce dando la murga desde una ventana de un primer piso, televisores a todo meter, y hasta el ruido de un taconeo flamenco que provenía de un semisótano.

Le sacó de su ensimismamiento el ruido metálico de las llaves contra el suelo, a escasos centímetros de donde él se encontraba. «Un poco más y me abre la cabeza», pensó el policía, que cuando quiso mirar hacia arriba no pudo ya localizar a Carmen Garralde, pues la mujer se había desvanecido como un fantasma.

23

Perdomo subió sin problemas los cinco tramos de escalera que conducían hasta el ático, aunque comprendió la tortura que podían llegar a suponer aquellos peldaños para una persona aquejada de problemas articulares. Al llegar al último descansillo vio que la mujer no le estaba esperando en la puerta, como hubiera sido lo correcto, sino que había dejado ésta entornada. El policía empujó despacio la hoja hacia dentro y antes siquiera de que pudiera dar un paso hacia el interior notó que una criatura pequeña y peluda le olfateaba los pies: era una perrita teckel, que estaba supervisando al inspector para establecer si, como visitante, era digno de confianza. El policía se dejó hacer, pues sintió una simpatía instintiva hacia el animal, y entonces oyó la voz ronca de su propietaria que la llamaba desde dentro.

– ¡Koxka! ¡Koxka, ven aquí!

La perrita desapareció en el acto hacia el interior de la casa y Perdomo decidió seguir su rastro.