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El piso, no demasiado grande, estaba decorado sin embargo con un gusto exquisito y era muy luminoso. Las baldosas eran de terracota clara -resultaba evidente que a la violinista le gustaban los colores tranquilos: blancos, cremas y neutros- y abundaban en él los muebles rústicos, como de caserío, combinados con piezas clásicas, como un par de butacas estilo imperio que llamaron la atención de Perdomo por estar recién tapizadas. Mención especial merecía la amplia terraza, desde la que se dominaban los jardines de Las Vistillas, el Campo del Moro, la catedral de la Almudena y la Casa de Campo. En cuanto llegó al salón pudo escuchar a su anfitriona desde una habitación contigua, dirigiéndose directamente a él.

– Me calzo y enseguida estoy con usted.

A los pocos segundos se abrió una puerta corredera de madera y apareció, enfundada en un traje azul oscuro de chaqueta y pantalón y calzada con unas originales zapatillas deportivas marrones y negras, la mujer a la que había ido a interrogar. Garralde estaba a punto de cumplir sesenta años y no era lo que se dice bien parecida. No eran solamente sus ojos saltones y su boca desproporcionada lo que convertía su rostro en poco agraciado; se trataba sobre todo de aquel mentón prognático, que sobresalía de la cara como un mascarón de proa. A su favor tenía una estatura envidiable -casi 1,75- y una sonrisa franca, aunque algo inquietante y burlona. El pelo, que Perdomo no supo precisar si era teñido o natural, era de color rojo oscuro, muy lacio, y lo llevaba peinado con raya a un lado, por detrás de las orejas. El inspector y la mujer intercambiaron un recio apretón de manos y Garralde le ofreció asiento en un sofá de color blanco que dominaba el salón.

– Yo prefiero permanecer de pie, porque en cuanto doblo la rodilla siento molestias y tengo que ir a ponerme hielo. ¿Quiere agua o un refresco?

– No quiero nada, muchas gracias.

La perrita fue a acomodarse inmediatamente sobre el sofá, al lado de Perdomo, e incluso llegó a meter el hocico por debajo de la mano del policía, como pidiendo que le acariciase.

– Si le molesta la perra, me la llevo a la terraza.

– No, en absoluto. ¿Es suya?

– Todo cuanto ve en esta casa pertenecía a Ane, incluida la perra. Pero ella sólo utilizaba el apartamento de Madrid cuando venía a España, pues como sin duda debe de saber ya, su residencia habitual era Londres.

– ¿La suya también?

– No, yo vivo en Madrid, en este piso. Pagaba un alquiler a Ane que, aunque era alto, porque estos pisos se cotizan mucho, estaba por debajo del precio de mercado. Ane decía que así jamás se me ocurriría moverme de aquí y siempre tendría el piso en perfecto estado de revista.

– ¿Y cómo se las arreglaban para…?

– ¿Llevar las cosas de Ane a tanta distancia? Ahora, con internet y las videoconferencias es muy fácil. Aunque ella venía a España con frecuencia, a ver a sus padres y a su prometido, Andrea Rescaglio. Pero el grueso del trabajo podía ejercerlo desde aquí. Sobre todo porque Ane confiaba ciegamente en mí y no ponía casi nunca pegas a los calendarios artísticos que yo le diseñaba, casi siempre a final de año.

Perdomo se había distraído con un monitor de televisión que estaba encendido y que mostraba valores bursátiles que cambiaban cada pocos segundos.

– ¿Juega a la bolsa?

– Desde hace treinta años. También en este aspecto, internet me ha facilitado enormemente las cosas, pues antes tenía que invertir a través de terceras personas y ahora puedo hacerlo yo misma con sólo pulsar una tecla de mi ordenador. A lo largo de todo este tiempo, he ganado millones y he perdido millones, pero el balance es positivo. De hecho, es posible que pueda comprar este apartamento si los padres de Ane le ponen un precio razonable. Bueno, el apartamento y todo lo que contiene, que es muy valioso. ¿Ve ese piano?

El policía, que se encontraba algo incómodo por el hecho de tener que mirar de abajo arriba a su interlocutora, aprovechó la ocasión que se le estaba brindando y se puso en pie como un resorte para acercarse al instrumento. La perra debía de tener muy visto el piano, porque ni siquiera consideró la posibilidad de bajar del sofá, en el que se había apoltronado, para ir a husmear.

– Ane -comenzó a explicar Carmen Garralde- tenía verdadera pasión por los instrumentos y objetos originales relacionados con la música. Este piano es la joya de la corona: data de 1876, en él llegó a tocar Brahms y lo utilizó también la BBC Symphony Orchestra en sus primeras grabaciones.

Habían terminado ambos acodados sobre la tapa del piano, que estaba bajada, y Perdomo extrajo del bolsillo bolígrafo y libreta para indicar a su interlocutora que ahora ya daba comienzo el verdadero interrogatorio.

– ¿Cuál era la naturaleza de su relación con Ane? -dijo en el mismo tono de voz que podría haber empleado para que le indicara el camino hasta el aseo.

La pregunta, por la ambigüedad con que había sido formulada, incomodó a Garralde.

– ¿Qué quiere decir?

– Profesionalmente -continuó Perdomo, que parecía no haberse dado cuenta de la reacción de su interlocutora-, ¿qué tipo de servicios le prestaba usted? ¿Podemos llamarla una agente, una secretaria personal?

– Yo era bastante más que su agente artístico, inspector. No estoy hablando sólo de los profundos lazos emocionales que había entre ambas, que eran innegables, porque conozco a Ane desde que era una cría. Se trata de que la inmensa mayoría de los artistas no trabajan con un solo agente.

– ¿Ah, no? ¿Y cómo es el sistema entonces?

Carmen Garralde había adoptado una posición muy inclinada sobre el piano, de modo que, a ojos de Perdomo, todo el instrumento parecía haberse convertido en un galeón del siglo xvii, con aquella mujer de facciones tan singulares como mascarón de proa. Ante la pregunta del policía, el mascarón sonrió, pero no era una sonrisa cálida, porque rebosaba suficiencia.

– Lo va a entender mejor si echa un vistazo a esta página.

Garralde colocó sobre el piano un pequeño portátil de avanzado diseño y abrió en el navegador de internet una página titulada «Artistas de música clásica: quién representa a quién». A la izquierda, en una columna, estaban ordenados los intérpretes por categorías: compositores, teclistas, cuerda frotada, cuerda pulsada, viento metal, viento madera, etc. Perdomo llegó a contar más de veinte categorías diferentes. Cada especialidad era un hipervínculo que conducía a otra lista mucho más extensa donde figuraban los artistas con nombres y apellidos.

A la derecha, una ventana que cambiaba de imagen cada pocos segundos, ofrecía al visitante una galería interminable de retratos, en la que se alternaban los rostros de absolutos desconocidos con los de auténticas estrellas de la especialidad. En el apartado de violín un buen aficionado hubiera identificado sin problema las caras de Hilary Hahn, Pinchas Zukerman, Midori, y otras muchas vacas sagradas del instrumento, que desfilaban sin cesar por aquella pasarela electrónica.

El mascarón de proa continuó:

– Si pinchamos por ejemplo en Suntori Goto, verá que, según el país de que se trate, el representante cambia: en España es la agencia Ibermelody, en Italia es Gesia, en el resto de Europa, Intermúsica. Si una sala de conciertos quisiera, Dios no lo permita, traer a Suntori a España, no tendría más que pinchar en Ibermelody y entrar en contacto con ellos vía e-mail para solicitar disponibilidad y condiciones económicas de la japonesa. A su vez, los agentes artísticos están organizados en una asociación internacional llamada IAMA. Pues bien, prácticamente la única artista del mundo al margen de todo este tinglado era Ane Larrazábaclass="underline" yo la representaba a nivel mundial y nunca me di de alta en IAMA, por la sencilla razón de que ninguna de las dos lo necesitábamos.

Carmen Garralde cerró el portátil con un enérgico gesto de la mano y lo hizo desaparecer de la superficie de! piano a la misma velocidad con que antes lo había exhibido. Luego, se volvió a colocar el pelo detrás de las orejas, en un gesto que quería ser coqueto, y siguió hablando: