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– Además de llevar su agenda de conciertos, yo me ocupaba también de los contratos discográficos y de la publicidad.

Perdomo recordó al instante un anuncio de relojes de lujo que había visto insertado en el programa de mano el día del concierto, en el que bajo una fotografía de Ane Larrazábal tocando el violín había un eslogan que rezaba: «El tempo de los grandes artistas lo marca Clockers».

– Señora Garralde…

– Señorita -le corrigió ella con una sonrisa que tenía mucho de autoirónica-. Soy vieja, pero no he dejado nunca de ser una señorita.

– Pues señorita, entonces -concedió el inspector-. Como no se encontraba en el Auditorio cuando se cometió el crimen, poco es lo que puede aportarme sobre la noche de autos. ¿Por qué no acudió al concierto?

– Me dolían las piernas una barbaridad y le pedí a Ane que me disculpara.

Perdomo guardó silencio. La mujer, dando muestras de una gran agudeza psicológica, se dio cuenta de que la pregunta tenía que ver con su coartada, así que sorprendió al policía anticipándose a éclass="underline"

– Y naturalmente, querrá saber dónde estuve la noche del crimen y si, como suelen decir ustedes, los policías, puedo probarlo.

– Usted forma parte del círculo íntimo de la víctima. Mis superiores me abrirían un expediente si en el informe no consta la localización exacta de los familiares y allegados durante el intermedio del concierto, que es cuando se cometió el asesinato.

– Quiere que no me sienta ofendida -continuó Garralde-, que comprenda que son cuestiones rutinarias y patatín patatán, ¿no es eso? Dios mío, ¡es ridículo lo mucho que puede llegar a parecerse un verdadero interrogatorio a los episodios de McMillan que veía yo por la tele cuando era joven!

El policía sonrió ante el desparpajo que mostraba su interlocutora y sintió curiosidad por averiguar quién era el tal McMillan, de cuyas andanzas no había oído ni siquiera hablar. También se preguntó si aquel manto de cinismo no estaría ocultando en realidad sentimientos más profundos, pues ella misma acababa de revelar que mantenía un gran vínculo afectivo con la víctima.

– Estuve en casa toda la noche -afirmó Garralde- y no puedo probarlo. ¿Sabe por qué? Porque no tenía ni la más remota idea de que mi niña iba a ser asesinada. La próxima vez que maten a alguien de mi…, ¿cómo lo ha llamado, inspector?, ¿círculo íntimo?, procuraré enterarme del crimen con antelación para poder suministrar a la policía una coartada tan firme como este piano.

Garralde golpeó dos veces la tapa del instrumento con los nudillos para acompañar su afirmación y éste le contestó con una nota tan grave que recordó el balido de un macho cabrío.

– Es uno de los apagadores -aclaró, como disculpándose por la intromisión del instrumento en aquel diálogo-. No baja del todo y las cuerdas están tan libres como si hubiera pulsado el pedal de resonancia. -Luego clavó sus inquisitivos ojos en el policía y añadió-: Es curioso, inspector, pero vengo observándole desde que entró por esa puerta y tengo la extraña sensación de haberle visto con anterioridad.

– Asistí al funeral de Ane y nuestras miradas se cruzaron allí durante un instante, aunque puede que ya no lo recuerde. Fue una ceremonia muy emotiva, ¿no le parece?

– Sí, fue entrañable.

– Acláreme una cuestión. Aunque no presenciara el concierto, supongo que estará al corriente del extraño incidente que protagonizó Ane cuando estaba interpretando la propina. ¿Sabe que a Ane se le escapó el violín durante el concierto?

– Sí, lo sé porque incluso lo reflejó la prensa al día siguiente.

– ¿Le había ocurrido en alguna otra ocasión?

– No, que yo recuerde. Lo que sí le pasó una vez es que se le soltaron todas las cerdas del arco al mismo tiempo. Resultó tan cómico como si a un hombre le hubiera despegado el viento su peluquín, porque las cerdas acabaron enredadas con sus propios cabellos y llegó un momento en que el público no sabía qué era pelo de Ane y qué era pelo del arco. La cosa, por más chusca que fuese, no tuvo ninguna trascendencia; Ane cambió el arco y empezó la pieza da capo.

– ¿Por qué se le pudo escapar el instrumento?

– Fue en la novena variación, ¿no? La mano izquierda, que es la que sujeta el violín, tiene que hacer una serie de pizzicati rapidísimos, que implican tirar de la cuerda hacia fuera con fuerza. Dado que Ane no podía sostener el instrumento tan firmemente como si empleara mentonera, es posible que se excediera con el pizzicato y el violín saliera despedido por eso.

– ¿No estaría nerviosa por algo?

– ¿Nerviosa? No lo creo. Ane tenía un dominio del escenario que algún crítico ha llegado a calificar de insultante.

– ¿No había discutido con nadie ese día?

– Si lo hizo, no tengo constancia de ello. Pero me extrañaría mucho porque yo hablé con ella un par de horas antes del concierto y la encontré en plena forma.

– ¿Para qué habló con ella?

– Para comunicarle en qué restaurante tenía la reserva. Pensaba salir a cenar con su novio y me encargó que les buscara un buen local. Tras algunas llamadas logré reservar en un italiano llamado Tartini.

Perdomo hizo un ligero movimiento con la cabeza para señalar que conocía el restaurante.

– ¿Sabe lo que creo, inspector? Cuando se nos caen las cosas de las manos no es porque estemos nerviosos, es más bien por un exceso de confianza. Ane conocía tan bien lo que estaba tocando, ¡su Paganini!, que tal vez se relajó demasiado.

– ¿Con un violín que vale tres millones de euros? Me cuesta creerlo.

– Una cosa es que le cueste, y otra que no pueda pasar. ¿Sabe lo que le ocurrió a un violinista llamado David Garret el año pasado?

Garralde acababa de mencionar al llamado «David Beckham de la música clásica», un joven prodigio alemán de físico tan envidiable que se había podido costear sus estudios en la Juilliard School de Nueva York posando para Vogue con trajes de Armani.

– David se cayó a la salida del Barbican Hall de Londres por bajar unas escaleras que estaban demasiado resbaladizas sin prestar atención al hecho de que llevaba puestos sus zapatos de concierto, de suela muy deslizante. Cayó de espaldas sobre la caja de su violín, lo que probablemente le salvó la vida, pero su Guadagnini de un millón de dólares quedó para los restos. ¡Iba distraído!

– Vale, pero…

– ¿Y el chelista Yo-Yo Ma? -prosiguió Garralde, que no estaba dispuesta a ceder la palabra tan fácilmente-. Su exceso de confianza le llevó a dejarse en un taxi de Nueva York un chelo Stradivarius tan valioso como el violín de Ane.

Perdomo se dio por satisfecho con aquellos dos ejemplos y decidió cambiar de asunto. Recordó que, según las notas de Salvador, Rescaglio había declarado que la relación entre Garralde y él no era buena.

– El señor Rescaglio, en la primera entrevista que tuvo con mi compañero asesinado, dijo… -Perdomo se entretuvo unos segundos buscando la declaración delitaliano en otra libreta- que ustedes dos procuraban evitarse deliberadamente: cuando estaba uno no podía estar el otro, como en aquella película de Michelle Pfeiffer.

– ¿Lo dijo así? -preguntó intrigada Garralde-. ¿Mencionó Lady Halcón?

– No, eso ha sido un añadido mío. Soy bastante aficionado al cine.

– Ah, porque decir eso resulta una exageración. No solíamos coincidir, es cierto, pero era porque… -El mascarón de proa se despegó súbitamente del piano, e irguiéndose cuan largo era, dijo sin disimular su irritación-: ¿Y por qué tengo que andar contándole si el señor Rescaglio me caía bien o mal? ¿Qué tiene que ver todo esto con el asesinato de Ane? ¡Es ella la que ha perdido la vida, no su prometido!