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Perdomo se fijó en que todos los caracteres estaban impresos en tinta, excepto las dos últimas cifras de la inscripción.

– Pues oiga, esto da el pego.

– Será a alguien como usted, que no tiene ni idea de música. Muchos ejemplares modernos (estoy hablando ya de violines cuatro cuartos, de adulto) llevan la etiqueta y sin embargo son más falsos que una moneda de tres euros. Y por supuesto, hay también algún Stradivarius auténtico que carece de etiqueta y en realidad es original. Y como sé que me lo va a preguntar, me anticipo a su respuesta: el Stradivarius de Ane carecía de etiqueta.

Aunque Perdomo no podía ver a la perra, llegaba hasta él el sonido inconfundible de los lametones del animal, mientras devoraba con fruición quién sabe qué inmunda pasta húmeda para canes.

– Antes quería preguntarle: si los padres de Ane, que son ahora los legítimos propietarios del violín, desearan establecer de qué Stradivarius se trata, porque les interesase para revalorizarlo, ¿qué pasos tendrían que dar?

– Lo tendrían difícil. La mayoría de los Strads están fuera de toda sospecha porque sus propietarios conocen el pedigrí del instrumento. Los Strads del Palacio Real, por ejemplo: está documentado cuándo salieron de Cremona y cuándo llegaron a España. El problema con el de Ane es que el primer propietario conocido fue su abuelo paterno, que pujó por él en una subasta en Lisboa.

– ¿Era también violinista?

– No, diplomático. Pero un buen diletante, según dicen.

Perdomo estuvo a punto de comentar con orgullo que su esposa -y por lo tanto también su hijo Gregorio- descendían del gran Pablo Sarasate, pero consideró que no era el momento de exhibir antepasados ilustres.

– El abuelo de Ane, ¿vive aún?

Garralde se incorporó bruscamente al oír la pregunta y Perdomo advirtió que tenía la cara crispada por el dolor.

– Hay veces -explicó mientras se daba una friega con la mano en el muslo derecho- que no puedo estar ni un minuto agachada; mis piernas se han convertido en un calvario. Venga, no quiero que Kotxa nos tenga aquí dos horas, dejémosla que coma y vayamos a la terraza. Siempre que puedo, me gusta ver la puesta de sol. Allí -dijo cogiendo el pequeño violín que Perdomo había dejado sobre la mesa- le contaré el espeluznante final que tuvo el abuelo de Ane.

25

Al salir a la terraza, Perdomo se percató de lo claro que estaba aún el cielo, a pesar de que el sol había desaparecido ya tras la línea del horizonte.

– ¡Vaya, nos lo hemos perdido! -exclamó mortificada Garralde-. Llegar o no llegar, a veces es cuestión de segundos, ¿qué le vamos a hacer?

El policía observó con estupor que en las casas circundantes reinaba la penumbra, y como si le hubiera adivinado el pensamiento, su anfitriona comentó:

– ¡Me encanta este contraste! Yo lo llamo «mi efecto Magritte».

El silencio sobrecogedor que se formó tras el comentario de Garralde fue desgarrado por el maullido angustioso de un gato callejero. A Perdomo, esos alaridos gatunos siempre le habían parecido más propios de una mujer enloquecida que de un felino en celo, y tenían la invariable virtud de producirle escalofríos. Al estudiar a Garralde a la luz del farolillo que ésta había encendido en la terraza, descubrió que sólo tenía iluminada la parte superior de la cabeza, por lo que le resultaba imposible verle los ojos ni determinar siquiera si los tenía abiertos o cerrados.

– El abuelo de Ane se suicidó en 1966 – dijo la mujer rompiendo aquel silencio opresivo. Se subió a lo alto del puente 25 de Abril, que entonces se llamaba puente Salazar, en Lisboa, y se arrojó al agua la noche del 27 de mayo. Tal vez habría podido sobrevivir si no hubiera sido arrollado por un gigantesco remolcador que lo pasó por la quilla y lo despedazó con sus hélices cuando el cuerpo acabó emergiendo en la zona de popa.

– Una muerte espantosa -admitió el policía.

– En una fecha fatídica -añadió la mujer-. Paganini también murió un día 27 de mayo, lo mismo que Ane.

Perdomo calló durante un instante. La verdad era que si se trataba de una mera coincidencia, ésta resultaba estremecedora. Pero Perdomo no estaba dispuesto a establecer ninguna conexión sobrenatural entre aquellos hechos y así se lo hizo saber a Garralde.

– No hay razón alguna para pensar que las tres muertes puedan estar relacionadas, ¿no cree?

Garralde no respondió. Las cuencas de sus ojos eran ahora dos agujeros negros impenetrables, densos y misteriosos.

– Cuando el abuelo de Ane murió, ¿qué pasó con el violín?

– Su hijo, el padre de Ane, nunca quiso tocarlo. Decía que había algo en su sonido que no le resultaba agradable, que el violín no le quería,y siguió empleando el suyo, un Montagnana de 1721. Es también un excelente instrumento, pero no se puede comparar con el Strad, claro. Así que en cuanto tuvo edad suficiente para poder manejarlo, el violín pasó directamente a Ane.

– ¿Podría ver una fotografía del violín?

– Por supuesto. Espéreme aquí y disfrute del famoso cielo velazqueño de Madrid.

Carmen Garralde salió de la terraza y regresó al cabo de un minuto con un portafolio de cuero negro en el que había numerosas fotografías del violín robado. Lo colocó sobre la ancha barandilla de la terraza y empezó a enseñar el contenido de la carpeta al policía. Algunas fotos mostraban el violín de frente, otras de costado, y había media docena que se concentraban en detalles específicos, como el clavijero, la voluta o el puente.

– Ése es el aspecto que presentaba el violín antes de que Lupot le cambiara la voluta -le informó Garralde señalándole una de las imágenes-. La foto siguiente es el violín en su estado actual, con la cabeza que Lupot talló en la voluta a petición de Ane.

La mirada perversa del demonio era de tal ferocidad que Perdomo tuvo que apartar la vista un instante, como para retomar el aliento.

– ¿Por qué hizo tallar esta cabeza?

– Era una costumbre relativamente frecuente en otras épocas que los instrumentos de cuerda estuvieran rematados por una cabeza, casi siempre de animal. Como ya le he dicho, Ane estaba convencida de que su Stradivarius había pertenecido a Paganini, y como el genovés siempre ha estado asociado con el diablo, a ella le pareció que este demonio era la manera de proclamar a los cuatro vientos el origen del instrumento.

– Es una cabeza muy inquietante. ¿En qué se inspiró Ane para encargar el diseño?

– Ella me contó que es una cabeza de Baal que fotografió en Jerusalén, después de un concierto en el Henry Crown Symphony Hall. Si conoce la ciudad, sabrá que en la parte sur, cerca de la puerta de Jaffa, hay una zona conocida como valle de Hinnon. En este valle, los primitivos israelitas adoraban a dioses paganos, como Moloch o Baal, y llevaban a cabo sacrificios humanos, incluida la quema de niños vivos. Después de volver de Babilonia, los israelitas convirtieron este valle en objeto de abominación y toda la zona fue transformada en un vertedero humano: los cuerpos de los ajusticiados, por ejemplo, se arrojaban allí, y el hedor de la carne putrefacta de hombres y animales era tal que había que estar quemando continuamente los desperdicios. A cualquier hora del día o de la noche podían verse hogueras titilando en el valle de Hinnon. Se dice incluso que Judas se ahorcó de un árbol en ese lugar.

– Curiosa leyenda -dijo Perdomo, procurando disimular su escepticismo.

– Esto no es ninguna leyenda, inspector. El valle de Hinnon existió de verdad, con todos los horrores que allí ocurrieron. Traducido al griego, Hinnon se transforma luego en Gehenna, que es el infierno judío.

– ¿Me está tratando de decir que la cabeza que Ane mandó tallar en el violín viene directamente del infierno? -preguntó el policía, visiblemente inquieto tras escuchar toda la información que le acababa de suministrar su interlocutora.