– Me ha extrañado que toque con un Stradivarius -dijo el maestro-. Lo digo porque tengo entendido que Paganini, por el que siente tanta veneración, tocaba con un Guarneri.
– Llamado Il cannone,«El cañón», por la potencia de su sonido. Pero maestro, Paganini era propietario de muchos violines. Cuando murió, en 1840, legó a su hijo Aquiles una colección asombrosa, que incluía siete Stradivarius. A mí me gusta creer que éste es uno de ellos.
– ¿Cómo llegó a sus manos?
– Está en la familia desde la época de mi abuelo materno, que fue el que se hizo con él, al parecer en una subasta que tuvo lugar en Lisboa en 1950. Créame, maestro, yo he oído sonar el Guarneri de Paganini, que aunque está conservado en el Palazzo Municipale de Génova se usa periódicamente, y este «Strad» tiene un sonido muy similar.
– ¿Espionaje industrial entre los dos grandes artesanos de Cremona? -preguntó el italiano.
– Es posible. Aunque estoy convencida de que la sonoridad de un violín la da la personalidad del violinista, no la del luthier que lo construyó. David Oistrach, por ejemplo, que fue uno de los más grandes, tocaba con un instrumento medianejo.
– ¿Esa efigie tallada en su violín -dijo Agostini tratando de no mirarla, pues aquel perverso rostro le empezaba a producir malestar físico- significa que cree usted que para tocar como Paganini es necesario vender el alma al diablo, como dicen que hizo el genovés?
Durante un instante, pareció que la joven violinista iba a abordar la cuestión, pero sorprendió al italiano respondiendo con otra pregunta.
– ¿Sabe, maestro, cómo se originó la creencia de que Paganini tenía un pacto con el demonio?
– He oído que sus contemporáneos no podían explicarse cómo un ser humano podía llegar a alcanzar tal nivel de virtuosismo y que trataron de buscar la explicación en causas sobrenaturales.
– Eso es cierto, pero lo que más contribuyó a forjar el mito fue su aspecto físico. Era de piel macilenta, extraordinariamente anguloso y demacrado de cara, y sus labios, muy finos, parecían estar siempre curvados en una especie de sonrisa sardónica. Pero lo más aterrador, según descripciones de la época, era su mirada incandescente, como si en las cuencas de los ojos hubiera tenido brasas, en lugar de ojos.
– Un poco como la talla de su violín -dijo el director, que seguía sin animarse a mirar de frente aquel rostro de pesadilla.
– O como el actor Klaus Kinski, que fue quien le dio vida en el cine.
Agostini consultó su reloj y comprobó que apenas quedaban treinta minutos para salir a escena. Tenía todavía que hablar con su concertino para hacerle llegar unas indicaciones musicales de última hora, pero estaba tan atrapado por la personalidad de Larrazábal y por su intrigante conversación que se vio incapaz de abandonar el camerino. Al mismo tiempo, y como se sentía culpable por estar robando a la violinista el tiempo del que ésta disponía para llevar a cabo sus ejercicios de calentamiento -un virtuoso no es, en el aspecto físico, muy diferente de un deportista de élite- se creyó en la obligación de decir:
– No quiero entretenerla, signorina. Continúe con sus escalas.
– Al diablo las escalas -respondió Larrazábal-. Y nunca mejor dicho. No se preocupe, maestro, el violín no se toca con las manos, se toca con esto. -La diva del violín se dio dos golpecitos en la cabeza con la punta del arco de su violín y luego apostilló-: Hablar con usted me estimula, y eso es lo que de verdad necesito para salir al escenario. Además, tengo toda la obertura de Mozart para un calentamiento de última hora.
– En ese caso, le ruego que termine lo que me estaba relatando.
– Paganini no murió en Italia, sino en Niza. Había perdido la voz por completo, debido a una afección de laringe causada por la sífilis, que había contraído hacía veinte años. La leyenda dice que la madrugada del 27 de mayo, cuando el canónigo Caffarelli intentó confesarle, Paganini se negó a emplear la pizarra que utilizaba para comunicarse, porque el mero hecho de escribir le provocaba grandes dolores. Por gestos, trató de hacer llegar hasta el clérigo sus últimos pensamientos, pero éste los malinterpretó y entregó al obispo de Niza, monseñor Galvani, un informe demoledor. El obispo decretó entonces que Paganini había muerto en pecado mortal y prohibió que se le enterrara en sagrado. Ésa es, al menos, la versión oficial.
– ¿Usted no cree en ella?
– Desconfío de la Iglesia y de sus ministros.
– ¿Y tampoco es supersticiosa? Se lo pregunto porque hoy es 27 de mayo.
– ¿Cree que no había reparado en ello? Le rogué a Arjona que el concierto fuera hoy, precisamente porque es el aniversario de la muerte de Paganini.
– ¿Dónde fue enterrado, entonces? -dijo Agostini cada vez más ansioso por conocer el final de la historia.
– Su cadáver fue embalsamado y permaneció en su casa de Niza durante dos meses. Las autoridades sanitarias ordenaron por fin que los despojos salieran del edificio y el cadáver fue trasladado a una pequeña villa de su propiedad cerca de Génova. Allí permaneció durante más de treinta años, hasta que por fin, en 1876, la Iglesia permitió que fuera enterrado en el cementerio de Parma.
Agostini se dio cuenta en ese momento de que, coincidiendo con el final del relato, se había creado un silencio casi irreal. Al otro lado de la puerta no se escuchaban ni pasos, ni voces, ni instrumentistas haciendo escalas de precalentamiento. Era como si el edificio entero hubiera sido abandonado. Al cabo de varios segundos, una voz masculina que provenía del otro lado de la puerta le sacó de sus reflexiones.
– ¿Ane? ¿Puedo pasar?
Resultó ser Andrea Rescaglio, chelo solista de la Orquesta Nacional de España. Rescaglio tenía bajo su mando a los once instrumentistas que integraban la sección de chelo de la orquesta, y se había mostrado sumamente colaborador con Agostini durante los ensayos. Al entrar, besó en los labios a Ane Larrazábal y el director, que era bastante despistado, comprendió al fin -aunque había resultado bastante evidente durante los días anteriores- que su compatriota era el afortunado compañero sentimental de la concertista.
– Andrea, ya conoces al maestro Claudio Agostini. Maestro, le presento al mio fidanzato,como dicen ustedes, Andrea Rescaglio.
El joven, que debía de rondar la treintena, era de estatura generosa, y si bien no se podía decir que fuese de complexión fuerte, tenía un cuerpo fibroso y bien proporcionado. Llevaba el pelo largo aunque recogido en la parte de atrás en una especie de moño samurai. Se había dejado crecer una barbita muy pulcra que descendía, como si fuera un fino reguero de pólvora, a lo largo de la mandíbula, para rematar en el mentón con una pequeña punta.
Había entrado en el camerino a medio vestir, luciendo sólo la camisa y los pantalones del frac, y nada más ver al director, se inclinó hacia delante en señal de respeto hacia el maestro, como si fuera un guerrero japonés.
Los dos hombres se dieron luego un caluroso apretón de manos e intercambiaron información sobre sus respectivas ciudades de nacimiento. Rescaglio dejó claro enseguida que no quería interrumpir y que había entrado solamente a desear buena suerte a su prometida.
– Uno de los contrabajos -explicó a su novia antes de irse- quiere que le firmes un autógrafo. ¿Qué te parece si te dejo aquí el papel y te digo cómo se llama?
La violinista interrumpió, con cara de fastidio.
– ¿Tiene que ser ahora?
– No, por supuesto -respondió el italiano muy dulcemente-. Puede ser cuando tú quieras.
Después se pasó una mano por la frente, como para secarse el sudor, y preguntó: