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Elena Calderón, que había apoyado el estuche del trombón en el suelo, lo levantó para proseguir su camino.

– Le dejo trabajar, señor Perdomo.

El inspector la retuvo, pues intuía que nunca se le iba a presentar una oportunidad más clara para dar el ansiado paso adelante.

– Puedes llamarme Raúl. El caso es que necesitaba hablar con un músico profesional para hacerle una consulta sobre el violín de mi hijo.

– Yo elegí el violín como segundo instrumento en el conservatorio, así que puedo ayudarte. ¿De qué se trata?

El policía le resumió el accidente de Gregorio en el metro, y tras intercambiar sus respectivos teléfonos, la trombonista quedó en pasar un día por su casa para examinar el violín del chico y dictaminar si tenía sentido tratar de arreglarlo o era mejor comprar uno nuevo.

28

El despacho de Joan Lledó, situado en el último piso del Auditorio era un lugar agradable, bien iluminado, con una confortable moqueta de color marrón claro sobre la que reposaba un piano de media cola, con la tapa bajada y atestada de partituras. La mesa de trabajo, colocada al fondo, se había quedado pequeña en relación con el número de libros y papeles que tenía que soportar, apilados a tantas alturas que Perdomo sintió que incluso un ligero estornudo podía hacer que varias de las torres de papel se precipitaran al suelo. En una de las esquinas había una especie de bloc gigantesco de trabajo, pinzado sobre un atril, en el que figuraba el calendario de ensayos y conciertos de los días siguientes. Además de la luz, que entraba a raudales por los amplios ventanales cubiertos por unos delgadísimos estores, a Perdomo le gustó el ambiente de trabajo que se respiraba allí dentro, muy alejado de esos despachos de notario, de mesa impoluta y perfectamente ordenada, que sus propietarios sólo utilizaban de Pascuas a Ramos para estampar una ampulosa firma por la que cobraban, además, un potosí. Lledó le informó de que tenía que hacer una llamada telefónica y Perdomo aprovechó el minuto y medio que su interlocutor permaneció ocupado, en curiosear por las fotos y diplomas que había colgados de una de las paredes.

La mayoría eran retratos del propio director en compañía de otros músicos, principalmente solistas, a los que Perdomo no conocía. No faltaba tampoco la manida fotografía con el rey, que el policía había contemplado ya en tantos despachos de trabajo que empezaba a preguntarse si no habría que considerar un signo de distinción el hecho de no tener expuesta la efigie del monarca español, quien, por otro lado, no se distinguía precisamente por su afición a la música.

El policía pensaba que había agotado ya el recorrido visual por aquel variopinto muestrario de imágenes, cuando dos pequeñas fotografías en blanco y negro captaron de repente su atención e hicieron que el bienestar que había sentido hasta entonces se transformara en una más que justificada inquietud.

Eran dos fotografías de Adolf Hitler.

En la primera de ellas no se veía muy bien el rostro del siniestro dictador, que estaba de espaldas junto a toda la plana mayor del Tercer Reich, asistiendo a un concierto en un auditorio faraónico, presidido por el tétrico pendón de la esvástica; pero en la segunda foto era claramente identificable su figura, en el momento de saludar a un director de orquesta que se agachaba desde lo alto del escenario para darle la mano.

Perdomo no se había dado cuenta de que Lledó había terminado de hablar por teléfono y se sobresaltó cuando oyó su voz detrás de él, a pocos centímetros de distancia. Olía a colonia dulzona, aunque no supo establecer la marca.

– Es Wilhelm Furtwängler -explicó-, uno de los más grandes directores de orquesta de todos los tiempos. Con la llegada de los nazis al poder, muchos de sus colegas optaron por el exilio. Él en cambio decidió quedarse, y luego tuvo que dar infinidad de cuentas a los aliados, durante el proceso de desnazificación, que comenzó al terminar la guerra. Observe atentamente las dos fotos: en esta de aquí, le vemos tocando el último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven en el cumpleaños de Hitler. En esta otra, el dictador le felicita con el saludo nazi al terminar un concierto y Furtwängler no le corresponde, sino que le tiende la mano, evitando el saludo oficial. ¿Cuál de las dos diría que es anterior a la otra? -preguntó Lledó con la expresión malévola de un profesor decidido a cazar a un alumno díscolo a cualquier precio.

– No tengo la menor idea. Yo diría que ésta -se aventuró Perdomo señalando la foto del cumpleaños de Hitler.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Simplemente me ha parecido más antigua.

– La mayoría de las personas a las que he planteado esta pregunta elige la misma que usted, porque prefiere pensar que el músico hacía el juego a los nazis al principio, pero que luego, cuando empezaron a hacerse públicos los horrores de los campos de concentración y del genocidio judío, se distanció de ellos y se negaba incluso a emplear el Hail Hitler.

– ¿Y no fue eso lo que ocurrió?

– Lo que ocurrió no lo sabremos nunca con certeza. Si hemos de hacer caso de estas fotos, más bien parece que sucedió lo contrario. La fotografía en la que Furtwängler se niega a levantar el brazo es anterior a la otra, en la que, como un corderito obediente, el director accede a tocar el cumpleaños feliz a un monstruo con millones de víctimas a sus espaldas. Tal vez pensó que iba a poder resistir las presiones políticas, que iba a ser capaz de combatir al régimen desde dentro. Si le interesa el tema -dijo Lledó cogiendo un libro de la mesa, en un gesto que provocó un derrumbe masivo de papeles- le recomiendo esta reciente biografía de Furtwängler titulada The Devil's Music Master, es decir «el maestro del diablo».

Perdomo no trató de disimular la sorpresa que le acababa de provocar el título del libro.

– ¿El… diablo?

– Hitler. Como sin duda sabrá, no hay personaje en la historia que haya sido más asociado a Satanás que el dictador alemán.

– ¿Cree de verdad que Hitler era la encarnación del diablo?

– Lo creen los que saben de esto más que nosotros, inspector, los exorcistas del Vaticano. El más famoso de todos ellos, el padre Gabriele Amorth, dijo hace poco que el demonio no sólo existe, sino que es capaz de poseer a pueblos enteros. Él sostiene que los nazis actuaron de manera tan salvaje e inhumana porque estaban poseídos por el diablo. Obviamente, el Führer, Adolf Hitler, era el primero de la lista.

Perdomo hizo un par de preguntas a Lledó sobre los nazis y el holocausto judío, para ver por dónde iban sus simpatías políticas, pero el director se zafó con evasivas. Luego añadió:

– Es muy fácil decir ahora, en plena democracia: yo jamás sería cómplice de una dictadura, nunca colaboraría con ellos. Pero imagínese que en España volviésemos a caer en un régimen totalitario. ¿Abandonaría la policía, inspector? Sé que tiene un hijo, que estaba el otro día en el concierto. ¿Pondría en peligro su bienestar, su educación, incluso su vida, para evitar que le acusaran de colaboracionismo? ¿O procuraría seguir ejerciendo su trabajo de la manera más digna y más profesional posible?

– Lo cierto es que…

– Lo cierto es que no hay manera de saberlo, hasta que no llega el momento -zanjó el músico-. Todos los seres humanos somos capaces de lo peor y de lo mejor, de lo más abyecto y de lo más sublime. La propia esvástica -dijo dando un par de golpecitos sobre el cristal que protegía la fotografía- se ha convertido en uno de los símbolos más abominables de la historia, y sin embargo, la palabra swastika,que es de origen sánscrito, quiere decir «buena suerte», y ha llegado a representar, a lo largo de la historia, conceptos muy elevados, que nada tienen que ver con la ideología nazi. Lo mismo podría decirse del violín: puede ser el instrumento más romántico del mundo, pero en manos de un compositor como Bernard Herrmann, por ejemplo, ya sabe, el que escribió la banda sonora de Psicosis,se transforma en un instrumento de muerte y destrucción.