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Perdomo saludó a Arsène Lupot y a Natalia de Francisco, que había decidido acompañarle, y los hizo pasar a su despacho, dispuesto a escuchar la declaración de aquellos dos colaboradores espontáneos.

– La información que queremos aportar no es en realidad sobre el asesinato, sino sobre el violín -se apresuró a aclarar Natalia.

– ¿Cómo me han localizado? -preguntó Perdomo-. Casi nadie sabe que acabo de ser asignado a este caso y que no estoy en la Brigada Provincial.

– Mi marido es amigo de un periodista de El País que le conoce.

– Ah, ya sé a quién se refiere -respondió el policía-. Precisamente tuve ocasión de saludarle en el Auditorio, la noche del crimen. Antes de que compartan conmigo la información que les ha traído hasta aquí, ¿no creen que deberían decirme exactamente quiénes son ustedes?

Lupot complació al inspector y luego señaló:

– Hemos querido ponernos en contacto con usted porque tenemos fundadas sospechas de que el violín de Ane Larrazábal ya había sido robado con anterioridad.

Natalia se puso nerviosa por la lentitud del francés a la hora de relatar los hechos y le interrumpió enseguida. Lupot, que se palpaba el ojo derecho incesantemente, se disculpó diciendo que tenía una migraña tremenda aquella mañana y que se veía incapaz de hilar dos frases seguidas. La mujer le arrebató entonces la palabra y en menos de un minuto resumió a Perdomo la historia del trágico accidente de Ginette Neveu.

Mientras escuchaba a Natalia, el policía introdujo en Google el nombre de Ginette Neveu y fue leyendo algunas de las entradas.

– Aquí dice que Neveu fue encontrada abrazada a su Stradivarius después del accidente.

– Eso no son más que leyendas. Lo único que se encontró fue la caja del violín, en perfecto estado, pero ni rastro del instrumento -respondió el francés, que seguía manoseándose el ojo una y otra vez.

Perdomo se levantó de la silla y se acercó a la ventana, desde la que se divisaban los árboles plantados en el gigantesco patio del Complejo Policial de Canillas. No era lo mismo que contemplar los jardines de Francos Rodríguez, próximos a su despacho en la Brigada Provincial, pero le sirvió de sucedáneo. Mirar los árboles producía en él un efecto relajante, similar al que en otras personas causa contemplar el fuego en una chimenea. Perdomo observó que empezaba a chispear y que los árboles se balanceaban a uno y otro lado, debido a una especie de galerna primaveral que estaba empezando a desatarse.

– Sólo queríamos poner en conocimiento de las autoridades el probable origen del violín; no hemos venido aquí a señalar a nadie con el dedo -aclaró Natalia.

– No tienen nada que temer. Todo lo que me digan en la sede policial será objeto de la máxima confidencialidad. Por ello les pido a ambos que se expresen con total libertad, y que no dejen de manifestar ninguna idea, por más ridícula o temeraria que les parezca. En una investigación tan compleja como un asesinato, a veces surgen líneas de investigación de los detalles más nimios, así que ayúdenme a recapitular: el avión de Neveu se estrella en las Azores y alguien, probablemente del equipo de rescate, ve que el violín está intacto y decide quedarse con él.

– Lo más seguro es que esa persona conociera la lista de pasajeros y que, al ver el violín, dedujera que se trataba de un instrumento muy valioso -señaló Lupot.

– Y de ahí, ¿cómo cree que llega a manos de Larrazábal?

– La segunda vez que Ane vino a mi taller, a recoger el violín, me contó que su abuelo lo había comprado en Lisboa en 1950. Ella mencionó una subasta, pero yo no lo creo: las casas de subastas, al menos las importantes, disponen de listas actualizadas de objetos robados, y siempre que llega hasta sus manos una pieza de procedencia dudosa, las comprueban para no buscarse problemas. El abuelo de Ane Larrazábal debió de comprarlo directamente al ladrón, y a muy buen precio, porque el violín estaba todavía caliente y el Strad no era fácil de vender. Ese señor sabía, muy probablemente, que estaba comprando mercancía robada y contó en la familia la historia de la subasta para no despertar inquietud entre los suyos. Pero como no pudo conseguir la documentación que acreditaba la procedencia del violín, jamás pudo asegurarlo.

– ¿Está completamente seguro de que el Stradivarius no estaba asegurado?

– Eso es lo que me contó Ane en París.

En ese momento llamaron a la puerta, y sin esperar respuesta alguna del otro lado, asomó la cabeza un subinspector de Homicidios del que Perdomo no sabía ni el nombre.

– Perdomo, el comisario Galdón quiere verte.

– Dile que ahora mismo voy. ¿Ha regresado Villanueva?

La pregunta se estrelló contra el cristal esmerilado de la puerta, porque el subinspector se esfumó a la misma velocidad con la que había irrumpido en el despacho.

Lupot, al ver que Perdomo era reclamado en otro lugar, se puso en pie para dar por terminada la entrevista, pero Natalia le agarró de la ropa y tiró de él hacia abajo, para volver a sentarle.

– Hay dos cosas que no le hemos dicho aún, inspector -añadió la mujer-. La primera es que la noche del crimen en el Auditorio estaba la mayor rival artística que tenía Ane Larrazábaclass="underline" la japonesa Suntori Goto.

El inspector anotó el nombre de la nipona en una libreta y se hizo resumir la historia de feroz competencia entre las dos artistas.

– ¿Y dice que la japonesa buscaba un Stradivarius desesperadamente?

– Así consta en varias entrevistas que ha concedido ella a medios de comunicación. No sé si sabe que hay muchos violinistas que tocan Stradivarius que no son suyos. Esto es debido al precio astronómico de los instrumentos, pero también al hecho de que es muy raro que salga alguno a la venta, ya que sus propietarios están encantados con ellos. Varias fundaciones y sociedades filantrópicas se pusieron en contacto con Suntori ruando ésta manifestó que no estaba contenta con su Del Gesú y que quería tocar un Strad. La oferta más importante vino de la Stradivarius Society de Chicago, que apadrina a violinistas de la talla de Joshua Bell o Sarah Chang. Pero Suntori no quiso saber nada de ellos.

– ¿Puedo saber por qué?

– Le resumo cómo funcionan estas sociedades. La de Chicago, que es la más poderosa, la integran unas dos docenas de mecenas. Ellos son en realidad los propietarios de los instrumentos y emplean la sociedad para ponerlos en circulación, por un deseo genuino de ayudar a los artistas que no pueden pagárselos.

– ¿Y prestan los Stradivarius así, sin más?

– El préstamo dura tres años. El músico se obliga a pagar el seguro, que puede pasar de los cien mil dólares al año y tres veces al año tiene que llevar el instrumento a Chicago para una especie de puesta a punto. Solamente el luthier de la Sociedad está autorizado a poner sus manos sobre los Strads o los Guarneris, porque también gestionan instrumentos de otros constructores famosos. Y el virtuoso se compromete también a ofrecer tres conciertos anuales a su benefactor.

– No parecen unas condiciones excesivamente duras, si tenemos en cuenta lo que se obtiene a cambio.

– De hecho, Suntori llegó a probar un Stradivarius llamado De Salvo,cuyo sonido le fascinó, y parece que estuvo a punto de cerrar el trato, pero dos hechos frustraron la operación: en primer lugar, el propietario actual había dicho en una entrevista que para él Ane Larrazábal era la mejor violinista viva. Suntori no estaba dispuesta a tocar tres veces al año delante de un filántropo que consideraba artísticamente superior a su más directa rival. En segundo lugar, el Stradivarius De Salvo había pertenecido anteriormente a una rama de la familia del hoy tristemente célebre Albert de Salvo.

Perdomo se estremeció ante la sola mención de uno de los asesinos en serie más famosos de la historia.