Выбрать главу

– ¿«El Estrangulador de Boston»?

– En efecto. Suntori es muy supersticiosa, y no quiso saber nada de un Strad vinculado a este apellido siniestro. Sumemos a todo esto, que la japonesa sí podía permitirse el lujo de comprar un Strad, porque su familia es propietaria de la empresa de videojuegos más famosa de Japón, y comprenderá por qué su objetivo era tener uno de estos instrumentos en propiedad.

Perdomo iba anotando nombres y cifras en su libreta de trabajo, a medida que Lupot avanzaba en su relato, y cuando tuvo claro que éste había terminado preguntó:

– No puedo discutir con ustedes ningún detalle de la investigación, pero quiero manifestarles mi agradecimiento por haberse acercado hasta aquí para aportar información. Entiendo, señor Lupot, que las dos veces que estuvo con la víctima no le comentó nada acerca de si se sentía amenazada o inquieta por algo.

– Nada en absoluto. Nuestra relación fue estrictamente profesional.

Perdomo se quedó con la tarjeta de visita que le facilitó Natalia y se dirigió al despacho del comisario Galdón. Por el pasillo iba pensando en la siniestra casualidad de que tres de los propietarios del Stradivarius robado hubieran fallecido de muerte violenta: Neveu, el abuelo de Ane y la propia violinista.

Pero por encima de todo, le inquietaba el recuerdo, aún espantosamente reciente, de la temible criatura que se le había aparecido en sueños en el Auditorio.

30

El comisario Galdón estaba de pie y tenía la gabardina puesta cuando Perdomo entró a hablar con él en su despacho.

– ¿Te vas? -le preguntó extrañado el inspector-. Me habían dicho que querías verme.

Detrás, sentado en una de las dos sillas de cortesía que había junto al escritorio del jefe de la UDEV, el subinspector Villanueva permanecía a la escucha, inmóvil como un reptil agazapado.

– ¿Por qué no has hablado aún con los padres de Ane? -le recriminó Galdón.

A Perdomo le pareció que el tono de dureza con el que se había dirigido a él el comisario había provocado una sutil sonrisa de complacencia en Villanueva, pero tal vez eran sólo imaginaciones suyas.

– Me personé en el funeral para ver si había ocasión, pero con el hombre sollozando al final del concierto, me pareció más oportuno esperar al menos veinticuatro horas -se justificó Perdomo.

– Mal hecho; la familia es clave para conocer el entorno de la víctima y saber si tenía enemigos o si había algo que la preocupara. Esta misma tarde te vas a Vitoria a hablar con ellos. Ya he telefoneado al padre para ponerle sobre aviso. Toma, éste es el número de su móvil.

– ¿Esta tarde? No tengo a nadie con quien dejar a mi hijo Gregorio.

– No digas tonterías, ya encontrarás a alguien. Poneos en marcha. ¡Ya!

Perdomo vaciló ante el plural que había usado el comisario.

– Trabajo mejor solo. Mientras yo hablo con los padres, Villanueva puede comprobar en las principales casas de subastas si ha habido algún intento de hacerles llegar el violín.

Galdón hizo un gesto negativo con la cabeza.

– No sé cómo os lo montáis en la Brigada Provincial, pero aquí en la UDEV mis hombres trabajan en pareja. Yo me voy corriendo para Burgos. ¿Te acuerdas del triple crimen que hubo allí hace unos años? Pues el director del colegio donde estudiaba el muchacho que detuvimos acaba de ser asesinado.

El comisario hizo un gesto a Perdomo para que le franqueara el paso, pero éste no se movió.

– Espera -le dijo señalando el montón de periódicos que había sobre la mesa-. ¿Has visto los titulares?

– ¿Qué pasa con ellos?

El inspector clavó los ojos en Villanueva, que no se había dignado dirigirle la mirada desde que había entrado en el despacho.

– Me parece una cagada tremenda -exclamó Perdomo-. Alguien está tratando de boicotear la investigación.

El comisario jefe soltó una pequeña carcajada.

– No seas ingenuo, Perdomo. ¿Quién crees que ha filtrado la noticia a la prensa?

Los ojos del subinspector Villanueva chispearon con un destello de burla al ver el estado de confusión absoluta de Perdomo.

– ¿La filtración es nuestra? Pero ¿qué te propones?

– Quiero poner nervioso al asesino -le reveló Galdón-. Si sabe que no nos hemos tragado el anzuelo de la pista islámica, tratará de confundir a la policía por otro sistema. Intentamos crear las condiciones para que cometa un error fatal. Y esto otro también puede darnos resultados.

Galdón extrajo del bolsillo una providencia judicial en la que el magistrado que instruía el caso Larrazábal autorizaba la intervención de los teléfonos de Lledó, Rescaglio y Garralde, y se la pasó a Perdomo, que le echó un rápido vistazo.

– ¿Cómo la hemos conseguido?

– Su Señoría me debe un favor.

– Pues debe de ser de los gordos, porque ya me dirás tú cómo se puede autorizar la intervención de estos teléfonos. No tenemos nada contra Lledó, Rescaglio o Garralde.

– Tampoco tenemos nada a favor -gruñó Galdón-. Eso es lo malo, Perdomo, que pasan los días y no me traes nada. Esto es la UDEV, aquí estamos acostumbrados a obtener resultados desde el minuto uno. Y más con la presión mediática que estamos soportando. No es sólo la prensa nacional. Hoy nos han llamado del Frankfurter Allgemeine y ayer del New York Times. Estamos en una olla a presión.

Perdomo volvió a echar un vistazo a la providencia del juez y comprobó que aquello era una chapuza. Los tribunales superiores de justicia habían dejado ya muy claro, en multitud de sentencias, que cuando se trataba de intervenciones judiciales era imprescindible una resolución motivada, es decir, un auto, y no una simple providencia. Mientras que éstas servían sólo para decidir sobre cuestiones de trámite y peticiones secundarias o accidentales, era en los autos donde los jueces dictaminaban si procedía o no adoptar medidas restrictivas de un derecho fundamental, como el secreto de las comunicaciones.

Aquel documento no sólo no estaba fundamentado jurídicamente, sino que incluso contenía errores de ortografía, señal inequívoca del apresuramiento con el que había sido redactado.

– No me gusta -protestó Perdomo-. No me gusta ni un pelo. Imagínate que de las escuchas sacamos algo. Como no hay un auto motivado, todo lo que obtengamos a partir de estas intervenciones telefónicas lo pueden declarar nulo posteriormente.

– Que no te preocupe tanto el futuro -le tranquilizó Galdón-. Lo que hacemos, lo hacemos con permiso judicial, y en todo caso será Su Señoría, y no nosotros, quien tenga que dar explicaciones en su día, si alguien se las pide más adelante. Ahora lo que cuenta es el presente. El sumario está bajo secreto, nadie se va a enterar de las escuchas, excepto Su Señoría y la fiscal, que está igual que nosotros: desesperada por tener, al menos, un sospechoso. Te aseguro que ella no va a decir ni pío.

Perdomo volvió a interponerse entre el comisario y la puerta de salida.

– Pero ¿qué esperas obtener de estas escuchas? El novio tiene coartada. ¿No leíste el informe de Salvador? Y además yo le vi el día del crimen: estaba destrozado.

– Puro teatro -afirmó Galdón-. Esto apesta a crimen pasional.

– Garralde no ha podido ser. Muerta Ane, muerta la gallina de los huevos de oro.

– Es bollera, ¿no? Igual lo hizo por despecho, para impedir que se casara con el italiano.

– Pero ¿y Lledó? -se quejó Perdomo-. Teóricamente pudo hacerlo, porque se hallaba en el Auditorio y nadie le vio durante el intermedio, pero no podría estrangular con esa pericia ni aunque quisiera: no ha pisado en su vida una escuela de artes marciales.

– ¿Lo has comprobado?

– No he tenido tiempo aún porque le he interrogado esta misma mañana. Pero no es ningún tonto, no se atrevería a mentir a la policía con tanto desparpajo en algo tan fácilmente comprobable.

– Te asombraría la cantidad de estupideces que pueden hacer las personas cuando están bajo presión. Joder, Perdomo, me vas a hacer perder el tren, pero quiero que escuches esto. Villanueva, ponle la grabación.

El subinspector accionó un pequeño aparato de grabación digital que había sobre la mesa y Perdomo reconoció de inmediato la voz de Joan Lledó, a quien acababa de interrogar en su despacho esa misma mañana. Villanueva le informó de que el interlocutor de Lledó era Alfonso Arjona, el director de la agencia Hispamúsica. Perdomo recordó que Arjona era la persona que había salido a comunicar al público la suspensión del concierto, la noche en que asesinaron a Ane Larrazábal. Era el programador de más prestigio del país y presumía de tener lazos de amistad con prácticamente todas las vacas sagradas de la música clásica, desde Claudio Abbado hasta Daniel Barenboim.

– «¡Estoy hasta las narices de este ninguneo!»

– «No es ninguneo, Joan, es simplemente que algunos artistas no quieren tocar contigo, ¿vale? Tienes que entender que si un Mischa Maisky, una Martha Argerich, o más recientemente una Ane Larrazábal, que en paz descanse, nos dicen que quieren venir al Auditorio, pero que prefieren a otro director, no podemos decirles que no.»

– «Claro que podéis, otra cosa es que no queráis.»

– «Te juro que yo te defiendo siempre a capa y espada. Se lo puedes preguntar a Manzano.»

– «¿Qué Manzano?»

– «El director del Teatro Real. ¿No es amigo tuyo?»

– «Sí, pero ¿él qué pinta?»

– «Como sois amigos, él puede confirmarte que yo llevaba meses intentando que el concierto de Larrazábal lo dirigieras tú.»

– «¿Y Ane Larrazábal dijo que prefería a esa momia de Agostini? ¡No me lo creo!»

– «Mira, ya que insistes tanto, tengo delante de mí el último e-mail que me envió Carmen Garralde, la representante de Ane. ¿Quieres que te lo lea?»

– «Quiero que me lo mandes.»

– «Eso no puedo hacerlo, que te conozco y me buscas un lío.»

– «Pero ¿qué lío? Si Ane está muerta.»

– «Escucha, dice así: "Estimado Alfonso: Lamento tener que comunicarte que, a pesar de tus comprensibles deseos de que el concierto de Paganini lo dirija el titular de la Orquesta Nacional de España, Ane considera que el señor Lledó no es el director adecuado para ocupar el podio en su reaparición en Madrid. Aunque no hemos tenido ocasión de escucharle en directo desde hace años, el disco que grabó para EMI en las pasadas Navidades haría enrojecer de vergüenza ajena al mismísimo Walter Legge: sopranos aniñadas berreando salmodias empalagosas, fragmentos de bandas sonoras no aptas para diabéticos, violinistas pseudoeróticas rascando arreglos bachianos que harían bueno a Luis Cobos, Plácido Domingo en la peor adaptación posible de 'O solée mio', himnos y más himnos supuestamente religiosos en expiación de no se sabe qué pecado; todo está tan lejos del nivel de excelencia artística al que aspira Larrazábal que reunir a estos dos músicos para el Concierto de Paganini no sólo resultaría en extremo desaconsejable, sino, muy probablemente, letal. Por no hablar de la inveterada costumbre del señor Lledó, de la que han sido víctimas varias sinfónicas europeas, de maltratar a los profesores de la orquesta como si fueran adolescentes díscolos de un reformatorio".»

– «Qué encanto de mujer. Pero mira cómo ha acabado. Es lo que digo yo siempre: a cada cerdo le llega su San Martín.»

– «¡Por dios, Joan! ¡No digas eso ni en broma!»

Villanueva detuvo la grabación y tanto él como el comisario Galdón posaron la mirada en el inspector Perdomo para observar su reacción. Éste se limitó a sacudir la cabeza con incredulidad.

– ¿Qué taaaal? -exclamó Galdón exultante, prologando la a para expresar su regodeo.

Perdomo no podía disimular su indignación.

– ¡Qué farsante! No hace ni dos horas que me ha estado contando maravillas de Ane Larrazábal. Si te parece, voy a pedir a Lledó que vuelva a declarar, pero esta vez aquí en la UDEV.

– No -le detuvo Galdón-. Eso le daría la impresión de que vamos tras él. Dejemos que respire, a ver si se pone nervioso al saber que no nos hemos tragado lo de su demonio árabe. Tenemos su teléfono intervenido, así que si se va de la lengua, lo tenemos controlado.

Un relámpago que iluminó en ese momento el despacho del comisario dejó claro que la galerna se había transformado en tormenta. El trueno subsiguiente no tardó en hacerse oír, y sonó tan fuerte que los tres policías se asomaron instintivamente a la ventana para cerciorarse de que el rayo no había caído en el gran patio de manzana del complejo policial en el que se encontraban.