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– No he tenido tiempo aún porque le he interrogado esta misma mañana. Pero no es ningún tonto, no se atrevería a mentir a la policía con tanto desparpajo en algo tan fácilmente comprobable.

– Te asombraría la cantidad de estupideces que pueden hacer las personas cuando están bajo presión. Joder, Perdomo, me vas a hacer perder el tren, pero quiero que escuches esto. Villanueva, ponle la grabación.

El subinspector accionó un pequeño aparato de grabación digital que había sobre la mesa y Perdomo reconoció de inmediato la voz de Joan Lledó, a quien acababa de interrogar en su despacho esa misma mañana. Villanueva le informó de que el interlocutor de Lledó era Alfonso Arjona, el director de la agencia Hispamúsica. Perdomo recordó que Arjona era la persona que había salido a comunicar al público la suspensión del concierto, la noche en que asesinaron a Ane Larrazábal. Era el programador de más prestigio del país y presumía de tener lazos de amistad con prácticamente todas las vacas sagradas de la música clásica, desde Claudio Abbado hasta Daniel Barenboim.

– «¡Estoy hasta las narices de este ninguneo!»

– «No es ninguneo, Joan, es simplemente que algunos artistas no quieren tocar contigo, ¿vale? Tienes que entender que si un Mischa Maisky, una Martha Argerich, o más recientemente una Ane Larrazábal, que en paz descanse, nos dicen que quieren venir al Auditorio, pero que prefieren a otro director, no podemos decirles que no.»

– «Claro que podéis, otra cosa es que no queráis.»

– «Te juro que yo te defiendo siempre a capa y espada. Se lo puedes preguntar a Manzano.»

– «¿Qué Manzano?»

– «El director del Teatro Real. ¿No es amigo tuyo?»

– «Sí, pero ¿él qué pinta?»

– «Como sois amigos, él puede confirmarte que yo llevaba meses intentando que el concierto de Larrazábal lo dirigieras tú.»

– «¿Y Ane Larrazábal dijo que prefería a esa momia de Agostini? ¡No me lo creo!»

– «Mira, ya que insistes tanto, tengo delante de mí el último e-mail que me envió Carmen Garralde, la representante de Ane. ¿Quieres que te lo lea?»

– «Quiero que me lo mandes.»

– «Eso no puedo hacerlo, que te conozco y me buscas un lío.»

– «Pero ¿qué lío? Si Ane está muerta.»

– «Escucha, dice así: "Estimado Alfonso: Lamento tener que comunicarte que, a pesar de tus comprensibles deseos de que el concierto de Paganini lo dirija el titular de la Orquesta Nacional de España, Ane considera que el señor Lledó no es el director adecuado para ocupar el podio en su reaparición en Madrid. Aunque no hemos tenido ocasión de escucharle en directo desde hace años, el disco que grabó para EMI en las pasadas Navidades haría enrojecer de vergüenza ajena al mismísimo Walter Legge: sopranos aniñadas berreando salmodias empalagosas, fragmentos de bandas sonoras no aptas para diabéticos, violinistas pseudoeróticas rascando arreglos bachianos que harían bueno a Luis Cobos, Plácido Domingo en la peor adaptación posible de 'O solée mio', himnos y más himnos supuestamente religiosos en expiación de no se sabe qué pecado; todo está tan lejos del nivel de excelencia artística al que aspira Larrazábal que reunir a estos dos músicos para el Concierto de Paganini no sólo resultaría en extremo desaconsejable, sino, muy probablemente, letal. Por no hablar de la inveterada costumbre del señor Lledó, de la que han sido víctimas varias sinfónicas europeas, de maltratar a los profesores de la orquesta como si fueran adolescentes díscolos de un reformatorio".»

– «Qué encanto de mujer. Pero mira cómo ha acabado. Es lo que digo yo siempre: a cada cerdo le llega su San Martín.»

– «¡Por dios, Joan! ¡No digas eso ni en broma!»

Villanueva detuvo la grabación y tanto él como el comisario Galdón posaron la mirada en el inspector Perdomo para observar su reacción. Éste se limitó a sacudir la cabeza con incredulidad.

– ¿Qué taaaal? -exclamó Galdón exultante, prologando la a para expresar su regodeo.

Perdomo no podía disimular su indignación.

– ¡Qué farsante! No hace ni dos horas que me ha estado contando maravillas de Ane Larrazábal. Si te parece, voy a pedir a Lledó que vuelva a declarar, pero esta vez aquí en la UDEV.

– No -le detuvo Galdón-. Eso le daría la impresión de que vamos tras él. Dejemos que respire, a ver si se pone nervioso al saber que no nos hemos tragado lo de su demonio árabe. Tenemos su teléfono intervenido, así que si se va de la lengua, lo tenemos controlado.

Un relámpago que iluminó en ese momento el despacho del comisario dejó claro que la galerna se había transformado en tormenta. El trueno subsiguiente no tardó en hacerse oír, y sonó tan fuerte que los tres policías se asomaron instintivamente a la ventana para cerciorarse de que el rayo no había caído en el gran patio de manzana del complejo policial en el que se encontraban.

31

A menos de un kilómetro de distancia, Arsène Lupot y Natalia de Francisco se habían guarecido bajo una marquesina de autobús, a la espera de que amainara la espesa lluvia que el viento huracanado convertía en una auténtica arma arrojadiza. Los dos luthiers habían encendido sendos cigarrillos para entretener la espera y parecían satisfechos tras la entrevista que habían mantenido con el inspector Perdomo.

– Todo ha ido muy bien -exclamó Lupot exultante- excepto por el dolor en este ojo, que me lleva mortificando desde que me levanté esta mañana.

La mujer le examinó de cerca y concluyó:

– A simple vista no se aprecia nada, Arsène. Pero ¿quién sabe? Puede ser hasta un problema de sinusitis. Cuando llegues a París debes hacértelo mirar por un oftalmólogo.

La mujer estuvo a punto de revelar al francés el resultado de su experimento en el restaurante con las dos gotas de aceite, que había concluido con un mal augurio, pero cambió de opinión al acordarse de que su amigo sólo iba a permanecer veinticuatro horas más en Madrid. Como buena anfitriona, debía procurar que la estancia de su invitado fuera lo más agradable posible.

– Mira, ya está escampando -dijo Natalia, saliendo de la marquesina. Pero una súbita ráfaga de viento mezclada con punzantes gotas de lluvia le azotó el rostro sin miramiento alguno, y le hizo comprender que había cantado victoria demasiado pronto.

Lupot rió ante la cara de estupefacción de su amiga, al verse sorprendida por aquel bofetón de agua huracanada, pero, por solidaridad, decidió abandonar también él la protección que ofrecía la marquesina y, cogiéndose del brazo de su amiga, echó a andar calle arriba en dirección al coche.

La mayor parte de las personas con las que se iban cruzando en su trayecto se debatían en la duda de cerrar los paraguas de una vez o seguir caminando con ellos por precaución, porque aunque la tromba de agua casi había amainado por completo, el viento seguía castigando la zona con furia inusitada.

A unos cincuenta metros de distancia, Natalia observó que un fraile agustino, vestido con el característico hábito negro de la orden, se había detenido en mitad de la acera y forcejeaba con un gigantesco paraguas de color ala de cuervo, cuyas varillas se habían invertido a causa de una traicionera ráfaga de aire. La escena era tan pintoresca que los dos luthiers,que estaban a punto de cruzar, decidieron permanecer unos segundos más en ese lado de la calle, para asistir al desenlace de la escaramuza entre el religioso y el paraguas. Justo en el momento en que el agustino lograba enderezar las varillas, una ráfaga de viento especialmente violenta le arrancó el paraguas de las manos y lo empezó a arrastrar por la acera. Instantes después, una andanada lateral de aire lo lanzó contra la pared de ladrillo de un colegio, de tal manera que la punta de acero, que debía de medir más de quince centímetros y refulgía como la hoja de un machete, empezó a despedir centellas al rozar con furia contra el muro.