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En cuestión de pocos segundos, el paraguas parecía haber cobrado vida propia. De pronto, se alejó de la pared; Natalia se percató de que venía directamente hacia ellos, y comoquiera que el agustino empezara a indicarle por señas que lo atrapara, la mujer empezó a desafiar al viento, caminando hacia el huidizo objeto para intentar agarrarlo al encuentro, como si se tratara de un perro díscolo, renuente a que su amo le pusiera la correa. El paraguas se detuvo en seco, y justo en el momento en que Natalia comenzaba a agacharse, para asirlo por el mango, volvió a emprender el vuelo. Saltando por encima del cuerpo de la mujer, fue a golpear, con velocidad endiablada, contra el rostro de Lupot, con tal mala fortuna que la punta de acero le atravesó el ojo derecho.

32

Antes de salir para Vitoria, Perdomo tuvo que pasar por el colegio de Gregorio para explicarle que tenía un viaje inaplazable y debía apañárselas solo en casa durante aquella noche. Como el chico salía a las cinco de la tarde y el colegio estaba tan cerca que podía realizar a pie el trayecto de vuelta andando, el único problema por resolver era el de la cena.

– Aquí tienes veinte euros para que te pongas hasta arriba de Telepizza -le explicó su padre-. Si te apetece llevar a casa a algún amigo para que se quede a dormir y sentirte menos solo, tienes mi permiso, aunque yo voy a estar localizable en el móvil en todo momento. Si no te gusta el plan, puedo hacer que vengan a buscarte los abuelos, aunque es más lío mañana para ir al colegio, porque viven donde Cristo dio las tres voces.

El muchacho no quiso ni oír hablar del plan B. Era la primera vez que se quedaba solo en casa durante una noche y aquella experiencia le hacía sentirse adulto de repente.

Al cabo de tres horas y media los dos policías estaban en la capital alavesa.

La ciudad bullía de gente y estaba repleta de carteles anunciando que al día siguiente daba comienzo el renombrado Festival de Jazz. Perdomo y Villanueva tenían una habitación reservada en el hotel Canciller Ayala, que, por hallarse situado muy cerca del Polideportivo Mendizorrotza, era el establecimiento donde estaban alojadas la mayoría de las estrellas que acudían ese año al festival. El hotel también se encontraba a veinte minutos caminando de la plaza de la Constitución, en la que estaba el Conservatorio Jesús Guridi, en el que el padre de Ane era profesor de violín.

Ya en recepción, Perdomo y Villanueva experimentaron su primer contacto con la gloria al darse cuenta de que la mujer que estaba charlando en el lobby del hotel con un venerable anciano de color, de barba blanca, no era otra que Norah Jones, la hija del mítico rey del sitar Ravi Shankar, que con sólo tres álbumes y un puñado de buenas canciones, en las que se mezclaban el pop acústico con el soul y el jazz, había logrado igualar al menos, por no decir eclipsar, la popularidad de su padre. A sus veintinueve años, Norah Jones no solamente era una de las artistas que más discos vendían en el mundo, sino una mujer extremadamente atractiva, a la que sus rasgos hindúes conferían un aire de exotismo irresistible. Perdomo casi se sintió defraudado cuando Villanueva no profirió ningún comentario obsceno al contemplar a aquella hembra tan apetecible, y se indignó consigo mismo al darse cuenta de lo mucho que había tardado en reconocer que el anciano que coqueteaba con Norah, a poca distancia del mostrador de recepción, era la otra gran estrella de esa edición del festivaclass="underline" Sonny Rollins, el coloso del saxo tenor.

Los policías dejaron los bártulos en la habitación y Perdomo soltó un comentario hiriente hacia el Ministerio del Interior porque dos hombres hechos y derechos se vieran obligados a compartir habitación, como si fueran dos alumnos de internado. Villanueva, que era quien se había encargado de hacer la reserva, le explicó que la habitación doble no tenía nada que ver con las restricciones presupuestarias, sino con el hecho de que, al estar la ciudad en pleno Festival Internacional, los hoteles estaban desbordados.

– Puedes dar gracias a que tengamos una cama para cada uno y no nos hayan hecho compartir una de matrimonio -bromeó el subinspector.

Perdomo estaba deseando perder de vista a Villanueva cuanto antes, así que le dijo:

– Tenemos la cita con el padre mañana a las diez en el Conservatorio. Está en la plaza de la Constitución, a quince minutos caminando desde aquí. Voy a telefonear a mi hijo a ver si está todo en regla y luego he quedado con unos amigos para cenar. ¿Tú qué vas a hacer?

– También tengo amigos en la ciudad, a los que quiero ver.

– Si vuelves al hotel después de mí, no se te ocurra encender la luz. Me cuesta mucho coger el sueño una vez que me despierto en mitad de la noche.

Villanueva abandonó la habitación de inmediato y Perdomo, tras hablar con Gregorio desde el teléfono que tenía junto a la cama y comprobar que todo estaba en orden, pidió al conserje del hotel que le reservara mesa para uno en El Portalón, tal vez el restaurante más emblemático de Vitoria. Había mentido a su compañero para no tener que pasar junto a él más horas de las estrictamente necesarias, porque lo cierto era que no conocía absolutamente a nadie en la ciudad.

El restaurante El Portalón está en una antigua posada de mercaderes de finales del siglo xv, en el corazón de la Vitoria gótica, al final de la calle Correría. Debía su nombre a las extraordinarias dimensiones de la puerta de entrada, por la que un día habían entrado y salido carruajes y caballerizas. Daban tan bien de comer que se decía que las estrellas mundiales del jazz que acudían desde hace más de treinta años al festival, lo hacían más movidas por la oportunidad de degustar los suculentos platos a base de habas, setas y caracoles, maridados con los selectos vinos de la Rioja alavesa de la bodega, que por inquietudes artísticas.

Nada más entrar, y antes siquiera de que le abordara el maître para comprobar su reserva, Perdomo se dio cuenta de que el restaurante estaba, efectivamente, abarrotado de músicos de jazz, por la cantidad de clientes de color que se sentaban a las mesas. Cuando fue conducido hasta la suya, el inspector vio que la de al lado, que era también individual, estaba ocupada por el subinspector Villanueva. Ambos policías sonrieron al darse cuenta de que se habían mentido mutuamente y, para no sentirse completamente ridículos durante la cena, Perdomo le pidió al encargado que les sentaran juntos.

Los dos hombres decidieron no complicarse la existencia y ordenaron el menú degustación, al razonable precio de cincuenta euros por persona. Inmediatamente Villanueva, que era bastante más parlanchín que su jefe, preguntó a éste qué le parecía la noticia del día: el súbdito francés que esa misma mañana le había ido a ver a la UDEV en compañía de una mujer, había fallecido poco después en un extraño accidente con un paraguas.

Perdomo, que ese día había estado más preocupado de que su hijo estuviera perfectamente atendido que en ponerse al día sobre la actualidad, se quedó blanco y sin palabras cuando se enteró de la muerte de Lupot. De alguna manera que no alcanzaba a entender, todas las personas que entraban en convicto con el violín acababan falleciendo de muerte violenta. Todas menos el asesino de Ane Larrazábal, sobre el que por el momento no tenían la menor pista, aunque Lledó empezaba a perfilarse como uno de los posibles sospechosos. Su mente saltó luego al otro crimen no resuelto de aquellos días y preguntó a su compañero.

– ¿Qué habéis averiguado del atentado contra Salvador?

Villanueva le informó de que se trataba de un ajuste de cuentas. Durante la época en que había estado en Estupefacientes, Salvador había logrado desmantelar una importante banda de narcotraficantes, comandada por un egipcio, que ahora, desde la cárcel, había ordenado atentar contra el policía.