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– Mañana, cuando hablemos con los padres -señaló Perdomo cambiando otra vez de tema-, debemos ser muy cautos. Es normal que la familia esté ansiosa por que el asesino sea detenido, pero nada de darles falsas esperanzas. Podemos hacerles ver que la investigación avanza, que se ha dado ya un paso importante al desmontar la pista árabe, pero al mismo tiempo, tratar de que acepten que el esclarecimiento de un homicidio es algo muy complejo. Fíjate si tendré razón, que el caso que mencionó esta mañana Galdón en su despacho, el crimen de Burgos, os llevó tres años.

– Estás mal informado -le replicó Villanueva en tono altanero-. La investigación se demoró tanto porque al principio eran inspectores de la Policía Judicial de Burgos los que se ocupaban del caso, y se estancaron. En cuanto entró la UDEV central, las cosas empezaron a avanzar. Nunca has trabajado con Galdón, pero te aseguro que es una máquina. No descansa nunca; corre la leyenda de que nunca va a casa a dormir, sino que lo hace en el despacho, colgado del techo, como los murciélagos. A nosotros no nos va a dejar vivir hasta que encontremos al culpable.

Se produjo una pausa, en la que ninguno de los dos dijo nada, pero no porque estuvieran pensando, sino porque ambos tenían la boca llena. Al fin, Villanueva, con la comisura izquierda de los labios manchada de salsa, exclamó:

– ¿Soy yo, que tenía mucha hambre, o estas cocochas de merluza están de campeonato?

Perdomo no respondió, pues su atención se había concentrado en un fabuloso plato de chipirones en su tinta que acababa de aterrizar en la mesa de los músicos de color. El negro, que a juzgar por el tamaño de las manos era contrabajista, ni siquiera debía de haber oído hablar, en su ya dilatada existencia, de un plato en el que la salsa era aún más oscura que su piel, y al principio pensó que se trataba de una broma. Pero como el camarero insistió, acabó probándolos y nada más hacerlo cayó en una especie de trance místico-gastronómico del que no se recuperó hasta que dejó el plato tan limpio como una patena.

– Ya que hemos llegado en pleno Festival -comentó Villanueva al cabo de un rato-, podríamos aprovechar para asistir a algún concierto.

– Los conciertos son por la tarde -le aclaró Perdomo- y nosotros, mañana, en cuanto hablemos con los padres, nos volvemos a Madrid. No puedo dejar tanto tiempo a mi crío solo.

– Pues yo esta noche me voy a quedar a la jam session del Canciller Ayala. Dicen que va a estar Tomatito.

– Haz lo que quieras -le contestó el inspector, en un tono que dejaba entrever claramente que ya había superado con creces el cupo de palabras que tenía pensado intercambiar con Villanueva aquel día-. Mañana te quiero al cien por cien, y como me despiertes esta noche a las tres de la mañana, vamos a tener más que palabras.

Los dos policías permanecieron en silencio hasta que llegó la cuenta, que pagaron a escote.

33

Madrid, la tarde del mismo día

Andrea Rescaglio siempre tenía dificultades para entrar y salir de las estaciones de metro de Madrid cuando llevaba el chelo consigo, a causa de los tornos de acceso, y por eso solía optar por cubrir las distancias en taxi o en autobús. Pero la tarde era lluviosa, el tráfico se había espesado y el italiano no tenía intención de perder dos horas de su vida atrapado en un absurdo atasco sólo porque se le hubiera terminado la resina para el arco.

La única tienda de la ciudad donde siempre tenían en stock su marca preferida, Pirastro -para los buenos chelistas existía un abismo entre emplear uno u otro producto-, estaba a dos pasos de la estación de metro de Ópera, de manera que, aunque sabía lo engorrosa que iba a ser la entrada y la salida al suburbano, no se lo pensó dos veces y se zambulló en el subsuelo madrileño.

Nada más entrar, comprobó con desagrado el estado lamentable en que la huelga de empleados de limpieza del metro estaba dejando tanto los pasillos como los andenes de la terminal, por no hablar de las papeleras, que parecían estar a punto de desfondarse y caer al suelo estrepitosamente por el peso de las inmundicias apiladas sobre ellas. Si no dio media vuelta en el acto fue porque la posibilidad de llegar a la tienda de instrumentos cuando ésta estuviera ya cerrada, después de haber sufrido el martirio del tráfago madrileño, se le hacía aún más insoportable que tener que caminar a través de aquel vertedero.

Tal como había temido, la funda del chelo se le enganchó al salir de la estación en una de las barras del torno y Rescaglio tuvo que forcejear con el artilugio mientras blasfemaba en voz baja y en italiano, para no herir los oídos de los pasajeros que hacían cola impacientes detrás de él, esperando a que solucionase su pequeño contratiempo.

Nada más encaminarse a la puerta que le convenía, comenzó a escuchar música de violín, proveniente de uno de los pasillos de salida. Sonrió al recordar los tiempos en que él también había probado fortuna como músico callejero, cuando aún era un aprendiz del instrumento. Su sorpresa fue mayúscula cuando, al acceder al pasillo, en vez de tropezarse con un grupo de músicos de Europa del Este -checos, húngaros y rumanos parecían haber logrado una clara preeminencia en el difícil repertorio de la música callejera para cuerda- se encontró con un par de muchachos que no tendrían más de trece años y que habían logrado llenar de monedas y billetes la caja del violín, que descansaba sobre el suelo con la boca abierta, como si fuera un sapo hambriento. La pieza, «Eight Days a Week», de los Beatles, sonaba bien afinada y a un tempo y con un swing que a Rescaglio le parecieron muy musicales. Uno de los dos chicos tocaba la melodía con el arco y el otro se había colocado el violín sobre el pecho, como si fuera una mandolina, y rasgueaba con la mano derecha los acordes de acompañamiento.

La canción estaba a punto de concluir y el italiano se detuvo un momento, intrigado por averiguar la reacción de los viandantes una vez que la pieza hubiera terminado. ¿Recibirían aquellos jovencísimos intérpretes la ovación que se merecían?

Pasados unos segundos, comprobó que no solamente eran festejados con aplausos, sino con gritos de «¡Bravo!» y «¡Otra!», a los que los dos chicos correspondieron con solemnes reverencias, como si fueran dos profesionales saludando al respetable desde el proscenio del Carnegie Hall.

Los improvisados espectadores permanecieron luego unos momentos a la espera, para ver si continuaba el espectáculo, pero al ver que los chicos destensaban los arcos y guardaban los instrumentos, continuaron su camino después de haberse aligerado los bolsillos de monedas, que depositaron en el interior de la caja.

Fue entonces cuando Rescaglio se dio cuenta de que el violinista que había llevado la voz cantante era Gregorio Perdomo, el hijo del inspector que estaba tratando de resolver el asesinato de su prometida.

– Hola, ¿te acuerdas de mí? -le dijo el italiano.

Habían tenido la ocasión de conocerse en la cafetería Intermezzo, junto al Auditorio Nacional, el día en que Ane Larrazábal había sido asesinada.

Por la sonrisa que le devolvió el muchacho, era evidente que sí.

– ¡Claro, tú eres el novio de Ane! Pero no me acuerdo de tu nombre.

– Andrea. Aquí en España se ha puesto de moda bautizar así a las chicas, porque como acaba en a,la gente se piensa que es un nombre de mujer. Pero en Italia, si te diera por llamar Andrea a una niña, el cura se troncharía de risa; es como si aquí le pusieras Isabel a un varón solo porque el nombre acaba en el, como Miguel o Gabriel.

– No lo sabía -respondió divertido Gregorio-. Bueno, él es Nacho -añadió, volviéndose en dirección a su acompañante-. Está en el mismo curso de violín que yo.