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– ¿No hace un calor del demonio aquí?

Antes de obtener respuesta, se volvió hacia una mesita que había en el camerino, sobre la que reposaban varios objetos, entre ellos dos vasos y una botella de agua mineral, y sació su sed, momento que aprovechó Agostini para felicitarle por el buen rendimiento de la sección de chelo durante los ensayos.

– Ah, pero es que Andrea es un superdotado -comentó Larrazábal. Y como viera que la frase se prestaba a equívoco, se apresuró a aclarar-: Quiero decir, musicalmente.

El comentario provocó una risita nerviosa en el director e hizo que Rescaglio se sonrojara y agachara la cabeza, en un gesto de timidez. El chelista tenía la tez tan blanca y delicada como el papel de arroz, y eso hizo que su rubor se notara más de la cuenta.

El italiano tenía una gran sensibilidad musical y una técnica muy depurada, pero no se sentía digno de recibir elogios cuando estaba en presencia del inconcebible prodigio que era Ane Larrazábal. Ella en cambio no dudaba nunca en regalarle el oído delante de terceras personas, siempre que se le presentaba la ocasión.

– Hacemos música de cámara regularmente -dijo muy animosa la violinista-. Debería venir a escucharnos alguna vez.

– Me encantaría -respondió Agostini-. Pero como ya se ha corrido la voz de que estoy a punto de retirarme, últimamente tengo la agenda más ocupada que la Filarmónica de Berlín. ¡Me llaman de todas partes y, para mi desgracia, sólo tengo tiempo para hacer música, no para escucharla!

Rescaglio comprendió que Agostini quizá no tendría oportunidad de volver a conversar con su novia en mucho tiempo y decidió ausentarse del camerino, para que diva y maestro pudieran estar un rato más a solas durante los minutos previos al concierto.

Cuando Ane dirigió la última sonrisa a su prometido, ocurrió algo fuera de lo normal. El ojo derecho de la violinista empezó a moverse de manera involuntaria e incontrolable; Rescaglio entonces se acercó a ella y, en vez de abandonar el camerino como tenía pensado, la abrazó con ternura durante largo rato. La emotividad de aquel gesto hizo que Agostini llegara a sentirse francamente violento, pues el modo en que el italiano había rodeado a Ane con sus brazos transmitía, incluso para un observador tan poco perspicaz como él, un sinfín de emociones simultáneas, que iban desde el deseo sexual hasta el instinto de protección. Justo cuando el anciano maestro iniciaba su retirada hacia la puerta, Rescaglio soltó a su novia, la besó en la frente y abandonó el camerino sin decir palabra.

4

El inspector Perdomo y su hijo Gregorio acababan de instalarse en sus céntricas localidades del Auditorio Nacional cuando oyeron por megafonía el anuncio de que quedaban cinco minutos para el inicio del concierto y de que la gente desconectara sus teléfonos móviles. El policía, por un temor irracional a que le sonara durante la actuación, llegó a comprobar el suyo hasta tres veces.

Al abrir el programa, que incluía, además de sesudos comentarios sobre las obras que se iban a interpretar, las biografías de Agostini y Larrazábal, con sus respectivas fotografías, Perdomo se quedó sin habla al contemplar la belleza deslumbrante de la solista, pero decidió no hacer el más mínimo comentario a su hijo, con el objeto de no incomodarle. Éste parecía haberse recuperado ya del ataque de nostalgia materna del que había sido presa hacía unos minutos y se lanzó a explicar a su padre cómo se sentaban los instrumentistas.

– A nuestra izquierda, los primeros violines; a la derecha los chelos. Enfrente, los segundos violines y las violas; y detrás de los chelos, los contrabajos.

– ¿Por qué hay una barandilla en el podio del director? ¿Es que se ha caído alguna vez un director al patio de butacas?

– Papá, ¿vas a empezar a preguntarme tonterías?

– Es para que nos riamos un poco. Es mi primera vez y estoy algo nervioso. ¿Sabías que…? -¡Cof, cof, cof!

Perdomo no fue capaz de terminar la frase, porque un súbito ataque de tos seca hizo que se convulsionara en su butaca durante varios segundos, ante la mirada horrorizada de su hijo.

– Si toses así durante el concierto, es el final. Tendremos que levantarnos y marcharnos.

– No es culpa mía, Gregorio. Sabes cómo se me irritan los bronquios por la alergia, ahora en primavera. Muestra un poco de compasión hacia tu pobre padre, ¿quieres?

El niño se metió la mano en el bolsillo y extrajo un paquete de caramelos para la garganta.

– Anda, coge uno de éstos.

Perdomo quitó el envoltorio de una de las pastillas y se la introdujo en la boca. Luego, al ver que su hijo volvía a meterse el paquete de caramelos en el bolsillo, dijo:

– Dame alguno más, por si tengo otro ataque.

El niño obedeció, pero advirtió a su padre:

– Quita el envoltorio ahora. La segunda cosa más molesta en un concierto después de un ataque de tos es un señor haciendo ruidito al arrugar un papel.

Un tipo que estaba sentado en la fila de atrás dio a Perdomo dos golpecitos en el hombro para llamar su atención. Cuando el inspector se volvió, reconoció a un periodista de El País que había cubierto para el diario un crimen que había mantenido en jaque a la policía durante años y que Perdomo había ayudado a resolver con éxito.

– No sabía que era usted melómano -le dijo el reportero.

– Ni yo. He venido para acompañar a mi hijo.

– Enhorabuena por lo de El Boalo. Da gusto cuando casos tan difíciles se resuelven de una vez por todas.

– Si quiere que le sea sincero, fue un golpe de suerte.

– De todos modos, mi más sincera felicitación.

El periodista le dio un caluroso apretón de manos y cuando Perdomo se volvió otra vez hacia el escenario, Gregorio, que parecía exultante por la admiración que había despertado su padre en aquel periodista, le preguntó:

– ¿Qué es lo de El Boalo?

– Hace poco ayudé a la Guardia Civil a resolver un caso. Detuvimos al asesino en un pueblo de Madrid llamado El Boalo.

– ¿Y no me lo vas contar?

– No, demasiado truculento. Disfrutemos de la música.

– Vamos, papá. Si en cuanto llegue a casa puedo buscar en Google «crimen de El Boalo» y me voy a enterar. Prefiero que me lo cuentes tú.

Perdomo dio un suspiro de resignación, maldijo internet para sus adentros y relató a su hijo, de la manera más sucinta posible, en qué había consistido su aportación en el caso del llamado «Asesino del Unicornio», un psicópata que durante los últimos años había acabado con la vida de trece mujeres, empleando como arma homicida el cuerno de un narval.

– ¿O sea que en España también hay asesinos en serie, como en las películas? -preguntó Gregorio cuando su padre terminó de hablar-. ¡Perfecto para el crucigrama!

Y sacando una pequeña libreta del bolsillo del pantalón, anotó algo en ella con un lápiz medio despuntado.

– ¿Qué es eso? -preguntó el padre.

– Mi cuaderno de ideas. Ya te dije que este año soy el encargado de los pasatiempos de la revista del colegio, y lo que me acabas de contar me vale para el crucigrama. Mató a trece mujeres: U-N-I-C-O-R-N-I-O.

– Pasatiempos, ¿eh? ¿Y te los tienes que inventar?

– Claro. Por eso llevo la libreta; cada idea que se me ocurre, la apunto enseguida, para que no se me olvide.

El inspector aprovechó los instantes previos a la entrada de director y solista para evaluar, en un barrido panorámico, el tipo de público que había acudido a ver a la gran diva del violín. Había gente de todo tipo, desde adolescentes con vaqueros hasta señoronas emperifolladas que habían tenido que dejar el abrigo de visón en el guardarropa. La Sala Sinfónica del Auditorio, que podía albergar a casi 2.500 personas, estaba llena hasta la bandera. La mayoría de los espectadores se hallaban, como él, situados frente a la orquesta, pero también las localidades que franqueaban el escenario se habían agotado, e incluso las que estaban detrás, a ambos lados del órgano. La gigantesca sala, que rebosaba esa noche de expectación, se había construido de forma que todos los elementos contribuyeran a su acústica: desde sutecho de madera de nogal hasta las paredes inclinadas que servían para impedir un exceso de reverberación.