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Gregorio tardó menos de treinta segundos en aprenderse el ciclo de acordes con los que tenía que acompañar a Rescaglio, y una vez que ambos hubieron rasgueado el ostinato tres veces, el italiano expuso con gracia y energía la melodía del Quintettino. Al volver al ostinato,y sin dejar de rasguear, Rescaglio dijo, elevando un poco la voz para que fuera audible sobre la música:

– ¿Te atreves a coger tú ahora la melodía?

Para su sorpresa, el muchacho se lanzó, sin pensárselo dos veces, a tocar la compleja melodía de Boccherini, plagada de síncopas, tresillos y apoyaturas, y aunque es cierto que no la interpretó al pie de la letra, salió del paso como si estuviera leyendo la partitura por primera vez, en lugar de estar tocando de memoria. Rescaglio no podía dar crédito a la habilidad del chico:

– ¡Qué buen oído tienes, mascalzone!

Niño y adulto estuvieron intercambiándose la melodía durante varios minutos, y a cada compás el grado de compenetración entre ellos iba creciendo. Una vez que se aproximaron al final, el italiano advirtió:

– ¡Ojo, ritardando!

Y los dos músicos cayeron al unísono sobre el acorde de tónica con la precisión del bisturí de un neurocirujano.

– Tenemos buena química -admitió Rescaglio mientras comenzaba a destensar el arco-. A ver si tenemos oportunidad de volver sobre esta pieza en otra ocasión, pero ya con partitura.

– ¿Ya te tienes que ir?

– Sí, he quedado con unos amigos -respondió el italiano, y esta vez le estaba diciendo la verdad-. A ver si encuentro unos arreglos para cuerda de canciones de los Beatles que compré hace años en Tokio, porque es mejor que te acostumbres a aprenderte las piezas con el pentagrama delante.

– ¿Sabes que a mi padre también le encantan los Beatles?

– Entonces tu padre es un sabio -manifestó Rescaglio-. Los Beatles son músicos clásicos. ¡Músicos clásicos que tocan con instrumentos eléctricos!

El italiano levantó el chelo y aflojó la rosca que bloquea la espiga del instrumento, para introducirla dentro de la caja armónica. Una vez que la pica desapareció en las entrañas del violonchelo, Rescaglio volvió a apretar la rosca, pero no lo suficiente, porque la espiga se deslizó bruscamente hacia fuera, como la hoja de una navaja automática, y a punto estuvo de entrar en contacto con el párpado derecho de Gregorio, que echó bruscamente la cabeza hacia atrás para evitar el impacto.

– ¡Lo siento! ¡Por poco te dejo tuerto! -se lamentó Rescaglio.

Visiblemente turbado, el chelista volvió a meter la pica dentro del chelo y esta vez la aseguró con fuerza con la rosca correspondiente, para evitar que se repitiera el accidente.

– Esta punta metálica es un peligro -se recriminó a sí mismo el italiano-. Tengo que ponerle ya el taco de goma. Lo llevo en la funda, pero se lo quito siempre, porque en mi casa la espiga resbala contra el parquet y así es incomodísimo tocar.

Rescaglio guardó por fin el chelo en su estuche y tras despedirse del muchacho se perdió en la noche madrileña.

36

Vitoria, al día siguiente

El Conservatorio de Música Jesús Guridi era un moderno edificio de ladrillo gris, de mediados de los ochenta, construido a tres alturas de manera que cada una fuera más extensa que la inferior y volase por encima de ésta cerca de un par de metros. El tercer piso estaba sustentado sobre pilares de color claro que llegaban hasta el suelo y conferían a toda la estructura un aire primitivo, como de palafito.

Perdomo y Villanueva llegaron con diez minutos de retraso debido a la costumbre del segundo de acicalarse antes de salir, casi como si fuera una mujer. Se identificaron ante el conserje de la entrada como inspectores de Homicidios y éste les hizo pasar al Aula Magna del Conservatorio, en la que algunos alumnos de los grados superiores estaban ensayando lo que parecía un concierto barroco. Se trataba en realidad de una versión para orquesta de cámara de la famosísima sonata para violín y bajo continuo El trino del diablo, del compositor italiano Giuseppe Tartini. En un escrito de puño y letra del músico que fue encontrado en Asís, Tartini decía:

Una noche soñé que cerraba un pacto con el diablo. A cambio de mi alma, el diablo me juraba estar siempre a mi lado cuando lo necesitase. Como ocurrencia, le entregué en mi sueño mi violín, para ver si el diablo era músico, y para mi asombro, la música que empezó a tocar fue tan exquisita, tan inconmensurablemente inspirada y hermosa, que no pude ni moverme durante la ejecución. Se me detuvo el pulso, y me quedé sin aliento hasta que, por fin, desperté. Inmediatamente, cogí mi violín y empecé a tocar, tratando de recordar lo que había escuchado en el sueño. En un estado casi febril, decidí pasar las notas a papel pautado, y aunque la sonata resultante ha sido lo mejor que he compuesto en mi vida, no se puede ni comparar con lo que tocó el demonio en mi sueño.

El Aula Magna del Conservatorio de Vitoria es un gran auditorio, con capacidad para seiscientas cincuenta personas y espacio para cerca de doscientos músicos sobre el escenario, por lo que el reducido conjunto de cámara con el que se encontraron los dos policías al descender por la platea, y que se había colocado en semicírculo, les pareció aún más pequeño de lo que era. Don Íñigo Larrazábal no sólo era profesor de violín, sino que dirigía todo el departamento de cuerda del Conservatorio. Los detectives lo encontraron sentado en la primera fila, desde donde impartía indicaciones al concertino, que estaba sentado el primero por la izquierda en el escenario.

Si Perdomo hubiera tenido ocasión de contemplar alguna fotografía de Jesús Guridi, el compositor que daba nombre al Conservatorio, autor de las famosas Diez melodías vascas,se habría tenido que rendir a la evidencia de que don Íñigo era su vivo retrato: bajito, medio calvo, un bigote canoso en forma de triangulo isósceles, grandes orejas, nariz prominente y, por en cima de todo, una anticuada pajarita que le confería cierto aire decimonónico, aunque francamente distinguido.

Nada más ver a los policías, se puso en pie y ordenó a los músicos un descanso de media hora, no sin antes decirle al primer violín:

– Acuérdate: crescendo no es accellerando. Es un error que cometen hasta los grandes directores. Tenéis que conseguir que aumente poco a poco el volumen sin que varíe el tempo que habéis elegido. Ya sabes, como si fuera el Bolero de Ravel.

El interpelado hizo una anotación en la partitura y luego desapareció entre cajas junto a los otros músicos, de modo que los policías pudieron mantener en mitad del aula, con total discreción, la charla con don Íñigo.

– ¿Cómo es que no le veo hoy con el violín en la mano? -dijo Perdomo para romper el hielo-. Estuve en el funeral de su hija y nos conmovió a todos hasta el tuétano con la pieza de Bach.

Don Íñigo cerró por un momento los ojos, como si quisiera revivir aquel instante tan emotivo y luego dijo:

– Muchas gracias. El aria de la Pasión según San Mateo iba a un tempo que todavía puedo abordar, a pesar de mi provecta edad. El trino del diablo,para un parkinsoniano en ciernes como yo, es harina de otro costal. Afortunadamente, tengo alumnos que pueden abordar la pieza con absoluta solvencia, así que me limito a darles alguna orientación desde aquí abajo. Y ahora, denme alguna buena noticia con la que pueda alegrar el día a la madre de Ane, en cuanto llegue a casa.