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– ¿Su esposa sigue teniendo tirria al italiano?

– No. El hacha de guerra quedó enterrada hace mucho tiempo. De hecho, esta noche Andrea duerme en casa.

Perdomo extrajo del bolsillo de la americana una copia de papel pautado encontrado en el camerino de la víctima y se lo mostró a don Íñigo:

– Parece la caligrafía de mi hija -dijo el violinista nada más echar el primer vistazo.

– ¿Está seguro?

– No al ciento por ciento, porque la caligrafía musical no es tan reconocible como la alfabética, pero si no es la suya, solamente puede ser de otra persona: Andrea. Él y mi hija habían acabado por tener una caligrafía muy parecida.

– La Policía Científica ha examinado el documento original y sólo ha encontrado huellas de su hija, así que es muy posible que sea su letra, pero ¿sabe lo que me llama la atención? En Madrid, me dijo un músico que la partitura era «un garabato musical, sin el menor interés». ¿Usted qué opina?

A don Íñigo debió de parecerle curiosa la afirmación del policía, porque respondió:

– Habría mucho que hablar sobre qué es el sentido musical, inspector. Hoy en día se componen cosas muchísimo más raras que ésta. He visto partituras que son auténticas tomaduras de pelo, y eso que yo, aquí donde me ve, no soy demasiado tradicional en ese aspecto. De hecho, en el Conservatorio tenemos un laboratorio de música electroacústica, y siempre que los alumnos me han llamado para colaborar en algún concierto, jamás les he puesto ninguna pega. ¿No ha oído hablar de una pieza de John Cage llamada 4 minutos y 33 segundos? También es para piano, como ésta, sólo que lo único que pone en la partitura es tacet,la palabra que se usa en música para indicar que hay que permanecer callado. El pianista llega con un cronómetro, cierra, en vez de abrir, la tapa del piano, coloca la partitura en el atril, pone en marcha el crono, y durante cuatro minutos y treinta y tres segundos no toca absolutamente nada.

– Menos mal que son cuatro minutos y no cuatro horas -acotó Villanueva desde el segundo plano al que le había relegado Perdomo.

– ¿Puede ser música del mismo autor?

– Desde luego, la pieza rarita sí que es. Lo primero que me extraña es que no hay indicación de tempo. No sabemos a qué velocidad hay que tocar esto, si es un alegro o un adagio. También me llama poderosamente la atención una cosa: en todos los compases, las notas tienen un valor decreciente, y no se repite ninguna nota que tenga el mismo valor. ¿Lo ve? Primer compás: hay un do,que es una blanca, otro do a la octava más alta, que es una negra, luego un mi, corchea, y la nota más aguda es otro mi,con valor de semicorchea. Este patrón se repite a lo largo de los once compases. ¿Quiere que se la toque al piano, para que se haga una idea de cómo suena?

– Sería de una inestimable ayuda, señor Larrazábal -afirmó Perdomo.

Don Íñigo intentó trepar al auditorio desde la platea, pero se dio cuenta de que estaba muy mayor para el esfuerzo y decidió utilizar una de las dos escaleras laterales. Los dos policías le siguieron hasta el piano, que habían relegado a un rincón del escenario para hacer más cómodo el ensayo.

Don Íñigo colocó la misteriosa partitura en el atril del piano y antes de empezar a tocar aclaró:

– Voy a interpretarla a un tempo lento, no porque crea que es el adecuado, sino porque yo no soy pianista y no pueden esperar de mí grandes alardes de virtuosismo. ¿Quiere cronometrarla? Como la pieza no tiene título, le podemos poner el nombre de la duración, como a la de John Cage.

El inspector esperó hasta que el segundero del reloj llegara a las 12 y dijo:

– ¡Ya!

Siguieron treinta segundos de música un tanto monocorde, en la que la línea melódica parecía estar en el bajo y que don Íñigo interpretó sin un solo error ni titubeo. Cuando llegó a la doble barra final, el músico exclamó:

– Ya tenemos nombre para la pieza: Treinta segundos. Pero más que un fragmento musical, esto parece una progresión de acordes de librería, de las tantas que hay en música.

Don Íñigo explicó a los policías que, igual que en ajedrez hay secuencias de movimientos iniciales que se llaman aperturas y que están perfectamente tipificadas -P4R-P4R-, en música existían decenas de progresiones preestablecidas de acordes, que en ocasiones recibían hasta nombre, como las aperturas ajedrecísticas.

– Si en ajedrez tenemos, por ejemplo, la apertura Ruy López, en música existe, entre otras muchas, el Passamezzo Antico,una progresión sobre la que se compusieron centenares de obras durante el Renacimiento -entre ellas Greensleeves- y que consiste en la menor, sol mayor, la menor, mi mayor. Si me deja una copia de esta partitura, puedo consultar en la biblioteca del Conservatorio, a ver si la progresión que me ha traído se corresponde con alguna fórmula famosa.

Perdomo agradeció enormemente la colaboración al padre de Ane y antes de marcharse le confesó:

– Señor Larrazábal, estamos trabajando con la hipótesis de que la partitura es un mensaje. Tal vez esta música nos diga por qué acudió su hija a la Sala del Coro la noche en que fue asesinada.

Cuando Perdomo estrechó la mano a don Íñigo para despedirse de él, ocurrió algo que hizo que se le helara la sangre en las venas. Por el rabillo del ojo izquierdo, tuvo la sensación de estar viéndose a sí mismo, en una postura idéntica a la suya, es decir, con el brazo extendido en la posición de dar la mano a otra persona. Durante una décima de segundo pensó que, a través de su visión periférica, estaba captando su propia imagen reflejada en un espejo o un cristal, pero incluso antes de girar la cabeza para enfrentarse a aquella inquietante visión, supo que no se trataba de un reflejo, ya que en la imagen estaba él solo, sin el violinista cuya mano estaba apretando.

«Esta vez no estaba soñando -pensó-. Esta vez he visto un auténtico fantasma estando completamente despierto.»

37

Perdomo volvió a sufrir pesadillas las dos noches siguientes a su regreso de Vitoria, y como en todas surgían de manera recurrente tanto su esposa fallecida como Milagros Ordóñez, al inspector le pareció sensato recabar la opinión de su amigo José Carlos Albert, uno de los psiquiatras forenses de mayor prestigio del país y amigo personal suyo desde el bachillerato, que ambos habían cursado en el mismo colegio. Se veían de Pascuas a Ramos, pero cada vez que quedaban para tomar un café sus conversaciones, aunque breves, resultaban sumamente enriquecedoras para ambos.

Albert había sido adscrito recientemente a los Juzgados de Instrucción de Barcelona, pero viajaba a menudo a Madrid, invitado por distintas cadenas de televisión, que habían decidido explotar su indiscutible talento mediático y sus profundos conocimientos sobre criminología y medicina forense. Era un tipo de mediana estatura y pelo canoso, de ojos oscuros, muy penetrantes, que empleaba para hipnotizar a la cámara. A Perdomo los ojos de Albert siempre le habían recordado los del pintor Pablo Picasso.

Quedaron citados en una de las cafeterías de la estación del AVE en Atocha, ya que el forense disponía de muy pocos minutos libres, antes de acudir a la televisión, y Perdomo tampoco deseaba abusar de su escaso tiempo.