– Puedo yo solo, gracias.
Y cubrió la distancia renqueando lastimosamente.
Se dio cuenta de que él también estaba lanzando miradas furtivas hacia la retaguardia, con el fin de asegurarse de que aquel perro infernal no volvía sobre sus pasos para atacarles. ¿Cómo era posible que el animal se hubiera dado a la fuga antes siquiera de que Perdomo le hubiera encañonado con el arma? ¿Acaso había tenido ya algún encontronazo anterior con algún arma de fuego? Perdomo decidió no compartir esos pensamientos con su acompañante y llamó por fin con los nudillos sobre la puerta de vidrio que daba acceso al edificio. Los golpes sonaron tan amortiguados, debido al grosor del cristal, que tuvo que sacar una moneda del bolsillo para golpear con ella de manera más eficaz. Al cabo de pocos segundos les abrió la puerta un agente de la compañía de seguridad que vigilaba el Auditorio, quien tras examinar la placa de Perdomo les franqueó la entrada.
Nada más acceder al vestíbulo, el policía intentó ponerles al corriente de lo que acababa de ocurrirle.
– Hay un perro ahí fuera que…
– Ah, sí -interrumpió el de seguridad-. Pero no hace nada.
Milagros sintió una oleada de indignación por todo el cuerpo ante semejante respuesta y saltó como un resorte:
– ¿Que no hace nada? ¡Si casi se come a este señor!
El agente que hacía pareja con el anterior emergió por vez primera desde las sombras.
– ¿A ver si no va ser el mismo perro?
– Es un callejero grande, oscuro, con las orejas dobladas hacia delante, mucho más alto de los cuartos delanteros que de los traseros; parecía una mezcla de mastín y rottweiler -aclaró Perdomo, mientras trataba de disimular el dolor que le estaba taladrando el costado derecho.
– Sí, es ése -admitió el agente-. Lleva varias noches rondando por aquí; lo han debido de dejar abandonado, pero como no había dado problemas…
– ¿Varias noches? -inquirió el policía-. ¿Desde cuándo exactamente?
– Yo creo que desde que mataron a la violinista -respondió el otro.
– Pues hagan el favor de tomar nota y de avisar a la perrera municipal. Ese animal tiene que ser sacrificado. ¡No hace ni un minuto que me ha derribado ahí fuera y por poco me secciona la yugular!
Cuando el agente que parecía estar al mando le aseguró que a primera hora de la mañana daría parte del animal, Ordóñez y Perdomo intercambiaron una mirada de preocupación. Evidentemente, ambos estaban pensando en lo mismo, y es que a la salida del Auditorio podrían volver a ser sorprendidos por aquel peligroso perro.
– Intente llamar ahora. Cuanto antes lo quiten de la circulación, mucho mejor.
El agente hizo un gesto con la cabeza a su compañero para que hiciera la llamada y luego preguntó al inspector en qué podía ayudarle.
Éste le explicó que necesitaba llevar a cabo unas comprobaciones en la Sala del Coro y le rogó que los acompañara hasta allí.
– ¿No tendrá un poco de hielo, verdad? -añadió antes de que el otro se pusiera en marcha-. Es para bajar la inflamación.
– Sí que hay hielo -dijo el vigilante muy ufano-. Aquí tenemos de todo.
El tipo les condujo hasta el chiscón donde habían instalado la tele con la que se distraían durante la noche y Perdomo vio que en uno de los rincones había una pequeña nevera, parecida al minibar que suelen tener en los hoteles. El vigilante extrajo una bandeja de hielo del congelador, volcó el contenido sobre un trapo de color azul cuya proveniencia Perdomo prefirió no saber y se lo pasó después de haber envuelto en él los cubitos.
El policía comenzó a sentir un alivio inmediato nada más aplicarse el frío contra la cadera, y por primera vez desde quele atacara el perro, se permitió una sonrisa.
– Mucho mejor -dijo, y permaneció un buen rato inmóvil, sujetando la improvisada bolsa de hielo contra la contusión y aprovechando para estudiar a los dos agentes de seguridad que custodiaban el Auditorio.
El que parecía llevar la voz cantante era grande, fuerte y gordo y llevaba la camisa desabotonada casi hasta el ombligo, como si fuera un cantaor flamenco. Sobre el pecho, que era enorme y peludo como el de un chimpancé, colgaban un sinfín de medallas y cadenitas doradas con santos, vírgenes y cristos que a Perdomo le dio demasiada pereza identificar. Hablaba arrastrando la primera sílaba de cada palabra, como si padeciera cansancio crónico: «Aquí tieeeeene el hieeeeelo».
Su compañero era un alfeñique con gafas y mentón huidizo y la boca sempiternamente abierta, lo que hizo sospechar a Perdomo que nunca llegaría a ganar el premio Nobel.
En cuanto empezó a sentirse algo mejor, el inspector devolvió al más tonto la bolsa de hielo e hizo saber al cantaor flamenco que estaba listo para la expedición.
Mientras recorrían los pasillos que conducían a la Saladel Coro, con el gordo al frente de la comitiva linterna en mano, el inspector quiso saber qué personas permanecían todavía en el edificio a hora tan tardía y el agente de seguridad no supo precisarle:
– Ahora mismo calculo que quedarán dos o tres personas en el piso de arriba. Puede que el director de la JONDE, que suele quedarse hasta tarde, y la subdirectora del Auditorio, que le echa más horas que nadie.
No volvieron a cruzar palabra en todo el trayecto, durante el cual fueron mecidos por el rítmico tintineo del manojo de llaves que el vigilante llevaba colgando de un mosquetón sujeto al cinturón.
Cuando llegaron a la Sala del Coro y el gordo les abrió la puerta, surgió un problema inesperado: el tipo no sabía dónde estaba el cuadro de luces de la sala.
– Es la primera vez que bajo aquí a estas horas, y como durante el día hay un encargado… -se justificó el agente.
– ¿No hacen una ronda por la noche? -preguntó el policía.
– Sí, pero no damos las luces. Llevamos linternas. Y eso ahora; los de antes ni siquiera se tomaban la molestia de bajar.
– ¿Los de antes?
– Hasta que llegamos nosotros había otra empresa encardada de la seguridad del Auditorio. Pero algo pasó que no les renovaron el contrato.
Perdomo estuvo a punto de seguir indagando en el tema, ya que tenía el pálpito de que el falso cantaor flamenco le estaba ocultando algo. Pero era primordial solucionar cuanto antes el problema de la luz, así que instó al vigilante a que resolviera el asunto lo más rápido posible. El guarda se desplazó hasta un cuartito cercano, situado en el pasillo, donde estaban todos los interruptores diferenciales de la planta, y por el sistema de ensayo y error, fue accionando cada uno de ellos hasta que Perdomo le avisó de que por fin se había hecho la luz en la Sala del Coro.
– ¿Necesitan que me quede aquí? Se lo digo porque dentro de diez minutos escasos mi compañero y yo tenemos que hacer la ronda.
El inspector comunicó al guarda que no era necesario que permaneciese con ellos, siempre que dejara las luces del pasillo encendidas. El guarda se despidió y comenzó a alejarse, momento en el cual Perdomo se acordó del interrogante que le había surgido hacía unos minutos:
– La compañía de seguridad que había antes ¿por qué no renovó?
La pregunta tuvo la virtud de dejar clavado en el sitio al vigilante. Tras unos segundos de vacilación, el hombre se volvió y sin moverse de donde estaba, como si temiera que al acercarse demasiado a Perdomo éste pudiera sonsacarle más de la cuenta, decidió responder:
– Yo no estoy informado directamente, porque cuando nosotros llegamos, ellos ya se habían ido. Pero el personal del Auditorio me ha dicho que los vigilantes tenían miedo.
– ¿Miedo? ¿De qué?
– Decían que aquí abajo había… algo.