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– No veo adónde nos lleva todo esto.

– A que dentro de unas horas, cuando mi sistema nervioso, que ahora está manga por hombro, procese el estímulo olfativo que acabo de tener, seré capaz de decirle de qué clase de olor se trata. Ahora mismo estoy aturdida y sólo sabría hablar de generalidades.

– Prefiero salir de aquí con generalidades que con nada en absoluto. Dígame lo que tenemos hasta ahora.

– Sólo sé que es un olor dulzón, como de flores.

– ¿Eso es todo?

– De momento, es lo que único que le puedo decir.

Milagros reaccionó ante la cara de fastidio que puso el policía tratando de animarle.

– Hay que tener paciencia. Los estímulos extrasensoriales tardan un tiempo en definirse. Es como antiguamente, con el papel fotográfico. ¿Nunca ha visto cómo se va formando la imagen poco a poco después de proyectar el negativo sobre el papel con la ampliadora? Pues esto es lo mismo. Gradualmente, se irá fijando en mi cabeza el olor del asesino.

Perdomo estuvo a punto de replicar que, en el caso de la imagen fotográfica, uno sólo tiene que esperar unos segundos a que aparezca el positivo, mientras que ella estaba hablando de una espera de varios días, que se le antojaba interminable. Algo en su interior le dijo sin embargo que no era prudente presionar a Milagros para forzar el proceso de identificación de aquella fragancia primaria. En lugar de eso, preguntó:

– ¿Y siempre…? Quiero decir, las otras veces que ha tenido percepciones extrasensoriales ¿también ha sido así? ¿Le ha llegado un olor?

No, fueron casi siempre estímulos visuales. Ésta es la primera vez que resulta afectado mi olfato.

– ¡Maldita sea mi estampa! -exclamó Perdomo-. ¡Si hubiera visto algo, en vez de olerlo, en cuarenta y ocho horas tendríamos la descripción física del asesino!

Milagros suspiró con resignación.

– Ya, pero una no elige lo que quiere percibir, es más bien la percepción la que la elige a una. Recuerdo que, en una ocasión, pude «escuchar» la voz del criminal. No lo que decía, sólo el timbre de su voz. Otra vez pude «tocar» su chaqueta, que era de pana. Ese simple dato permitió a la policía identificar a la persona que andábamos buscando.

Perdomo se agachó entre las butacas de la tercera y cuarta fila y comenzó a olfatear asientos y respaldos, e incluso el propio pavimento de madera, como si fuera un perro de caza, lo que hizo sonreír a Milagros.

– No se moleste, no se trata de un olor real, no está aquí ahora: ni el perro más entrenado sería capaz de detectarlo. Lo que yo he percibido a través de mi olfato, y ya le he dicho que otras veces me ha ocurrido a través de otros sentidos, es la presencia aquí, hace unos días, de la persona que estranguló a Ane Larrazábal.

El policía no sabía qué pensar. Por un lado quería creer a Milagros Ordóñez y no imaginaba ningún motivo por el que la mujer tuviera interés en inventar una historia semejante. Pero no pudo evitar imaginarse por un momento ridiculizado, de manera sangrante, en la portada de todos los periódicos como el inspector al que una vidente aficionada tomó el pelo de forma miserable. Al verle tan taciturno, fue Milagros la que preguntó:

– ¿Cree que estoy loca?

– No lo sé. Estoy tratando de procesar, de una manera aceptable para mí, todo lo que me está contando. Y tengo una duda importante.

– Veamos si puedo resolvérsela.

– ¿No puede ser que la percepción que acaba de tener se refiera a otra persona? Un espectador que haya estado sentado aquí, o uno de los guardias de seguridad que haya pasado entre estas dos filas al hacer la ronda.

– Eso es absolutamente imposible. La persona que se escondió entre las butacas estaba en un estado de shock emocional, su nivel de estrés era altísimo; por eso se produce la percepción extrasensorial, porque hay alguien que desprende algún tipo de radiación o energía psíquica tan intensa que puede ser captada incluso años después de que haya sido liberada.

El policía decidió conformarse por el momento con aquella explicación y acompañó a Ordóñez hasta la salida, prestándole de cuando en cuando su brazo para evitar que pudiera desvanecerse de nuevo por el camino. Debido a lo maltrechos que estaban ambos, emplearon casi diez minutos de reloj en llegar hasta el chiscón, donde los dos vigilantes jurado, una vez completada la ronda, se entretenían contemplando un infecto programa de televisión de los de «llama y gana». El gordo, que fue el que se levantó para abrirles la puerta, les dio las buenas noches como si nada -señal de que no había escuchado el alarido espeluznante de la médium-, y salieron al aire fresco de la noche madrileña.

Perdomo pudo divisar a lo lejos, retroiluminada por la luz de una farola, la silueta odiosa del perro que había querido degollarle. Jadeaba despacio, como si llevara un buen rato aguardando a que saliera.

El policía sospechaba que, al saberle armado, el animal no se atrevería a atacarle, pero amartilló el arma por si acaso y la ocultó en el bolsillo de la gabardina.

39

Raúl Perdomo se había hecho el firme propósito de no volver a ponerse en contacto con Milagros hasta que ésta no hubiera procesado lo que ella misma había bautizado como «fogonazo olfativo», pero lo cierto es que la urgencia por resolver un caso sobre el que no disponía aún de ninguna pista firme hacía que ardiera en deseos de telefonearla a la mañana siguiente.

Sin embargo, la posibilidad de identificar al asesino por el olor le parecía de ciencia ficción. Un compañero de la Unidad Central de Análisis de la Policía Científica le informó al día siguiente de su visita al Auditorio que en España no había ningún precedente en ese campo, pero que los británicos llevaban tiempo desarrollando un sistema para convertir el olor corporal de una persona en un método fiable de identificación. La empresa Profiler, que trabajaba casi en exclusiva para el Ministerio de Defensa del Reino Unido, se había dedicado de un tiempo a esta parte a investigar métodos de reconocimiento no convencionales, como la resonancia craneal, en la que se hacen pasar ondas sonoras a través de la cabeza de una persona, para producir resultados similares a los del sonar, o la «dinámica del teclado», un método que permite analizar la velocidad a la que teclea un individuo y el número de errores que comete durante el proceso. Pero de todos estos sistemas, por el que Profiler estaba apostando con más fuerza era el de la identificación por el olor corporal. Según sus expertos, cada persona produce un olor que responde a una fórmula química diferente, y además todo el mundo huele a algo, por más que ese olor no pueda ser detectado por una nariz no entrenada. El olor de cada persona depende de dos factores: las bacterias de nuestra piel y las feromonas, es decir, las sustancias químicas secretadas por cualquier ser vivo con el fin de provocar un comportamiento determinado en otro de la misma especie. El inspector de la Policía Científica explicó a Perdomo que las feromonas eran un medio de comunicación muy potente entre los humanos. La gran ventaja del olor -siguió informándole su contacto- era que, así como un individuo puede llegar a eliminar con ácido o cirugía sus huellas dactilares, a nadie le era posible acabar por completo con sus secreciones corporales, por mucho que se frotara con la esponja o se embadurnara con desodorante. Profiler estaba poniendo a punto, por tanto, un sistema por el que, apoyando la palma de la mano en un sensor, éste podía llegar a identificar el olor mediante un complejísimo sistema de algoritmos. En el futuro, este código podría ser incorporado a un carnet de identidad o, ¿por qué no?, a una tarjeta de crédito.

– ¿Qué te traes entre manos, Perdomo? -le preguntó el de la Policía Científica antes de colgar.