– Lo sabrás sólo si da resultado -le había respondido prudentemente el inspector.
Perdomo se marchó a rumiar sobre el informe que le había facilitado su compañero a un restaurante japonés que había cerca de la UDEV. Se llamaba Bushido y era un kaiten sushi,es decir, un local en el que los distintos platos de sushi desfilan a lo largo de la barra mediante una cinta transportadora. A Perdomo le gustaba casi tanto la comida como el hecho de poder observar desde su taburete al chef, Masaharu Takamoto, mientras preparaba las delicias japonesas que, algunos minutos después, iban a acabar en su estómago.
Ocho platillos de sushi y tres jarritas de sake más tarde, el inspector había decidido que no podía refrenar por más tiempo su impaciencia y telefoneó a Milagros Ordóñez. Sin que lo hubieran pactado previamente, médium y policía comenzaron a tutearse por teléfono.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó tratando de no parecer demasiado ansioso.
– Me encantaría poder decirte lo contrario pero estoy hecha un trapo -respondió la mujer.
Hablaba muy despacio, como si le costara hilar dos palabras seguidas, cosa que llenó de angustia al inspector.
– He dormido muy mal, me siento debilísima, me duele cada músculo del cuerpo, y acabo de vomitar el desayuno. Y por si fuera poco, he tenido un lapsus de memoria con un paciente que me ha telefoneado hace cinco minutos para cambia de día la sesión. Le he dicho que se había confundido de número ¡cuando en realidad llevo tratándole desde hace dos años!
– Todo lo que pueda hacer por ti es poco, Milagros. Me siento culpable.
– No digas estupideces. -La médium pareció recobrar un poco el ánimo tras las palabras de Perdomo-. Me he sometido a esto voluntariamente, porque creo que te puedo ayudar a atrapar a ese sujeto. Sabía a lo que me exponía, porque cada vez que he tenido percepciones extrasensoriales los síntomas han sido muy similares. Claro que nunca me había dado tan fuerte. ¿Y tú? ¿Cómo va esa cadera?
– Me he tomado ya cuatro Neobrufén porque si no veo las estrellas. Escucha, no quiero presionarte, pero ¿has llegado a alguna conclusión?
– ¿Dónde estás? -interrumpió Milagros-. Oigo música japonesa. -La médium no esperó a que respondiera el policía, seguramente porque ya había adivinado la respuesta-. No dispongo aún de nada definitivo -confesó-, pero tal como te anticipé, la fotografía se está revelando. Tengo ya un olor muy fuerte en la memoria. Como ésta ha sido la primera vez que la percepción es olfativa, he llamado a un botánico amigo mío, que sabe mucho de esto, y me ha explicado cómo funciona la cosa.
– Un helado de té verde, por favor.
– ¿Cómo dices?
– No era a ti, era al camarero. ¿Qué te ha dicho el botánico?
– Dice que igual que hay colores primarios y complementarios, en el olfato también existen siete olores básicos o primarios: alcanfor, almizcle, flores, éter, menta, acre y podrido.
– ¿Podrido es un olor?
– No me interrumpas. Estos olores primarios corresponden a siete tipos de receptores existentes en las células de la mucosa olfativa. Lo que yo tengo en la cabeza es un primario, concretamente el olor a flores. Confío en que en las próximas horas ese primario se defina completamente, como me ha ocurrido las otras veces con la vista, el oído o el tacto. ¿Estás ahí? -preguntó Milagros al no escuchar ningún «sí» ni «aja» por parte del policía, a medida que iba exponiéndole los hechos.
– Aquí sigo, sólo que según vas hablando me surgen un montón de preguntas en la cabeza, porque intento entender todo lo que estás contando. La vez que reconociste la voz del asesino ¿también fue un proceso escalonado?
– Sí. Primero sólo tenía un sonido, luego ese sonido se definió mejor y resultó ser una voz, al cabo de unas horas la voz fue masculina y finalmente empezaron a aflorar los detalles concretos de la misma. Lo curioso es que podía escuchar la voz de la persona -que luego fue imputada por el juez- en mi cabeza, pero no entendía lo que decía. Ya sabes, como en las pruebas de tipografía, en las que para que te fijes sólo en el aspecto visual del texto y no en su contenido, se inventan las palabras.
– Lorem ipsum dolor -precisó el policía-. Pero no es lenguaje ficticio, es latín; creo que de Cicerón.
– Eso es. Cuando tuve la voz perfectamente definida en mi cabeza, Salvador me hizo escuchar algunas grabaciones y yo pude decirle sin problemas: «Ésa es».
– De acuerdo, Milagros, no te quiero importunar más. En cuanto tengas resultados definitivos, ponte en contacto conmigo, a cualquier hora del día o de la noche. En un caso de homicidio, cada segundo cuenta.
– Debes de estar soportando mucha presión para que resuelvas el caso, ¿no?
– No te lo puedes ni imaginar. ¿Viste la manifestación del otro día?
– No, yo casi no veo la televisión.
– Eso que tienes ganado. ¡Seguimos en contacto!
Perdomo colgó el teléfono, se terminó el helado y salió del restaurante. Tan absorto se encontraba en sus cavilaciones que no se había dado cuenta de que se había marchado sin pagar, lo que obligó a una camarera japonesa a darle alcance cuando ya había cruzado la calle. Pagó la factura un tanto abochornado y decidió regresar a la UDEV en un taxi, porque, a pesar de que se encontraba a dos pasos, la cadera le estaba torturando. Por su mente volvieron a desfilar las imágenes de la concentración del sábado anterior en Vitoria, que había convocado a veinte mil personas -casi el diez por ciento de la población- para solicitar la colaboración ciudadana en la resolución del crimen, pero también para exigir a la policía un mayor esfuerzo en la identificación y puesta a disposición judicial del asesino de Ane Larrazábal. Al igual que había sucedido en el funeral de Madrid, también en esta ocasión se vivieron momentos de gran emoción, sobre todo cuando habló doña Esther, la madre de la víctima, que demostró tener una gran facilidad para expresarse en público, a pesar de que al final de su alocución se le saltaron las lágrimas y tuvo que ser apartada del micrófono. El introductor del acto había sido el alcalde de Vitoria, que realizó la petición de colaboración ciudadana para ampliar -dijo-, en la medida de lo posible, las líneas de investigación ya establecidas, mediante la aportación de cualquier dato que pudiera ser de utilidad para la policía. Tras anunciar que se había dispuesto un teléfono para comunicar cualquier información que pudiera ayudar a esclarecer el crimen, habló el abogado de la familia, que hizo extensiva su petición de ayuda a los jueces, a los políticos y a los medios de comunicación; remató el acto la madre de Ane, con la lectura de un comunicado que resultó tierno y duro a la vez: pues si de un lado recalcó lo joven y llena de ilusiones que estaba su hija hasta la noche misma en que fue asesinada, también afirmó que no existía justificación posible a un crimen tan horrendo y esperaba que el asesino se pudriera en la cárcel para siempre.
«¿Qué diría toda esta gente -pensó Perdomo- si supieran que el inspector encargado de atrapar al asesino de Ane ha agotado las líneas de investigación convencionales y ahora dedica su tiempo y su energía a seguir una pista suministrada por una chalada?» Inmediatamente se censuró a sí mismo por haber tildado de chalada, por más que sólo fuera en su cabeza, a la pobre Milagros. Aunque no podía decir por qué, había algo confiable en la voz y en la actitud de aquella mujer. Tal vez el rastro que ella estaba a punto de aportarle no condujera al final a nada, pero tenía la certeza de que Mila -que era como empezaba a llamarla en su cabeza tras haber pasado al tuteo- estaba actuando de buena fe. Además, ¿qué podía perder? De lo único que tenía que preocuparse era de que la prensa no se enterara, bajo ningún concepto, de que la policía estaba empleando los servicios de una médium, y por supuesto, de que el hecho de seguir la pista extrasensorial no le hiciera desistir de seguir interrogando a posibles testigos o de escuchar cuantas llamadas empezaran a llegar al teléfono de colaboración recién habilitado.